lunes, 7 de octubre de 2013

Capitulo 1



Londres, 1879
—Sinceramente, Peter, no sé cómo esperas encontrar una esposa adecuada si te niegas a comprarte ropa nueva.
Peter lanzani, el séptimo conde de Sachse, observaba a Mariana, viuda de su predecesor, mientras ésta, claramente agitada, caminaba ceñuda de un lado a otro retorciéndose las delicadas manos. Aunque el anterior conde era mucho mayor que cualquier hombre que Peter hubiera conocido —no personalmente, de lo que, por otra parte, se alegraba—, su viuda era dos años más joven que él mismo. Y la mujer más hermosa que había visto jamás.
Aquel día llevaba un vestido moderno, de la más pálida seda rosa, que acentuaba su esbelta figura y resaltaba su blanquísima piel. Se sentía muy cómoda en la residencia del conde, en su día parte de las propiedades de su marido, y se había quitado el sombrero nada más entrar en la biblioteca. El sol que penetraba por las ventanas iluminaba su recogido de cabello castaño y lo hacía brillar como si fuera de oro.
Durante toda la temporada social, Mariana había sido una anfitriona intachable: había acompañado a Peter en casi todas sus salidas y le había presentado a duques, condes, marqueses y vizcondes. Conocía la historia de todas las familias aristocráticas, y algunos detalles de sus vidas privadas que muchos habrían preferido que ignorara. Sin necesidad de consultar la guía nobiliaria de Debrett, manejaba las cuestiones jerárquicas y sabía dónde debía sentarse cada comensal para que nadie se ofendiera.
Al conde le asombraba su dominio de la etiqueta y el protocolo, en los que él solía fallar, y le agradecía enormemente su ayuda… por lo general.
Aquella tarde era una rara excepción.
Mariana había llegado a la residencia del conde hacía sólo un momento, y antes de que pudiera siquiera saludarla, ella había empezado a reprocharle que no quisiera comprarse ropa nueva. Peter habría preferido sentarse en la biblioteca —lo único que le entusiasmaba de su nueva posición— y terminar de leer la novela que había empezado el día anterior. A menudo se preguntaba si debía advertir a Mariana, cuando ésta iniciaba una de sus diatribas, de que él había servido un tiempo en el ejército de su majestad y era diestro en el uso del rifle.
—Peter, ¿has oído una sola palabra de lo que he dicho?
Él miró aquellos graves ojos pardos. Se preocupaba mucho por cosas que a él no le importaban nada, y aun así la intensidad de su preocupación lo intrigaba.
—Quizá debería casarme contigo; así no tendría que preocuparme por mi nuevo guardarropa. —Ni por muchas otras cosas, dicho fuera de paso. La idea no era del todo descabellada.
Sin embargo, Mariana, a juzgar por su gesto de indignación, no estaba de acuerdo.
—No puedes casarte conmigo. Soy estéril. Debes contraer matrimonio con una mujer que te proporcione un heredero.
Sus palabras tenían lógica, pero, como siempre, la voz le temblaba ligeramente al pronunciar la palabra «estéril». Se esforzaba por sonar despreocupada, pero él ya había descubierto que sólo se trataba de una actitud bien ensayada. Buena parte de su comportamiento era puro teatro, y le irritaba que no confiara en él lo suficiente como para revelarle su verdadero yo.
¿Qué había hecho el viejo conde para convertir a Mariana en una mera actriz de su escenario?
—De modo que debes recibir a tu sastre cuando venga esta tarde, y no inventar otra excusa para irte de casa antes de que llegue —prosiguió ella.
—Tengo muy poco interés en conquistar a una mujer que dé tanta importancia al corte de mi chaqueta.
—No le impresionará tu chaqueta, sino lo que ésta le diga de ti.
—¿Y qué le dirá exactamente?
—Que no sólo te interesas por la última moda, sino que además dispones de medios para comprarla. Que eres moderno. Que te enorgulleces de tu aspecto. Que serás un excelente marido.
—¿Una mujer puede saber todo eso por una prenda de ropa? —preguntó él incrédulo.
—Nunca hay que menospreciar lo mucho que el atuendo de uno puede contarle al mundo. Naturalmente yo me encargaré de potenciar tu carácter, y mis estudiados rumores resultarán más creíbles si vas bien vestido.
Peter dejó el libro y se puso de pie. Ella retrocedió.
Siempre lo hacía. Mantenía la distancia cuando lo único que él pretendía era cubrir el espacio que los separaba, el físico y el espiritual. Ella lo intrigaba, porque parecía voluntariamente encerrada en su propia torre, como Rapunzel, y él se preguntaba si su dorada melena rozaba el suelo cuando se deshacía el recogido.
—¿Por qué te preocupa tanto que me case? —inquirió él.
—Me preocupa que no tengas un heredero y pierdas todo lo que has conseguido del viejo Sachse, que en paz descanse.
El conde sonrió ante la respuesta, que consideraba un envoltorio de la verdad. A Mariana no le beneficiaba que él tuviera descendencia, y sabía que no le interesaba nada de lo que no obtuviera beneficio. Si quería fingir que aquéllos eran sus motivos, se lo permitiría de momento pero, con el tiempo, averiguaría sus verdaderas razones.
—Mariana, no perderé nada de esto hasta que muera, y entonces me dará igual lo que suceda con ello.
Ella le dio la espalda. La temperatura de la estancia descendió y a él lo recorrió un escalofrío. No sabía por qué Mariana se enfadaba tanto con él, pero lo hacía.
—¿Cómo es posible que no agradezcas todo lo que se te ha dado? —preguntó ella.
—Sí lo agradezco.
—No es cierto —añadió volviéndose de pronto—. Te burlas de ello. —Mariana bajó la mirada—. Y al hacerlo te burlas de mí.
Él deseaba consolarla con una caricia, pero ya había descubierto que no era la clase de mujer que disfrutaba con sus atenciones, así que cruzó las manos a la espalda.
—Jamás me atrevería a burlarme de ti, Mariana. Lo que ocurre es que no me siento cómodo con algo que me corresponde por mero accidente de nacimiento, o mejor dicho por ausencia de otros nacimientos.
Aunque su linaje se remontaba al tercer hermano del segundo conde de Sachse, el título había llegado a él porque los pocos varones nacidos habían muerto ya.
—Hay quienes intrigan, conspiran y asesinan por conseguir lo que tú tienes —dijo ella, mirándolo.
—Una vida de ocio.
—La vida de un caballero, un aristócrata, un conde.
Peter inclinó la cabeza ligeramente, en señal de asentimiento.
—Debería ser más agradecido.
—Sin la menor duda.
El conde soltó un suspiro de hastío, decidido a defender un poco más su derecho a no comprar ropa nueva.
—No veo la urgencia de adquirir un nuevo guardarropa cuando la temporada social está a punto de acabar.
—¿Tienes ropa de caza? —demandó ella.
—No.
—¿Qué te pondrás cuando vayas de cacería?
—No tenía previsto ir de cacería.
—¿Qué clase de anfitrión serás cuando tengas que entretener a tus invitados en la casa de campo?
—No sabía que tuviera que entretener a nadie.
Ella cerró los ojos como el que pierde la paciencia con un niño torpe.
Por un instante, se vio tentado de recorrer la distancia que los separaba, tomarla en sus brazos y demostrarle que no era un niño sino un hombre hecho y derecho.
Pero cuando ella abrió los ojos y lo inmovilizó con su severa mirada, se alegró de no haber movido ni un músculo. No es que lo intimidara, pero no estaba habituado a lidiar con la ira de una mujer. Era propenso a tener contentas y satisfechas a las damas con las que se relacionaba. Mariana siempre lo desconcertaba.
—Pues claro que tendrás invitados. Ya he enviado varias invitaciones informales; las formalizaré cuando estemos instalados en la casa de campo. No invitaremos a muchas personas porque aún eres nuevo en tu puesto, pero aprovecharemos los meses que quedan hasta la próxima temporada para afianzar tu posición entre los influyentes.
—Y para encontrarme esposa.
—Para valorar las posibilidades. En el campo, la vida es más relajada.
—¿No criticarán que vivas en la misma casa que un hombre soltero?
—Soy viuda. No necesito carabina. Además, mi ayudante me acompañará en todo momento. Sachse Hall es lo suficientemente grande como para que tú y yo vivamos en alas opuestas.
—¿Es así como vivías con mi predecesor? —preguntó tranquilamente, consciente de que no era asunto suyo, pero incapaz de resistir la tentación de indagar y deseoso de que hubiera sido así—. ¿Tú en un ala y él en la otra?
Ella cerró los ojos y él vio cómo un ligero rubor le recorría el cuello hasta las pálidas mejillas. Estaba acostumbrado a tratar con campesinas recias. Mariana tenía un aspecto tan frágil… hasta que hablaba.
—Era mi marido. Yo hacía lo que él me pedía.
—¿Y qué te pedía?
Ella alzó de pronto la barbilla y lo traspasó con la mirada. Al conde siempre le había asombrado lo rápidamente que Mariana podía pasar del hielo al fuego.
—Eso no es asunto tuyo.
Y no lo era, pero le podía la curiosidad. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar una disculpa por su desacertada pregunta, se abrió la puerta despacio y el mayordomo entró en la sala. Peter aún encontraba algo inquietante la presencia del servicio.
A pesar de su discreción y sigilo, no le permitían disfrutar de una soledad absoluta. Además, sospechaba que era una molestia para ellos. Las conversaciones y las acciones se detenían cuando él aparecía, y eso le producía una increíble necesidad de disculparse por perturbarles, que Mariana ya le había censurado por ser algo absolutamente inaudito. Uno no se disculpaba con sus sirvientes.
—¿Sí, Gibson? —requirió Peter.
—Tiene una visita, milord. —El mayordomo le presentó una tarjeta en una bandeja de plata.
Peter la miró por encima antes de asentir con la cabeza.
—Hazlo pasar, Gibson.
En cuanto Gibson abandonó la estancia, Mariana se acercó.
—¿Quién es?
—Spellman.
—¿El administrador? ¿Y qué se le ofrece?
Mariana miró hacia la puerta como si esperara que el monstruo del doctor Frankenstein fuera a entrar bamboleándose. Él le había leído Frankenstein de Mary Shelley hacía apenas una semana. Le había leído muchos libros desde que se conocieron. Por desgracia, aunque a ella parecían deleitarle las lecturas del conde, él jamás había conseguido que le devolviera el favor.
No obstante, suponía que debía resignarse. Mariana prefería que le sirvieran a ser ella la servidora. Uno de sus muchos encantos irritantes.
—Ha venido por cuestiones financieras —le contestó Peter. El día anterior, Spellman le había hecho saber que necesitaba hablar con él un instante.
—¿Qué les pasa a tus finanzas?
—Nada, que yo sepa.
Mariana se acercó precipitadamente a él, le quitó unos hilos imaginarios de la chaqueta, le retocó las solapas, que no precisaban retoque, y le dio una palmadita en los hombros.
—No olvides que tú eres el dueño de tus asuntos. Tu dinero es tuyo y puedes gastarlo como quieras, y hay gastos necesarios que un simple administrador no puede comprender.
Él la agarró por las muñecas, reteniendo sus nerviosas manos. Una expresión de miedo recorrió el rostro de Mariana, que ella enmascaró inmediatamente y él decidió ignorar. Aunque no quisiera aceptarlo, el modo en que el viejo conde de Sachse la había tratado era también asunto de Peter, porque no podía arreglar lo que no acababa de comprender.
—¿Qué gastos? —inquirió.
—Peter, me haces daño.
No sabía bien en qué sentido, pero el tono informal en que ahora se dirigía a él lo alertaba de que estaba verdaderamente alterada. La soltó, y no le sorprendió que se apartara de inmediato.
Mariana empezó a retocar su propia ropa, y el conde supo que ella no respondería a su pregunta sobre esos gastos que parecía conocer pero él no. Aquella mujer era un misterio constante. Por fortuna, él disfrutaba del desafío de un buen misterio.
El ruido de la puerta llamó su atención. Cargado con una raída cartera de piel, Lawrence Spellman entró en la sala.
—Milord.
—Spellman.
El administrador inclinó ligeramente la cabeza hacia Mariana.
—Condesa, no esperaba encontrarla aquí.
—Paso buena parte de mi tiempo con el conde —replicó ella ladeando la barbilla—. ¿De qué otro modo puedo instruirlo sobre sus responsabilidades?
—Muy encomiable, pero le aseguro que yo puedo informarle de todo lo que necesite saber.
—¿Sabrá entonces que lady Jane Myerson ha sido vista en público sin guantes?
Peter apretó los labios para evitar una sonrisa, no sólo por el hecho de que Mariana considerara escandalosas unas manos desnudas, sino también porque había conseguido enmudecer a Spellman y se había hecho con la primera victoria en sus disputas constantes.
Spellman inclinó la cabeza como lo haría un perro pensativo.
—Desconocía los hechos, pero los considero difícilmente censurables.
—Pues lo son. Una verdadera dama jamás muestra sus manos en público, salvo para comer o tocar el piano. Lady Jane Myerson ha dado muestras de su interés por el conde. Si no fuera por mí, podría cometer el error de considerarla una esposa apropiada cuando no lo es en absoluto.
Spellman suspiró en señal de claudicación.
—En ese caso, el conde tiene suerte de contar con tan buena consejera.
—Sin duda.
—Spellman, tengo entendido que ha venido aquí a hablar de mis finanzas, no de mi vida social. —Peter desconocía las intenciones de lady Jane Myerson. Quizá la cortejaría sólo por irritar a Mariana.
—Sí, milord. No obstante, debo insistir en que no considero adecuado que la condesa esté presente en nuestra reunión.
—¿Cuál es el inconveniente? —preguntó Peter.
Spellman recorrió con la vista toda la estancia como si buscara el inconveniente, o quizá para evitar mirar a los ojos de cualquiera de los presentes.
—Los asuntos que he venido a tratar conciernen a la condesa.
—¿Así que prefiere hablar mal de mí a mis espaldas? —inquirió ella con aspereza.
Peter se preguntó por qué Mariana había supuesto inmediatamente lo peor: que Spellman iba a hablar mal de ella en lugar de elogiarla.
—Considero que el lugar de una dama no está entre los caballeros —replicó Spellman.
—Debo disentir —añadió Peter antes de que Mariana pudiera replicar—. Si ha venido a tratar asuntos que conciernen a la condesa, conviene que ella esté presente para oír lo que tenga que decir.
—Milord, insisto en que…
—No, Spellman —lo interrumpió—. Soy yo el que insiste. Hablemos del asunto en cuestión, ¿le parece?
—Sí, milord, como quiera.
Tras lanzar una furiosa mirada a Mariana, que ella le devolvió con arrogancia, el administrador atravesó la estancia, se situó detrás del escritorio, colocó su cartera encima, y señaló las sillas que tenía enfrente.
Cuando Mariana hubo tomado asiento, Peter se sentó también. Después lo hizo Spellman, con un interminable suspiro.

—Milord, es hora de decidir si desea que la condesa perciba una pensión y, en ese caso, cuál sería la cantidad apropiada. No obstante, debo advertirle de que no tiene obligación alguna de proporcionarle nada, ni siquiera un techo bajo el que cobijarse.

jueves, 26 de septiembre de 2013

Elijan!!!!!

holas holas como ya se acabo la nove, hoy les traigo 3 opciones y tienen que votar por una si o si haci que  díganme cual le gusta mas....

Opción 1 Amigos Especiales o Amor
Sinopsis 
Ellos son Lali esposito y Peter lanzani dos personas de mundos distintos, ella por su parte dejo su cuidad natal córdoba para ir a estudiar  lo que siempre soñó Gastronomía, el que en el 2010 dejo de estudiar por problemas económicos.
El destino se encargara de juntarlos todos empieza como amigos pero puede terminar en algo mas o no? Ambos le tienen un gran miedo al amor.
Se animaran a estar juntos, huirán del amor o tan solo serán amigos… 
                   Basado en una historia real….

Opción 2  El deseo del  conde
¿Casarse por obligación?
El séptimo conde de Sachse acaba de hacerse con el título, pero ya sabe cuál es su deber: contraer matrimonio con una de las jóvenes casaderas de la alta sociedad. Sin embargo, a él sólo le interesa una mujer: la hermosa y distante Mariana, que inmediatamente se ofrece a encontrarle la esposa perfecta.
¿Casarse por amor?
Pero él está decidido a compartir su lecho nupcial con Mariana. La atormenta con sus caricias y la calma con sus besos. ¿Por qué se le resiste tanto cuando es obvio que le desea? Sin embargo, el conde pronto descubrirá el secreto oculto tras los preciosos ojos de su amada, y tomará una decisión que cambiará sus vidas para siempre

Opción 3 En la cama con el diablo

Le llaman el conde Diablo; un canalla acusado de asesinato, que creció en las violentas calles de Londres. Una dama decente arriesga mucho más que su reputación cuando se asocia con el diabólicamente apuesto Peter Lanzani pero lady Lali Esposito cree no tener otra opción. Haría cualquier cosa para proteger a aquellos a quien ama... incluso llegar a un acuerdo con el mismísimo Diablo. Lo que Peter desea por encima de todo es alcanzar la respetabilidad y una esposa, pero la mujer elegida carece de las gracias sociales para ser aceptada por la aristocracia.
Lali puede ayudarle a conseguir todo lo que quiere. Pero lo que le pide a cambio pondrá sus vidas en peligro. Cuando el peligro se acerca, Lali descubre a un hombre de inmensa pasión y él descubre a una mujer de inconmensurable coraje. Cuando se revelan los oscuros secretos de su pasado, Peter comienza a cuestionarse todo aquello que creía cierto, incluyendo los anhelos de su propio corazón.

miércoles, 25 de septiembre de 2013

Epilogo

Si chicas se termino la nove solo quiero decirles gracias, gracias por todos sus comentarios sus locuras tus amenazas marines que por un momento dije che esta mina me va a matar de loca y después estaba que me moría de la risa de tus comentarios y roció que ahora ultimo se prendió un montón con la nove y eso me encanta, espero que les guste el final y nada chicas disfrútenlos... otra cosita  mñn subiré 3 opciones de Nove y ustedes tendrán que elegir una.... bueno no las jodo mas disfruten el ultimo cap chau 
GRACIAS




Se había prometido que jamás volvería a sufrir, pero oía sus gritos de angustia, aunque sabía que estaba haciendo un esfuerzo sobrehumano por que no se la oyera. ¿No iba a terminar nunca su agonía?
—¿Quieres dejar de pasearte? Me estás mareando.
Peter le lanzó una mirada furiosa a Weddington, sentado en un banco del pasillo, a la puerta del dormitorio del duque. Todos los herederos de Killingsworth habían nacido en aquella cama. Era casi medianoche cuando Lali había despertado a Peter para comunicarle que necesitaba que la trasladaran. Él había tomado por costumbre dormir en la habitación de ella. La prefería a la suya. Después de todo, era donde siempre podía encontrarla, estrecharla entre sus brazos y escuchar su suave respiración durante la noche. Era donde hacían el amor, se susurraban secretos y compartían sueños, donde se dejaba vencer por el sueño, queriéndola cada día más.
—Lleva más de dieciocho horas.
—Tranquilo, no es tan malo como parece.
—Para ti es muy fácil decirlo. Eleanor sólo ha pasado por esto una vez. Lali ya lo ha hecho hoy dos veces, y eso no le está facilitando las cosas.
Peter lamentó sus palabras en cuanto pudo ver el rostro de Weddington.
—Lo siento, Weddington.
—Parece que vais a tener dónde elegir, amigo mío, todo servido en el mismo día. Que lo disfrutéis. Eleanor está desesperada por tener otro hijo. Tal vez podríais darnos uno de los vuestros.
—No lo creo, y perdona lo que te he dicho. Es que...
Lali enmudeció, pero se oyeron otros sonidos. Luego, se abrió la puerta y Eleanor se asomó.
—Ya está.
Peter soltó un gran suspiro de alivio.
—Entonces, ¿sólo han sido dos?
—No, han sido tres.
—¿Tres?
Ella asintió con la cabeza, esbozando una sonrisa pícara.
—Pronto estarán listos para conocer a su padre.
—¿Y Lali? ¿Cuándo puedo verla?
—En seguida. También hay que prepararla.
—¿Está bien?
—Está estupendamente, teniendo en cuenta lo que acaba de pasar.
—¿Qué acaba de pasar?
Eleanor se rió.
—Que ha parido tres bebés. Weddy, dile que se tranquilice y que no se preocupe.
—Lo he intentado, princesa, pero no me hace caso.
Eleanor le cerró la puerta en las narices, y Peter se apoyó en la pared; las piernas ya no le aguantaban más.
—Tres —repitió.
Pasó una eternidad hasta que salió el médico y Eleanor le hizo una seña a Peter para que entrara en el dormitorio. Lali estaba tumbada en la cama, con tres pequeños bultos junto a su costado que, de algún modo, rodeaba con su brazo. Peter se arrodilló al lado de la cama.
—Ay, Peter, mira lo pequeñitas que son.
—Son tres —señaló, impresionado por su extraordinaria belleza. A pesar de sus rostros arrugados y su piel rosada, eran preciosas. Hacía tiempo que había dejado de contar las cosas que el engaño de su hermano le había arrebatado, y, en cambio, había empezado a agradecerle todo lo que le había traído: a Lali y ahora a tres hijas.
—Sí.
—Lo único que puedo decir es que menos mal que son niñas. Ni un solo heredero entre ellas.
No deseaba en absoluto que su primogénito tuviera un hermano gemelo. No quería que su heredero tuviera que pasar por lo que había pasado él. No deseaba un segundo hijo varón que perdiera el norte, como su hermano John. Peter continuaba visitándolo una vez por semana, pero siempre era difícil y decepcionante, porque John seguía convencido de que él era el heredero legítimo, y que Lali le pertenecía. Peter no tenía ni idea de cómo hacerle razonar, de cómo ayudarlo.
Curiosamente, la hermana de Lali había empezado a visitar también a John. «Me fascina —había dicho Diana en una ocasión—. Nunca es exactamente el mismo hombre.»
Tenía con él una paciencia infinita, y Peter no podía evitar preguntarse si quizá sería ella la clave de su salvación, porque su mayor deseo era recuperar al hermano al que había conocido de niño.
—Solucionaré ese contratiempo la próxima vez —le aseguró Lali.
Él se inclinó para besarla.
—Gracias por tener niñas esta vez.
—Pensaba que a los duques no les gustaba tener hijas salvo si ya tenían hijos.
—Yo soy feliz con lo que tú me des.
—La próxima vez te daré un varón.
—Si no, seguiremos intentándolo hasta que lo consigamos.
Ella se rió.
—Aunque lo consigamos, más te vale seguir intentándolo.
—Lo haré. Te lo prometo.
Y ella sabía que era una promesa que podía cumplir.
En los años que siguieron...
Se dice de Peter Lanzani, duque de Killingsworth, que ningún otro hombre luchó más diligentemente ni con mayor determinación que él por los derechos de los presos y la reforma de las prisiones.

También se dice del duque que ningún otro hombre amó tanto a su esposa y a sus hijos.

Capitulo 59

Bombonas es el Ultimoooo Capitulo de la Nove........... se nos viene el epilogo 


Peter se echó hacia atrás, sosteniéndole la cabeza, con los dedos hundidos en su pelo y la mirada fija en ella.
—Pensé que iba a volverme loco. Había planeado mi venganza, el modo de hacer sufrir a John. Entonces, tú entraste en mi vida, y lo único que quería eras tú.
Ella notó que se le tensaba el cuello y su abrazo se hacía más intenso.
—Te quiero con locura. Procuré no caer en la tentación de besarte, de hacerte el amor, de estar contigo. Mariana Alexandria Esposito Lanzani, ¿me harías el honor de seguir siendo mi esposa, de ser la madre de mis hijos y la dueña de mi corazón?
Lali notó que las lágrimas volvían a brotarle y le rodaban por las mejillas. La mirada que él le dedicó era tan sentida como sus palabras, amor puro y verdadero.
—Sí —respondió ella, la voz ronca, ahogada, y un nudo en la garganta—. Sí.
Él le cubrió la boca con la suya, como si quisiera sellar aquella palabra eternamente. La besó como si pensara que nunca más iba a poder hacerlo, como si le fuera la vida en ello, como si nunca fuera a tener suficiente, como si la amara con todo su corazón y toda su alma, como si ella fuera la razón de su existencia.
Y Lali le devolvió el beso con la misma intensidad. Lo amaba. Tenía entre sus brazos al anhelo de su corazón, todo lo que siempre había deseado: que la amaran, que cuidaran de ella, que la valoraran. Él lo era todo para ella porque ella lo era todo para él.
—¿Cómo está tu herida? —preguntó él al tiempo que le besaba el cuello por detrás de la oreja antes de pasear la lengua por el contorno de ésta.
—Completamente curada.
—Quizá debería inspeccionar la cicatriz.
Ella se recostó un poco, sonriéndole mientras él le enjugaba las lágrimas que habían empezado a secarse.
—¿Tú crees?
Él asintió solemne con la cabeza, y ella pensó que, aunque bromeara, tal vez decía en serio lo de la cicatriz.
Se levantó de encima de él, se sentó apoyada en los talones y se desabrochó el primer botón.
—Ya lo hago yo —señaló él, apartándole las manos antes de que prosiguiera la tarea.
Lali notó un leve temblor en los dedos de su marido, y recordó la primera vez.
—Has estado encerrado ocho años.
—Sí —confirmó, mirándola.
—Has pasado mucho tiempo sin una mujer.
—Siempre he estado sin una mujer.
Ella se lo quedó mirando, incrédula.
—¿Yo fui la primera?
—Y serás la última.
Lali volvió a notar aquellas lágrimas persistentes.
—No puedo creer que... te contuvieras tanto. Legalmente...
—Tenía derecho, Lali. Ya lo sé. Pero no habría sido justo para ti. No quería servirme de ti para aplacar mi lujuria. Cuando por fin me acerqué, no fue por lujuria. —Ladeó la cabeza—. Bueno, quizá un poco. No creo que un hombre pueda librarse por completo de ella.
—Lo hiciste tan bien que jamás habría pensado que nunca...
—He tenido ocho años para ponderar las posibilidades. Algún día tendré que enseñarte algunas sombras chinescas poco convencionales.
—¿Perversas?
—Sin la menor duda.
Ahora era ella quien debía ponderar las posibilidades mientras él volvía a centrarse en los botones y se los desabrochaba uno a uno. Deslizó las manos por debajo del tejido abierto y le deslizó poco a poco el camisón por los hombros hasta que éste se amontonó alrededor de sus caderas. Cerró los ojos y frunció el cejo, como si algo le doliera mucho. Cuando los abrió, Lali pudo ver que el dolor era más profundo de lo que ella imaginaba.
—Debiste haber dejado que la bala me alcanzara —repuso él, con la voz ronca de emoción. Bajó la cabeza y le besó la cicatriz del costado que señalaba la entrada de la bala, que milagrosamente no había tocado ningún órgano interno.
Ella dejó que sus dedos se perdieran entre sus cabellos y lo besó en la frente.
—¿Cómo iba a hacer algo así? Perderte habría sido mucho peor que cualquier dolor físico que haya podido sufrir.
—Si uno de los dos debía hacerlo, habría preferido ser yo.
—Precisamente por eso. Si hubieras muerto, lo habría sufrido yo.
Él la miró con los ojos entrecerrados.
—Me parece que tu argumento es un poco enrevesado.
—Procuraremos que ninguno de los dos vuelva a pasar por algo así.
—De acuerdo. Prometido. No volverás a sufrir.
Se puso de pie y se agachó para levantarla; el camisón se le deslizó por las piernas hasta el suelo. Luego él le pasó un brazo por debajo de las rodillas y la tomó en brazos.
—Puedo andar, Peter —murmuró ella al tiempo que se colgaba de su cuello y se acurrucaba más contra su pecho.
—Necesito que reserves tus energías.
—¿Por qué?
—Porque vas a necesitarlas para lo que tengo en mente.
Lo que tenía en mente era un placer absoluto que comenzó en el mismo instante en que la depositó en la cama y se desprendió de su camisón. Cuando se acercó a ella, estaba espléndido, listo y dispuesto.
Se convirtieron en una maraña de extremidades, su boca en la de ella, sus manos la acariciaban y se detenían al pasar por la herida en proceso de cicatrización.
—Ya no me duele —le informó ella cuando volvió a detenerse, como a la espera de que ella gritara de dolor.
—No quiero que vuelva a dolerte nunca.
—Pues bésame.
Le pareció verlo pensativo un instante, como si se preguntara qué tenía que ver una cosa con la otra, pero en seguida dejó de importarle. Ancló su boca en la de ella, y se besaron con pasión, con la intensidad de un hombre hambriento y de una mujer ansiosa por lo que se le había negado tanto tiempo.
Ella le acarició los hombros y la espalda. Él le besó el cuello, la barbilla, la mandíbula, saboreando el eco de sus gemidos mientras se elevaba sobre ella.
Alojado entre sus muslos, la miraba con un gesto de absoluta adoración. Ella confió en que él pudiera ver que sentía lo mismo, mientras le acariciaba las pantorrillas con la planta de los pies. Abriéndose paso con los dedos por entre su melena, le sostuvo la cabeza y le besó la frente, la nariz, los labios, la barbilla.
—Has sido un regalo inesperado, y creo que, ya que te he desenvuelto, voy a disfrutar jugando contigo.
—¿Qué vas a hacer?
Él le guiñó un ojo antes de deslizarse hacia abajo, mientras su boca dedicaba a un pecho un círculo de besos para después lanzarle un soplido de aire fresco al pezón. Ella notó que éste se arrugaba y se endurecía, irguiéndose, al tiempo que se le tensaba la zona sensible de entre sus muslos. Se arqueó un poco, apretándose contra el estómago plano de él, en busca de alivio mientras Peter la torturaba negándoselo.
Paseó la lengua por el pezón antes de rodeárselo por completo con la boca, chupándolo, acariciándolo, volviéndolo a chupar.
—Peter —lo llamó con voz ronca.
—¿Mmm?
—Ya has disfrutado bastante de tu regalo. Ven a mí para que yo pueda disfrutar de ti.
—Aún no.
Viajó hasta el otro pecho, dejando tras de sí un rastro de piel humedecida por el beso. Le dedicó las mismas atenciones que al otro mientras le recorría los costados, las caderas, los muslos, con las manos. Unas manos maravillosas, grandes.
Ella le devolvió el favor, acariciándole hasta donde llegaba: los hombros, la espalda, el pecho, los costados. Le encantaba su tacto. Crecía la tensión, la urgencia que percibía en él, aunque intentara reprimirla para ir despacio.
—Me estás volviendo loca —murmuró ella.
—Te lo mereces —respondió él, en voz baja y ronca—. Tú me produces el mismo efecto a cualquier hora del día. Te quiero tanto que me conformaría con pasar el resto de mi vida aquí contigo, en la cama.
Se deslizó un poco más y le besó el abdomen. Un poco más abajo, paseó los labios por la cara interna de sus muslos, provocándole deliciosos escalofríos en todo el cuerpo. ¿Cómo era posible que el contacto en un punto produjera sensaciones en otro? Sin embargo, así era. Constantemente.
Entonces Peter se tornó decididamente perverso y la miró con ojos ardientes de deseo justo antes de posar los labios en su parte más íntima. Paseó la lengua por ella, trazando círculos incesantes. Deslizó las manos por debajo de sus caderas y la elevó un poco con el fin de poder desencadenar en ella un placer exquisito.
Lali se agarró con fuerza a las sábanas, buscando algo a lo que anclarse, aunque él la incitaba a ascender por encima de lo mundano, a alzar el vuelo. Apretó los muslos contra los hombros de él, le recorrió la espalda con los pies y notó que sus breves gemidos aumentaban, se aceleraban...
Acto seguido lo llamaba por su nombre, le rogaba que parara, le suplicaba que siguiera, su cuerpo convulso con la fuerza de la liberación, mientras el letargo se propagaba por todo su ser como la lava fundida por la ladera. A medida que iba recuperando el aliento, se percató de que él había apoyado la mejilla en su abdomen, como si pensara que precisaba un instante para recuperarse del cataclismo que la había pillado por sorpresa.
Ella hundió los dedos en su pelo.
—Ven a mí —le susurró, sorprendida al descubrir que parecían no quedarle energías. Pero su letargo era maravilloso.
Y cuando él subió y se situó encima, descubrió sus energías renovadas. Cuando entró en ella con la seguridad nacida del amor y de la aceptación, pensó que nada en el mundo entero podía proporcionarle mayor satisfacción.
Él empezó a moverse como un hombre obsesionado, alguien con una finalidad, pensando no sólo en sí mismo sino también en ella, balanceándose, acariciando, dejando claro que no haría ese viaje solo. Con un suave gruñido, la besó y ella percibió cómo la tensión aumentaba en su interior, y también en el de ella.
Lali no esperaba un segundo ascenso, suponía que el primero la había dejado agotada, pero allí estaba, apoderándose de ella. Le clavó los dedos en los hombros, en busca de algún asidero ante la tempestad que estaba a punto de desatarse en ella, en los dos...
Y cuando por fin estalló, los hizo ascender, y descender, y volver a ascender. Notó cómo él bombeaba el semen en su interior, y cómo su cuerpo se fundía con el suyo. Cuando cesaron los espasmos, Lali pensó que jamás podría volver a moverse. Aún entre sus brazos, Peter enterró el rostro en la curva del cuello de su esposa.
Ella notó los pequeños temblores que aún lo sacudían.
—Relájate —le dijo, frotándole la espalda empapada en sudor.
—Te voy a aplastar.
—No, no me aplastas.
—Dame sólo un instante.
—Te doy toda una vida.
La risa sofocada de él sonó como si viniera de lo más profundo de un alma exhausta mientras él se tumbaba a un lado y la atraía hacia sí.
—Acepto encantado.

Capitulo 58



A medida que recuperaba fuerzas, Lali no pudo evitar darse cuenta de que su marido se mostraba muy atento a sus necesidades, pero también cauteloso al atenderlas. Le traía las comidas en una bandeja de plata, como si no tuvieran criados que pudieran hacerlo. La miraba comer como si fuera la actividad más asombrosa del mundo.
Por las tardes, la envolvía en una manta y la sacaba al jardín para que le diera el sol. Para consternación del concienzudo jardinero, Peter pasaba un rato arrancando las flores más hermosas del jardín hasta llenarle el regazo a Lali con un surtido de colores y fragancias. Luego se sentaba a su lado y la acosaba con preguntas sobre la Exposición Universal y los múltiples inventos y cambios que se habían producido durante su ausencia. Así era como había empezado a llamar al tiempo que había pasado en Pentonville; ya no era su encarcelación, ni su reclusión, ni el horrible acto de su hermano sino su ausencia. No quería que nadie supiera nunca que su hermano se había cambiado por él durante unos años. Quería que ella le hablara de todos los inventos modernos para poder seguir adelante como si nunca se hubiera ausentado.
Mientras le contaba una u otra cosa, ella misma se asombraba de lo mucho que se había progresado en ocho años.
A última hora de la tarde, él salía un momento, y aunque siempre le decía que era para encargarse de los asuntos de la finca y ella era consciente de que tenía muchas obligaciones que atender, sospechaba que iba a visitar a su hermano. Sabía que a Peter lo entristecía que su hermano estuviera apartado de la sociedad, y más aún no saber la razón por la que John se había vuelto contra él y creía ser Peter.
Además, había empezado a perseguirle la duda sobre la muerte de sus padres. El arsénico era fácil de conseguir, podía comprarse en cualquier botica, y era popular entre las damas, que lo empleaban para realzar el cutis. La ley exigía que se firmara el «registro de sustancias tóxicas» al adquirirlo, pero lo que se hacía con él después... bueno, no todo el mundo lo usaba para el cutis. Se estaba convirtiendo en el arma homicida favorita de las mujeres casadas que deseaban deshacerse de sus maridos. Peter había contratado a un hombre para que viajara por todo Londres examinando los registros de los boticarios. Se había encontrado su firma en uno de ellos, el de la compra de arsénico un mes antes de su decimoctavo cumpleaños. Como Peter jamás había comprado el veneno, supuso que, una vez más, había sido su hermano, haciéndose pasar por él.
Sin embargo, aquello sólo demostraba que John había comprado arsénico, no que lo hubiera usado. A Lali nunca le había parecido que el cutis de John lo necesitara.
Sabía que a su marido lo angustiaban sus averiguaciones, por eso estaba casi segura de que Peter pasaba algún tiempo con su hermano, intentando discernir qué lo había transformado en un hombre tan distinto, si bien aquello era una tarea imposible. Volvía a primera hora de la noche, más triste, solemne y reflexivo. Ella procuraba animarlo leyéndole fragmentos de las cartas que le enviaba Diana para contarle sus progresos en la búsqueda de un hombre que no la aburriera a los dos días.
Cuando Lali se retiraba a su dormitorio, él se reunía con ella y se limitaba a abrazarla, como si fuera algo delicado, demasiado frágil para nada más. Y hablaban.
—Quiero entender la clase de hombre que eres, lo que has soportado y cómo ha podido afectarte.
—Eres un poquito morbosa, ¿no?
—¿Te golpeaban o azotaban?
—No. No era tan malo. Bueno, los guardias te pegaban si hablabas o no te ponías el capuchón para taparte la cara. Pero tenían un castigo peor: la celda de aislamiento.
—No entiendo en qué se diferenciaba de la celda normal.
—Al menos en mi celda oía actividad. Aunque estaba solo, no me sentía solo del todo, porque sabía que había otros por allí. Los oía moverse mientras trabajaba en mi telar. En ese sentido, era afortunado. Mi trabajo consistía en tejer en mi celda todo el día.
—¿Cómo puedes considerarte afortunado por una experiencia así?
—Sobreviví. Ésa fue mi suerte. Además, de cuando en cuando, nos traían algún libro para que leyéramos. Lo peor eran las noches, porque el silencio era absoluto.
—¿Fue entonces cuando aprendiste a hacer sombras chinescas?
—Sí, en todas las celdas había luz de gas, para que pudiéramos ver cuando se hacía de noche. Hasta que pasaban los guardias para apagarlas, a las nueve, yo aprovechaba para jugar con las manos y ver qué clase de criaturas podía simular. Mis creaciones me transportaban más allá de las paredes tras las que vivía. Los elefantes de África y los camellos de Egipto. Probaba con todos los animales que conocía. Y también con personas. Sé hacer una bruja y un anciano con barba.
—No puedo ni imaginar lo solo que debías de sentirte.
—No quiero que lo imagines. No quiero que imagines nada de aquello.
Luego él le decía:
—Háblame de tu vida, de las cosas que te gustan. Quiero saberlo todo de ti.
—A ver... Mi color favorito es el rojo. Mi estación preferida, la primavera. Me gusta dar largos paseos y...
Pero a medida que fue recuperándose, una parte de ella temía que no fuera su convalecencia lo que le impedía hacerle el amor, sino la idea de que no había sido él quien la había elegido como duquesa de Killingsworth, sino su hermano, y ella era un recordatorio constante de la traición de aquél.
Las dudas la bombardeaban con frecuencia e intensidad cada vez mayores, como las olas sacudían la playa durante una fuerte tempestad. Sobre todo a última hora de la noche, cuando se preparaba para acostarse, preguntándose si su marido asumiría su papel de amante.
Sentada delante del tocador, se cepillaba el pelo distraída mientras pensaba en el lugar que ocupaba en la vida de Peter. Suponía que cualquier mujer se daría por satisfecha con la atención que él le prestaba, pero a ella le costaba conformarse con menos cuando había tenido más. Y tal vez fuera ése el origen de su creciente descontento. Lo había estado pensando mientras se daba un baño relajante, mientras Charity la ayudaba a ponerse el camisón, cuando su doncella se había ido a dormir y ella se había quedado esperando la llegada de su esposo.
El divorcio era la solución que siempre se le ocurría. Él era muy joven cuando lo encerraron. Había asistido a muy pocos bailes, a muy pocas cenas. Nunca había tenido la oportunidad de examinar a las jóvenes debutantes, ni de elegir a la que más lo atrajera. Se había casado con ella porque ella era quien se había reunido con él en el altar.
—Me prometiste que un día me concederías el privilegio de cepillarte el pelo.
Al alzar la mirada, vio el reflejo de su marido, de pie a su espalda, vestido con un camisón de seda azul, del mismo tono que sus ojos.
—No te he oído entrar —comentó ella.
—Pareces inmersa en tus pensamientos, como a menudo me reprochas a mí. Estás aquí pero no estás. ¿Dónde estabas?
—No tiene importancia —mintió ella. Al día siguiente le pediría el divorcio, pero aquella noche no. Quería pasar una noche más con él... y mientras pensaba eso, se le ocurrió que quizá se lo pediría al siguiente, o al otro. ¿Cuántos días podía posponer hacer frente a la verdad?
Peter se situó detrás de ella y, con dulzura, le quitó el cepillo de la mano.
—Todo lo que tiene que ver contigo es importante. —Le deslizó el cepillo despacio por la melena—. Recuerdo la primera vez que te vi el pelo suelto, extendido sobre la almohada de esa cama.
Ella lo observó en el espejo, la intensidad con que la miraba.
—Mi primera noche aquí, la noche de la tormenta, cuando me trajiste una taza de chocolate caliente.
—Pensé que me iba a fracturar los dedos de las manos, de tanta fuerza como me los apretaba para evitar tocarte.
—Yo quería que me tocaras.
—Pero pensabas que era otra persona.
Algo le vino a la cabeza.
—Viruela —susurró—. La primera mañana en la biblioteca, me dijiste que tenías viruela, no que habías visto huellas... de zorro.
Él se mostró notablemente avergonzado.
—Trataba de inventar una excusa convincente para no cumplir con mis deberes conyugales. Quería que entendieras que era por mí, no porque hubiera ningún problema contigo.
—Pero no tienes viruela.
—No.
—Pero buscabas un modo de evitarme.
—No de evitarte. De evitar hacerte el amor. Tenía la descabellada idea de que podría devolverte a John intacta.
Ella manifestó su entendimiento con una inclinación de la cabeza, y tragó saliva.
—En eso pensaba antes, cuando estaba absorta en mis pensamientos, en lo injusto que es para ti encontrarte de pronto casado con alguien a quien tú no has elegido.
—Mis pensamientos van por derroteros similares. Cuando se llevaban a John, tuvo el descaro de recordarme que lo habías querido a él primero.
—No. —Ella se volvió de pronto y levantó la cabeza para mirarlo—. No, ya te lo dije aquella noche en el carruaje... Tenía dudas...
Él le acarició la mejilla.
—Lo recuerdo, pero, cuando me miras, ¿ves al hombre que te pidió en matrimonio?
Lali meneó la cabeza despacio.
—No, veo al hombre del que me he enamorado.
Peter se puso de rodillas y le sujetó la cara entre sus manos grandes y fuertes.
—Ves a Peter, duque de Killingsworth.
—No, no veo un nombre ni un título, sólo veo a un hombre. Al hombre que me abrazó toda la noche sentado en un carruaje en una postura incómoda, al que intentó ocultar el llanto por la pérdida de sus padres, al que llevó a un niño de viaje por las sombras de la selva africana y del desierto egipcio, al que arriesgó su vida por salvar a otros de una tempestad, al hombre al que su hermano trató insufriblemente mal pero que aun así quiere ayudarlo, al hombre cuya esposa lo traicionó pero él continúa leyéndole en el jardín. Siento haber dudado de tu nombre, pero, por favor, créeme cuando te digo que jamás he dudado de mis sentimientos por ti. Te quiero más que a nada en este mundo.
—Ay, Lali —dijo él, apretándola contra su pecho, bajándola de la silla y sentándola en su regazo—. No imaginas lo insoportable que es no sentir el amor, estar incomunicado y solo, con la única compañía de tus pensamientos.

—Y de las sombras chinescas.

Capitulo 57



Frambuesas.
Lali llevaba ya varios días balbuceando algo sobre la bendita fruta.
Peter sintió que los dedos de su mujer se relajaban entre su pelo y, al levantar la mirada, descubrió que había vuelto a dormirse. Al menos, había estado despierta un instante. Quizá al día siguiente se mantendría despierta unos minutos más.
Pentonville le había parecido un infierno, pero no era nada comparado con la agonía de los últimos tres días. Nunca se había sentido tan impotente. Al darse cuenta de lo que había hecho ella, de lo que había hecho John y ver el charco de sangre junto el cuerpo de su esposa... una emoción que era incapaz de describir le había brotado de dentro, y esperaba no tener que sentirla nunca más. Pánico frío y despiadado. Y, cuando había pasado...
Cuando se apartaba sigiloso de ella, descubrió que estaba despierta otra vez, mirándolo, con los ojos despejados, el hoyuelo diminuto visible y un esbozo de esa sonrisa que él pensaba que no volvería a ver jamás.
—Tarta de frambuesas —dijo ella en voz baja.
Él sonrió y se acercó.
—¿Quieres que le pida a la señora Cuddleworthy que te haga una?
—No, así es como puedes demostrar que tú eres Peter, duque de Killingsworth.
—¿Cómo dices?
—La primera mañana que estuve aquí, la cocinera me dijo que, de pequeño, a lord Peter le encantaba la tarta de frambuesas.
—Sí, es cierto.
—A John no le gustan. No sé cómo no me he acordado antes...
—Lali, cariño, ya no importa.
—Sí importa. Tú eres el duque, y es muy fácil demostrarlo.
—Con una tarta de frambuesas.
Su hoyuelo se acentuó.
—Muy fácil —dijo, agotada, con ojos amorosos, no febriles.
Él se llevó sus manos a los labios y las mantuvo allí. De modo que, aun presa de la fiebre y en pugna por curarse, había estado soñando con salvarlo una vez más.
—Es aún más fácil que eso —le respondió él—. No tengo más que ser Peter, duque de Killingsworth.
—No lo entiendo. ¿Y así cómo pruebas que...?
—Lali, me he dado cuenta de que no tengo que demostrar quién soy. Ya no. Cuando John te disparó —meneó la cabeza intentando no recordar la sangre que le había empapado la ropa al cogerla en brazos y el pánico que había sentido—, cuando te lanzaste delante de mí, cuando te vi en el suelo, por primera vez desde que me fugué de Pentonville, me convertí de verdad en el duque de Killingsworth. No iba a permitir que nadie en el mundo entero se interpusiera entre yo y lo que debía hacer para salvarte.
—Te oí —susurró ella asombrada—. En el mausoleo. Y pensé: «Quienquiera que ha hablado, ése es el duque».
Peter le sonrió.
—Nadie cuestionó mis órdenes. Ni siquiera cuando les pedí que sujetaran a John.
Una mirada de preocupación le recorrió el rostro.
—¿Dónde está ahora?
Él le apartó los mechones de pelo de la frente.
—Donde ya no puede volver a hacernos daño ni a mí ni a los míos.
—¿Dónde? —insistió ella.
—Hay un psiquiátrico en el campo, no muy lejos de aquí. Pedí que lo llevaran allí. No está en su sano juicio, Lali. A veces me parece que realmente cree ser yo.
—¿Y cómo ha podido volverse...?
Él le selló los labios con el pulgar.
—No lo sé. No sé si alguna vez sabremos la verdad sobre John Lanzani.
Lo que sí sabía era que las últimas palabras de John mientras se lo llevaban aún lo torturaban. «¡Me quiso primero a mí!», le había gritado. Peter le había respondido como un niño provocado por un bravucón.
—Pero es a mí a quien quiere ahora.

Cuando ella se recuperara, pondría a prueba su amor... y el propio.