domingo, 30 de junio de 2013

Capitulo 3


Hola chicas perdon por no subir pero ando con miles de cosas y no me daba el tiempo, ahora les subo rapidito ya que tengo que hacer una carta para un restaurant y mis ideas mueren bueno espero que les Guste COMENTEN.



Capítulo 3

Llegado por fin el momento, Lali Esposito deseó que no fuera así. Un desafortunado descubrimiento que apenas podía conciliar con la emoción que había sentido la noche anterior, mientras se preparaba para acostarse. Durante meses, había esperado ansiosa su boda con el duque de Killingsworth. El problema era que ya no estaba segura de querer casarse. Insólito pero cierto.
Con un suspiro, se miró en el espejo móvil de cuerpo entero mientras su doncella revoloteaba a su alrededor como una mariposa que no lograra decidir dónde posarse, retocando el pelo castaño oscuro de Lali, ajustando la corona de flores de azahar que sostenía el velo de encaje, comentando entre risitas lo preciosa que estaba en el día más especial de todos.
Lali no podía negar que era un día especial, y precisamente por eso se le hacía raro sentirse de pronto tan llena de dudas. El compromiso y la boda eran la comidilla de todo Londres: cómo ella, la hija de un terrateniente sin título, había logrado pescar al soltero más codiciado —y con el título más interesante— de toda la nobleza. Chismorreaban sobre su romance como si ella hubiera hecho algo especial, pero por su vida que no recordaba haber hecho otra cosa que sonreír al duque y mantener con él conversaciones que, en general, parecían agradarle.
Se sentía atraída por Killingsworth, pero ¿qué sabía verdaderamente de él? Que se le daban muy bien las charadas, que era un excelente bailarín, y que le encantaba dar largos paseos. Ah, sí, y que era guapísimo. No es que pensara que una cara bonita fuera requisito indispensable en la elección de marido, pero sin duda no estaba de más que su prometido fuera agradable de mirar.
Tenía unos asombrosos ojos azules y, aunque rara vez brillaba en ellos la alegría, porque era decididamente un individuo serio, la hacían sentirse especial cuando la miraban con tanta intensidad que a menudo se sonrojaba bajo su escrutinio. Jamás revelaba lo que estaba pensando en momentos como aquél, como si lo avergonzaran sus propios pensamientos, y ella se preguntaba con frecuencia si estarían pensando lo mismo: cómo sería su primer beso de verdad.
Él era tan correcto, que nunca le besaba más que la mano enguantada, ni siquiera después de haber pedido aquella misma mano en matrimonio. Sin embargo, esa noche... bueno, esa noche muy posiblemente la besara bastante más, sin que ningún tejido se interpusiera entre los labios de él y su piel.
La idea de semejante intimidad la acaloró, y se preguntó si sería ése el motivo de su inquietud: ser consciente de que pronto mantendría un contacto embarazosamente íntimo con un hombre que le gustaba muchísimo pero al que no amaba. ¿El amor no debía ser absorbente?
Como es lógico, había pensado en su boda en todo momento de cada día durante los últimos seis meses, pero no había pensado en su prometido.
Había pensado en vestidos largos, en enaguas, en velos, en invitaciones y en su ajuar. Había estado tan ocupada con los detalles de la boda que apenas había dedicado un instante a los pormenores de su matrimonio o de su noche de bodas. Ahora que el momento que tanto había organizado por fin llegaba, le parecía demasiado pronto, sin que estuviera totalmente preparada para tan importante paso. La verdad era que se sentía aterrada
- Mariana, deja ya de fruncir tanto el cejo, se te va a caer el velo —la reprendió su madre, de pie a un lado, con las manos apoyadas en las amplias caderas que tan útiles le habían resultado para dar a luz a sus dos hijas, y los pies separados como los de un capitán de barco convencido de que no hay quien se atreva a desobedecerle—. Tu padre ha pagado una suma principesca por tu atuendo. El vestido y el velo se parecen mucho a los que llevaba la reina Victoria el día que contrajo matrimonio con su adorable Alberto.
La veneración de su madre por la reina resultaba a veces irritante. Como si Gran Bretaña nunca antes hubiera tenido una reina. Además, todos los maridos le parecían adorables menos el suyo.
—Todo está perfecto, mamá, y agradezco el gasto que papá ha hecho para que este día sea memorable. Lo que pasa es que... —se interrumpió, pero demasiado tarde.
—Suéltalo ya, niña.
Lali intentó respirar hondo, pero el corsé de ballenas le impedía hasta la más mínima inspiración. Soltó dos suspiros diminutos antes de confesar:
—Tengo dudas sobre la boda.
—Pero si has elegido unas flores y unos lazos preciosos —espetó su hermana, de diecisiete años, de pie junto a ella.
—Diana, no hablo de los detalles decorativos, sino de la boda en sí, del intercambio de votos, de convertirme en esposa.
Su madre saltó un bufido nada femenino, más propio de su origen ordinario que de su presente estatus social.
—Un poco tarde para eso, hija.
Lali había esperado un consejo algo más instructivo. Después de todo, su madre tenía mucha más experiencia con los hombres, el matrimonio y... los deberes conyugales.
—Mamá, he estado tan ocupada preparando la boda que no he tenido tiempo de prepararme para el matrimonio. No estoy segura de amar a ese hombre. —Esa confesión sonaba horrible, de modo que la corrigió inmediatamente—. O al menos no tanto como debería.
Apartando a la doncella, su madre se acercó y empezó a estirarle el vestido aquí y allá como si creyera que ahuecándoselo un poco podría corregir también las arrugas de preocupación del rostro de su hija.
—El amor está muy sobre valorado —dijo al fin—. Lo mejor que una mujer puede esperar de un hombre es que sea bueno, generoso con las asignaciones para gastos, y que acabe deprisa con sus obligaciones maritales en la cama.
Por el espejo, Lali vio cómo Diana se quedaba boquiabierta ante la inesperada vulgaridad de su madre. Al igual que su hermana, Lali sabía que no se habla de lo que sucede entre un hombre y una mujer bajo las sábanas, al menos no tan alto como para que alguien pueda oírlo.
Lali cerró inmediatamente la boca, luego se humedeció los labios y se atrevió a decir lo que ella y sus amigas solían comentar:
—Creía que el acto del matrimonio duraba toda la noche.
—Cielo santo, no. Si la dama tiene suerte, su marido habrá terminado en menos de diez minutos.
—¿Y si no la tiene?
—Entonces se convierte en una cuestión de aguante. De todas formas, tu duque parece un hombre de lo más viril. Estoy segura de que no le costará acabar pronto con el asunto, de modo que no veo razón alguna para preocuparse por adelantado. —Su madre empezó luego a abanicarse la cara con las manos, como si de pronto se hubiera acalorado y necesitara refrescarse—. Ay, no debería hablar de asuntos tan personales.
—Claro que sí —dijo Lali, volviéndose para mirar a su madre—. No estoy segura de lo que debo esperar. Tengo una vaga idea, pero no sé con exactitud qué es lo que sucede entre un hombre y una mujer cuando ya están casados y se apagan las luces.
La mujer empezó a abanicarse con mayor energía.
—Es algo demasiado íntimo como para hablar de ello.
—Estupendo. Ahora estoy aterrada ante la perspectiva de experimentar algo de lo que ni siquiera una madre puede hablar a su hija.
La mujer dejó de mover las manos y frunció el cejo mientras estudiaba a su primogénita durante lo que pareció una eternidad. Por fin, le acarició la mejilla. Su sonrisa era casi triste.
—No tardarás en saber de qué se trata, pero te aseguro que no hay motivo para asustarse. El acto no es más que un impedimento para que te duermas tan pronto como quisieras.
—¿Duele?
—Sólo un poco y sólo la primera vez, o la primera y la segunda, hasta que el cuerpo de la mujer aprende a alojar al del hombre.
—Quizá debería haber una escuela para esas cosas —intervino de pronto Diana.
—Diana... —suspiró la madre.
—La verdad, mamá, si el cuerpo debe «aprender», lo mejor es una escuela, ¿no? ¿Y si el cuerpo de una mujer no aprende a alojar el del hombre? ¿Y qué es lo que hay que alojar?
Lali se esforzó por no reírse de la provocación de su hermana, mientras las mejillas de su madre se encendían.
—No me siento nada cómoda hablando de este tema. Después de todo, yo lo hago con vuestro padre, y es un asunto muy íntimo. Estoy convencida de que el duque lo convertirá en algo de lo más placentero.
—Pero ¿me ama? —preguntó Lali, volviendo al lado serio de sus preocupaciones.
—Estoy segura de que te tiene mucho cariño.
—Pero el cariño no es amor.
—Intenta tener amor sin cariño, hija. Descubrirás que no funciona.

jueves, 27 de junio de 2013

Capitulo 2


Hola chicas perdon por no subir pero estoy a full con la U y no se cuando les vuelva a subir, pasa que mi compu no funciona y no se cuando la arregle ahora estoy de la compu de mi hermana espero poder subir mañana otra cosa, vieron Aliados yo  si les juro que me encanto esta muy buena la trama todo ya espero con ansias el Websodio 2 y el cap 2 bueno chicas COMENTEN Besos 




Señaló la chapa de bronce de la pechera de su camisa, que pronto sería de su hermano.
—En prisión, se pierde el nombre. Sin nombre, no eres nada. Nada. Sólo un número. El preso D3-10. El del corredor D, galería tres, celda diez. Y ahora, ese preso ha desaparecido.
»¿Vendrá a avisarte el celador al que has sobornado, porque seguro que le has pagado a alguien para lograr tu propósito, o huirá por temor a que lo descubran? En cualquier caso, no me preocupa: estarás en Pentonville antes de que amanezca, con esto puesto en la cabeza —añadió agitando el capuchón.
»Sé lo que estás pensando, que sabrán que eres tú y no yo. —Rió por primera vez en años, pero su risa carecía de entusiasmo o alegría, y se preguntó si le produciría a su hermano el mismo escalofrío que a él; si estaba más cerca de la locura de lo que pensaba—. Es lo bueno de mi plan. No se darán cuenta porque no saben qué aspecto tengo. No saben si esta mañana llevaba pelo largo o barba, porque el único momento en que los presos no llevan capuchón es cuando están en la celda, solos. Solos, siempre solos. Trabajamos en nuestra celda, dormimos en nuestra celda, comemos en nuestra celda.
»El nuevo sistema de reclusión individual que Inglaterra ha adoptado para la reforma de los delincuentes es un auténtico infierno, John. Pronto serás testigo de su inhumanidad. Ni siquiera cuando nos dejan pasear por el patio con el capuchón puesto se nos permite hablar. La segregación y el aislamiento están al orden del día, y así deben seguir. ¿Sabes lo que es no poder compartir una broma, una preocupación, un miedo, una sonrisa, una carcajada?
»Te regalo lo que he aprendido con mi experiencia: ponte el capuchón y calla. Ni te molestes en decirles que no deberías estar allí. No te escucharán. No les digas que ha sido un error. Te ignorarán.
»Sólo se te permite hacer uso de la voz para cantar himnos en la capilla todos los días. He visto a hombres emocionarse por poder al menos cantar.
Peter miró la odiada capucha, del mismo color que su túnica y sus pantalones. Había conseguido escapar mientras estaba en la capilla. Los bancos eran cubículos de altas paredes con un preso en cada uno. Una noche, mientras rezaba, Peter observó que, cuando bajaba la cabeza, ya no veía a los guardias y, por lógica, ellos tampoco lo veían a él. En aquellos instantes, se volvía invisible. Durante semanas, con paciencia había dedicado ese tiempo a soltar las tablillas del suelo de su cubículo. Finalmente, había logrado por fin quitar suficientes tablillas como para abrir un pequeño agujero por el que colarse. Ese mismo día, había reptado por debajo de la capilla hasta llegar al edificio principal. Allí, un estrecho orificio de ventilación lo había conducido al exterior, a su libertad.
Miró a John y volvió a agitar el capuchón.
—Tendrás que llevarlo, hermano, porque si no te azotarán hasta que te lo pongas. Entonces te lo pondrás para ocultar la vergüenza de la paliza. Estarás completamente solo mientras te preguntas cuándo iré a buscarte.
»Ten por seguro que lo haré en cuanto encuentre el modo de demostrar que yo soy Peter y tú eres John. Reza para que eso ocurra pronto.
Llamaron a la puerta. El corazón le golpeó las costillas con una intensidad casi dolorosa. Su hermano se esforzó de verdad por romper los nudos que lo amarraban a la cama; el pañuelo sofocaba sus gritos de socorro. Para silenciarlo aún más, Peter le quitó la almohada de debajo de la cabeza, se la puso en la cara y corrió las gruesas cortinas de terciopelo que colgaban del dosel.
Se acercó a la puerta y habló a través de ella.
—Estoy indispuesto. ¿Qué ocurre?
—Lamento molestarlo, señoría, pero acaba de llegar un tal Matthews y parece muy agitado. Insiste en que debe verlo inmediatamente por un asunto urgente relacionado con la prisión de Pentonville. Se obstina en...
—Dile a Matthews que me reuniré con él en la entrada de servicio, y encárgate de que no haya ningún criado rondando por esa zona de la casa.
—Todos los criados duermen ya.
Salvo el hombre que había ante su puerta. Bien.
—Entonces, dale mi recado a Matthews y acuéstate tú también.
—Sí, señoría.
Oyó alejarse los pasos del mayordomo. Volvió a la cama, corrió las cortinas, apartó la almohada de un tirón, miró a su hermano y sonrió.
—Por lo visto, John, tienes un fiel aliado en Matthews. ¿Cuánto tuviste que pagarle para que al preso D3-10 jamás se le concediera la libertad?
Mientras miraba a su hermano, por un momento, estuvo a punto de cambiar de opinión, de decirle: «Vamos a hablar y a solucionar esto. Soy el heredero legítimo, pero cuidaré de ti. Siempre pensé en ocuparme de tus necesidades sin cuestionarlas».
Pero en ese momento se vio en el espejo. John le había arrebatado ocho años de su vida. No tenía intención de ser tan cruel, de dejar que su hermano se pudriera en el infierno tanto tiempo, pero unas semanas no le vendrían mal.


Varias horas más tarde, Peter se despertó sobresaltado y desorientado. La cama era demasiado blanda, la habitación demasiado grande. Poco a poco, empezó a recordar. Se había fugado. Se había ocultado en las sombras e introducido furtivamente en la casa. Había encontrado a John dormido, confiado.
El celador había venido poco después de medianoche a comunicarle al duque que el preso D3-10 había escapado. El fuerte puñetazo con que había dejado inconsciente a John le había servido para aplacar su ira en aquel momento, pero ahora, la furia que había estado enconándose en su interior lo revolvía de nuevo, por más que se esforzara en aplastarla. Había sucumbido a ella la noche anterior, se había servido de ella para ejecutar su venganza.
Siempre había pensado que ésta sería dulce. Le sorprendió encontrarla amarga. Se sacudió la culpa. Le había dado a John su merecido. Era justo, y no se obsesionaría pensando en las medidas que había tomado, aunque la crueldad de su hermano se hubiese encargado de condenarlo, por partida doble.
Tumbado, inmóvil, escuchó su propia respiración acelerada, el vibrante latido de su corazón en las sienes. Después oyó el melodioso canto de una alondra fuera, en la ventana. ¿Sería eso lo que lo había despertado?
Relajando sus tensos músculos, inspiró profundamente, una fragancia tan pura que, de haber sido un hombre sentimental, podría haber llorado. Pero, por desgracia, lo habían despojado brutalmente de cualquier tendencia al sentimentalismo que pudiera haber llegado a albergar.
Aun así, apreciaba el aroma a limpio y la comodidad del blando colchón de plumas sobre el que reposaba su espalda. Aquella noche disfrutaría del tacto de la piel suave y cálida de una mujer bajo su cuerpo. Se permitiría todos los vicios que le habían negado injustamente los ardides de su hermano. Ése era un aspecto de aquella insostenible situación que lo atormentaba.
¿Había hecho algo para merecer el abusivo trato de John? No había cometido ningún delito, ni había hecho daño a nadie. Había ido a la escuela y había estudiado mucho. Había aprendido modales, etiqueta y protocolo. Se había preparado para ocupar el lugar de su padre cuando éste falleciera —algo que suponía que tardaría mucho en suceder—, pero hasta ese momento había atendido sus obligaciones y responsabilidades con el decoro propio del heredero.
Un primogénito ejemplar. ¿Habría sido su empeño en satisfacer a sus padres lo que había puesto a John en su contra? ¿O era sólo por haber nacido antes? No lo había decidido él. De hecho, había decidido pocas cosas en su vida. Se le habían impuesto obligaciones, y el deber le exigía su aceptación y su cumplimiento ineludibles, sin evasivas.
A pesar de todo, aquel injusto castigo lo había colocado en la desagradable tesitura de tener que demostrar quién era y de tomar medidas que le garantizaran el ducado. No dudaba de que John intentaría usurparle de nuevo el título mediante alguna clase de traición, pero la próxima vez estaría preparado. No volvería a pillarlo desprevenido.
Distendió los músculos, disfrutando la extraordinaria sensación de la seda en contacto con su piel; se puso las manos en la nuca y contempló el dosel suspendido sobre su cama mientras los primeros rayos de sol se colaban en el dormitorio. Había dejado descorridas las cortinas de la ventana y las del dosel. No quería perderse nada. Tenía previsto darse algunos caprichos en su primer día y su primera noche como duque de Killingsworth: un humeante baño con jabón de sándalo seguido de un enérgico masaje de paños calientes por todo el cuerpo; ropa limpia; un copioso desayuno mientras leía el Times; una tranquila excursión por Londres; un brioso paseo a caballo por Hyde Park; una escapada en carruaje; otra comida; otro baño; más ropa limpia; y luego una noche de disipación para celebrar su recién adquirida libertad. Una botella del mejor vino, un puro, quizá una partida de cartas, y una mujer; hermosa, de curvas voluptuosas y cabello sedoso. Por fin sabría lo que era introducirse por completo en una, perderse en su calor y su suavidad mientras su cuerpo alcanzaba el alivio.
Aquella noche lo tendría todo después de tanto tiempo de privación. La tomaría una y otra vez hasta sentirse satisfecho, exhausto, incapaz de moverse.
Haría lo mismo la noche siguiente. Y la otra. Debía recuperar la juventud perdida. Luego se ocuparía de su ducado, pero primero lo haría de su hombría.
Por un instante, cuando le había llevado a Matthews a su hermano inconsciente, había temido que se descubrieran sus planes. El guardia sólo lo había reconocido como el hombre que le había pagado. El miedo de Matthews se había puesto de manifiesto al balbucear sus sinceras disculpas por la fuga del preso, y Peter se había quedado pensando si aquel hombre se habría convertido en secuaz de John por algo más que unas monedas. Matthews se había mostrado más que dispuesto a aceptar la explicación de Peter de que el preso había ido a su casa para hacerle daño, y que debía llevarlo de nuevo a Pentonville y devolverlo a su estado anterior: el de un preso sin promesa de libertad.
Sintió que la culpa enturbiaba de nuevo la alegría de la mañana, y trató de no pensar en ello. Por egoísta que pareciera, nadie lo privaría de aquel día. Lo merecía: beber, pasar la noche con mujeres y saciar por fin los apetitos de su cuerpo. Mientras mantuviera la boca cerrada y la capucha puesta, John sobreviviría perfectamente hasta que Peter decidiera la mejor manera de demostrar la verdad de lo ocurrido.
Se abrió la puerta que llevaba del baño al dormitorio, y Peter contuvo la respiración. No había tardado en llegarle la siguiente prueba. Una vez, había formulado la teoría de que los criados no miran verdaderamente a sus amos, sino que desvían o bajan la vista. Si su teoría resultaba ser cierta, le iría bien, de lo contrario... bueno, tendría preocupaciones mayores.
El criado entró sigilosamente en la habitación. Era su ayuda de cámara, o mejor dicho el de su hermano, y de pronto se dio cuenta de que estaba en un pequeño apuro, porque no reconocía a aquel hombre. Era alto, delgado y de buen porte, y aunque parecía bastante joven, era algo calvo, y en la coronilla se le reflejaba el sol que inundaba la habitación.
Peter había esperado que Edwards, en su día su fiel criado, siguiera sirviendo a su hermano, pero pensándolo bien era lógico que lo hubiera despedido. El hombre podría haber detectado sutiles diferencias en el heredero y, aunque seguramente habría callado sus sospechas, debía de ser un riesgo que John no estaba dispuesto a asumir.
Aquel ayuda de cámara desconocido quizá advirtiera leves diferencias entre el duque de ayer y el de hoy; por ejemplo, que el de hoy no tenía ni idea de cómo se llamaba.
—Buenos días, señor —dijo el hombre mientras cruzaba la habitación.
—Buenos días —refunfuñó Robert. Su tono era indeciso, inseguro, en absoluto el que solía emplear un hombre al mando, un hombre al que se trataba con respeto aunque sólo fuera por su rango.
El criado se detuvo de pronto en el centro de la habitación, como consciente de que ocurría algo. Miró la cama (no tanto al hombre que yacía en ella), las ventanas, e inmediatamente después las paredes, el techo y el suelo. Peter se preguntó si, como él, tendría la sensación de que el dormitorio se le echaba encima. Se mordió la lengua y guardó silencio.
—No estoy acostumbrado a ver las cortinas ya corridas —aclaró el criado—. Debe de estar deseando empezar el día.
—Ciertamente. —No le costaba admitirlo. Era la primera vez en años que, al despertar, había ansiado empezar el día cuanto antes.
—He pedido que le preparen el baño. —El hombre se dirigió al armario, abrió las puertas, y empezó a reunir prendas.
Peter contempló la posibilidad de quedarse en la cama un poco más, incluso de que le sirvieran allí el desayuno, pero la cantidad de comida que tenía previsto ingerir la cogería mejor desde un aparador. Salió de la cama. De pie, con un camisón de dormir que había sacado de un cajón y descalzo, se sintió de pronto vulnerable.
El criado aún no lo había mirado bien, y cuando lo hiciera... ya sería el duque. Cerró los ojos y recordó la voz autoritaria de su padre. Con él, nunca había la menor duda de quién estaba al mando, ni siquiera antes de heredar el ducado de su propio padre. Era un hombre seguro de sí mismo. Peter tan sólo debía seguir el ejemplo y las enseñanzas de su progenitor. Sintió que la calma lo invadía. Podía hacerlo. Lo haría. Abrió los ojos.
—Me gustaría dar un paseo a caballo por el parque esta mañana —dijo—. Encárgate de que me preparen el caballo.
El hombre se volvió ligeramente, con el cejo tan fruncido que parecía que la calva se le fuese hacia la frente, y Peter pudo ver en seguida que no se atrevía a hablar.
—¿Qué ocurre? —espetó impaciente, como solía mostrarse su padre cuando un sirviente tardaba en responder.
—Con el debido respeto, señoría, no estoy seguro de que le quede tiempo para dar un paseo a caballo esta mañana.
—¿Y cómo es eso? ¿Acaso tengo algún compromiso ineludible?
—Sólo su boda, señoría.

martes, 25 de junio de 2013

Capitulo 1



Hola chicas bienvenidas a las Nuevas Lectoras Angie y Abril y obio a Marines que siempre esta pendiente, espero que les guste la Nove y que la COMENTEN besos nos estamos leyendo mañana...aa y esta nove es una Adaptacion... 
 



Londres, 1852

Peter Lanzani contempló un rostro que llevaba ocho largos años sin ver.
Un rostro que apenas reconocía. La última vez que lo había mirado, no había visto más que el semblante inmaculado de una vida sin estrenar, unos rasgos que carecían de arrugas, de carácter y de profundidad. Una cara sobre la que no se había escrito, y que ahora, por desgracia, narraba una increíble historia de inconcebible crueldad.
Las patas de gallo y las arrugas de expresión eran fruto de la agonía, una angustia no necesariamente provocada por el malestar físico, sino más bien por el trastorno emocional, que puede grabarse con la misma o mayor intensidad, y dejar bien visible su sello para cualquiera que se atreva a mirar. En efecto, el tormento físico y psíquico sufrido eran tan evidentes como el paso del tiempo.
La oscura barba que un día fuera tan suave como la pelusilla de un recién nacido, se veía ahora gruesa, áspera y descuidada. Su pálida piel parecía casi enfermiza, pero ¿cómo iba a ser de otro modo si llevaba años sin que le tocase el sol?
Esa palidez malsana podía suponerle un pequeño problema.
Sin embargo, mientras estudiaba aquel semblante que tenía ante sí, Peter  decidió que eran los ojos lo que más lo impresionaba. No el color, de un azul como el de un cielo justo antes de que el atardecer dé paso a la noche. No, el color seguía siendo exactamente como lo recordaba, pero lo que podía verse en ellos había cambiado notablemente.
Reflejaban las consecuencias de una traición devastadora. También eso podía suponerle un problema, porque un hombre no puede ocultar lo que revelan sus ojos. Al menos, un hombre bueno no.
Peter apartó la vista del espejo donde se reflejaba el hombre al que había sujetado a la cama con cintas de seda tomadas de varios camisones que colgaban del armario. Los ojos de aquel hombre eran del mismo azul intenso que los suyos, pero en ellos ardía una mezcla de furia y odio. Se preguntó por qué nunca antes había detectado en él aquellos sentimientos.
Había tenido ocasión de mirarlo a los ojos durante los primeros dieciocho años de su vida. Seguramente, en alguna de aquellas miradas, había tenido que descubrir al monstruo que ocultaban.
—¿Por qué, John? —preguntó, con la voz rota de no usarla durante los años en los que no se le había permitido hablar—. ¿Por qué me encerraste? ¿Qué hice para merecer tamaña injusticia?
El pañuelo con sus iníciales bordadas que le había metido en la boca le impedía hacer otra cosa que gruñir, y aunque fuera un poco injusto, no quería arriesgarse a que gritara y despertara al servicio. Además, dudaba de que John fuera a proporcionarle una respuesta veraz.
No obstante, las preguntas habían atormentado a Peter  durante más de tres mil días: mientras recorría nervioso su celda, cuando yacía en el catre, al oír los gritos de los hombres que sucumbían a la tentadora y enloquecedora promesa de libertad.
Le aterraba recordar la frecuencia con que él mismo había estado a punto de rendirse a la locura. Pero había logrado escapar, y allí estaba por fin, haciendo frente a un rival que no sabía que lo fuera hasta que fue demasiado tarde, y con sólo una vaga idea de qué haría para recuperar lo que le habían arrebatado.
No podía negar que John siempre había sido un libertino, que disfrutaba de su propia perversidad, y cuyas transgresiones se toleraban como bromas inofensivas. En su juventud, los había engañado a todos, pero a Peter  no le consolaba no ser el único que lo había juzgado mal.
Deseaba sentir deleite ante la lucha de su cautivo por librarse de los lazos que lo mantenían atado a los cuatro postes de la magnífica cama en la que había nacido, pero lo único que experimentaba era un profundo desasosiego. Como si pudiese contemplar su propia alma y la encontrara marchita y vacía, totalmente desprovista de valor.
—Pensaba que éramos algo más que hermanos. Creía que éramos amigos. Compartíamos confidencias. Te habría confiado mi vida. Más aún, con gusto habría sacrificado... —Inspiró con fuerza, apretando los dientes, y se volvió, casi incapaz de soportar aquel inmenso dolor. Había querido a su hermano (aún lo quería, del modo en que sólo se quieren los hermanos), y ese mismo amor incondicional hacía más dolorosa la traición.
Si no podía confiar en John, ¿de quién iba a fiarse?
Por un momento, agradeció que sus padres ya no vivieran, porque así nunca sabrían la verdad de lo sucedido, pero su gratitud era fugaz, como la vida, y sólo deseaba poder regresar a los maravillosos días de su juventud, cuando toda su preocupación consistía en satisfacer las elevadas expectativas de su padre, algo que había logrado con asombrosa regularidad.
Si pensaba demasiado en sus actuales circunstancias, empezaba a sentirse desorientado, perdía el norte. La recuperación de lo que le correspondía por derecho era crucial, no sólo a nivel personal sino también patrimonial. No podía desentenderse de lo que, a ojos del deber, del honor y de los que lo habían precedido, era su obligación enmendar sin cejar en su empeño. Se lo debía al pasado, y también al futuro.
Impulsado por una energía que ignoraba poseer hasta que se lo habían robado todo, se concentró en la tarea que tenía por delante, consciente de que debía ejecutarla cuanto antes.
—Deja de revolverte, John. Así sólo conseguirás hacerte daño. Confía en el consejo que te doy, fruto de la experiencia: no conviene que estés debilitado cuando recibas tu justa recompensa. Te aseguro que tengo previsto dispensarte algo más de compasión que tú a mí, pero debo tomar medidas para proteger mi persona, mi patrimonio y a mis herederos.
Meneó la cabeza con una mezcla de tristeza e incredulidad. Después de tanto tiempo, aún no alcanzaba a comprender cómo había sucedido todo aquello.
—No me explico cómo lograste llevar a buen término tu engaño. ¿Cuánto tiempo estuviste maquinando deshacerte de mí y ocupar mi lugar? Sólo la planificación debió de resultarte muy dificultosa, con tan numerosos detalles. Casi admiro tu astucia.
Peter dejó el espejo en la mesilla de noche, apoyado en una pila de libros que su hermano sin duda debía de haber disfrutado leyendo antes de dormirse; ambos deleites —el de leer el libro que le apeteciera y el de descansar tranquilo— pronto se le negarían, igual que muchos otros placeres.
Ajustó el ángulo del espejo para poder verse bien desde la silla de respaldo alto forrada de terciopelo color vino, que había acercado a la cama. Se preguntaba en qué momento se había modernizado la casa con la iluminación de gas, y qué otros cambios encontraría. Resultaba desconcertante darse cuenta de que la vida había continuado como si no pasara nada. Un instante después, lo consoló el mismo pensamiento, porque significaba que volvería a suceder: la vida continuaría sin que nadie, salvo los dos hermanos gemelos, se percatara del increíble cambio que había tenido lugar.
Con unas tijeras que encontró en el vestidor, junto a su dormitorio, se cortó las guedejas morenas siguiendo el contorno de las orejas y la nuca.
—Ni un piojo —murmuró—. Después de todo, ésa es la finalidad del aislamiento, supongo. Un hombre aislado no puede contagiar enfermedades, ni rebeldía. Tiene sus ventajas.
Además de un sinfín de desventajas que pocos hombres podían soportar mucho tiempo. Aún lo asombraba que él hubiera logrado mantener la cordura. No quería ni pensar que quizá no hubiera sido así, que su fuga fuera sólo una compleja ilusión y que, al despertar, descubriera que seguía siendo el preso del corredor D, galería tres, celda diez.
Se obligó a apartar de su mente aquellos pensamientos perturbadores y, concentrándose en lo que sabía que era real, se miró al espejo y estudió sus mechones recortados. El corte de pelo estaba lejos de ser perfecto, pero eso no lo inquietaba. Le pediría a su asistente que se lo retocara por la mañana. Dudaba que el criado dijera nada si el cabello de su señor le parecía más rebelde de lo habitual.
Después de todo, no se cuestionaba a un duque.
A continuación,Peter  usó las tijeras para recortarse la larga barba hasta dejarla manejable, luego cogió el cuenco de afeitar, batió en él la brocha y empezó a aplicarse generosamente el espumoso jabón. Al inhalar su fragancia, recordó la primera vez que su asistente lo había afeitado, ante la mirada orgullosa de su padre.
—Estás a punto de convertirte en un joven caballero —le había dicho.Peter  había escuchado las palabras de su padre no con vanidad, sino con la tranquilidad del que se sabe merecedor de dicha consideración.
No recordaba que su padre le hubiera dicho lo mismo a John en su primer afeitado. Tal vez ése fuera el origen del problema. John siempre había sido el segundo: el segundo en nacer, el segundo a los ojos de su padre, el segundo en la línea hereditaria.
Peter escudriñó a su hermano menor, menor por menos de un cuarto de hora, y aun así nacido no sólo un día más tarde sino en un año distinto:Peter  había venido al mundo antes de la medianoche del 31 de diciembre, mientras que John había llegado el primer día del nuevo año. Sin embargo, en materia de primogenitura, los minutos contaban tanto como los años.
—No puedo decir que me entusiasmen tus patillas, tan largas y pobladas. ¿Son la última moda o es que sigues siendo un granuja que hace las cosas a su manera sin importarle si son o no de recibo? —Se inclinó sobre él y añadió—: O legales. Pero ¿cómo voy a demostrar la verdad si es tu palabra contra la mía? He ahí mi dilema y la razón por la que debo tratarte tan injustamente como tú a mí.
Ignorando los gruñidos de John,Peter  devolvió el cuenco a la mesa, cogió la navaja de barbero y, con mucho cuidado, empezó a retirar lo que le quedaba de barba, dejándose unas patillas muy parecidas a las de John. Después de dejarse ver por Londres al día siguiente o al otro, se las cambiaría por un estilo que le gustara más. No quería que al principio su aspecto fuera muy distinto para que nadie pensara que pasaba algo, aunque, en realidad, lo único que iba a hacer era corregir lo que llevaba años sucediendo.
Ansiaba darse un baño de jabón perfumado, pero para eso tendría que pedir a los criados que le subieran agua caliente, de modo que dejaría ese lujo para la mañana siguiente. Aquella noche, se conformaría con lavarse como pudiera con el agua que encontrara en su dormitorio y en el vestidor.
—Para explicar mi palidez, tendré que decir que estoy algo indispuesto. Con eso bastará hasta que pueda tomar el sol. Por tu aspecto, diría que has disfrutado de buena salud. Pero eso cambiará pronto, hermano.
Concluyó su tarea y apoyó el filo de la navaja bajo la barbilla de John. No tenía claro qué reacción debía esperar: ¿miedo, remordimiento, arrepentimiento? Por el contrario, John se mostró aún más rebelde, como si fuera él el traicionado.
—¿Por qué no te limitaste a matarme, John? ¿No podías mirar un rostro tan parecido al tuyo y ver cómo le arrebatabas la vida? ¿Fue el recuerdo del seno materno que habíamos compartido lo que te detuvo? ¿O acaso algo muy distinto? —Terriblemente entristecido, apartó la navaja de la garganta de su hermano. ¿Cómo había llegado a suceder aquello?
Se alejó de la cama y empezó a moverse con mayor premura. Tenía mucho que hacer antes de que amaneciera y poco tiempo para hacerlo. Cuando se había colado en la residencia familiar de Londres y en el dormitorio de su hermano, había encontrado a John dormido. Ahora tenía que hacerle a su hermano lo mismo que éste le había hecho a él.
Se volvió hacia la cama.
—¿Por qué me drogaste y me encarcelaste? ¡Qué pregunta tan tonta! Lo hiciste para heredar el ducado.
La historia de Inglaterra estaba plagada de historias de hombres que habían liquidado a quienes se interponían entre ellos y la corona, asesinado a sobrinos en torres, a hermanos en el campo de batalla y a padres durante el sueño. Para algunos, un título era tan preciado como una corona. Mientras no se descubriera el engaño, ¿qué importaba cómo uno se convirtiera en heredero?
—Pero ¿cómo demonios conseguiste salirte con la tuya? ¿No sospecharon nuestros padres? ¿Y el servicio? ¿Mis amigos y conocidos?
»Alguien tuvo que darse cuenta de que te hacías pasar por mí. ¿Cómo pudiste explicar que sólo uno de los dos regresaba a casa después de una noche de parranda?
Habían salido a celebrar su decimoctavo cumpleaños.Peter  recordaba haber bebido, el perfume de una mujer... y haberse despertado solo, en prisión. Primero la rabia, seguida inmediatamente de la desesperación. Hasta que averiguó la verdad...
—Tuviste suerte de que nuestros padres enfermaran poco después de que te deshicieras de mí. Rezo para que fuera así, porque, querido hermano, temo que nunca podría perdonarte el que hubieras segado sus vidas.
»Debo decir que aprecio que me hicieras llegar el periódico en el que se publicaba su necrológica, junto con tu sucinta nota. De lo contrario, habría perdido el tiempo buscándolos en lugar de venir directamente a por ti.
Le habían pasado un sobre por entre los barrotes del ventanuco de la puerta. Casi incapaz de creer que le enviaran alguna comunicación —y sin sospechar que nadie salvo su carcelero sabía dónde estaba—, había contemplado cómo el sobre caía al suelo describiendo una trayectoria ondulada.
En el interior, había encontrado un recorte del Times que anunciaba la repentina muerte de los duques de Killingsworth a consecuencia de una gripe. En plena pugna con su difícil situación, todavía incapaz de saber cómo había llegado hasta allí, leyó el artículo tres veces, impasible, como si se tratara de meros conocidos.
Después, había desplegado la nota que acompañaba la necrológica.
He pensado que querrías saberlo.
Peter Lanzani, duque de Killingsworth.
Se había quedado mirando aquellas palabras hasta que se habían emborronado, sin encontrarles sentido. Cuando por fin lo había comprendido, le había costado creer en la magnitud de su significado.
—Debo reconocer la brillantez de tu plan. Era mucho más fácil hacer desaparecer a John que a Peter . A John nadie lo buscaría, ¿verdad? Después de todo, él no era el heredero. Eso tuvo que fastidiarte, saber que la desaparición de John no desencadenaría reacción alguna. Sin embargo, si desaparecía Peter , la cosa cambiaba, ¿no es así? Habrías necesitado una prueba concluyente de mi defunción para poder ocupar mi lugar.
»Así que, aunque lograste deshacerte de mí, no podías seguir siendo John. Eso te habría complicado las cosas, porque sólo con mi muerte conseguirías el ducado, y, como ya he dicho antes, no tienes valor para matarme, por lo que supongo que tendré que estarte siempre agradecido. Espero que me disculpes si no lo manifiesto debidamente.
Se metió la mano por dentro de la camisa y sacó la capucha de color marrón que había llevado durante su arriesgada fuga. Estaba diseñada de modo que, cuando el preso se la ponía en la cabeza, la tela caía hasta la barbilla, ocultando su rostro y su identidad por completo, salvo por los ojos, que asomaban por dos agujeros.
—A estas alturas, ya habrán descubierto que el preso D3-10 ha escapado. ¿Recuerdas cuando visitamos las instalaciones con papá, cuando concluyeron las obras, antes de que empezaran a acomodar a los presos? Claro que sí. ¿Fue entonces cuando empezaste a concebir tu plan?

martes, 18 de junio de 2013

Prologo

Bueno Bueno Bue... Marine calmaté un poco Che.... ya que lo ´pediste te dejo el prologo Nada chicas espero que les Guste la nove bueno Comenten de eso depende que siga la Nove... besos 


Peter Lanzani, duque de Killingsworth, fue injustamente encarcelado por su hermano gemelo John, quien durante ocho años le ha estado suplantando con el fin de quedarse con su legado. Tras una arriesgada fuga, Peter logra recuperar su patrimonio sin levantar sospechas. En su primer día de libertad, sin embargo, el duque debe contraer matrimonio con una mujer a la que no conoce y evitar que ella descubra su verdadera identidad antes de que consiga demostrar que él es el legítimo heredero.
Mariana Esposito sabe que no tiene elección. Ella no ama al duque, pero sabe que es el mejor partido de todo Londres.
El día de la boda, Mariana se encuentra con un peter muy distinto, más considerado y agradable, y descubre en él un atractivo sexual que la impulsa a tomar la determinación de convertirse en una tentación que su marido no pueda resistir.

lunes, 17 de junio de 2013

Epilogo Promesa de Amor Eterno

Bueno bombonas llegamos al final espero que les aya gustado la nove que las hayan disfrutado y que les haya encantado tanto como yo... Gracias infinitas a las que leyeron y especialmente a Marines por siempre comentar y porque me haces reír un Montón de verdad Muchas Gracias.... bueno  pasando a Otro tema les parece que después de esta nove les suba otra digo si quieren obvio, si es Así les subo el Prologo y si les gusta  le damos para delante si no hay la cortamos.



Cerca de Fortune, Texas 1889.

—¡Eres inglés!
—¡No lo soy!
—¡Claro que sí!
—¡De eso nada!
—¡Que sí!
—¡Que no!
—¡Basta ya, niños! —gritó Lali, exasperada.
Le lanzó una mirada furiosa a Peter, que estaba tumbado en la manta, a su lado, bajo un roble inmenso junto al arroyo, con una sonrisa de oreja a oreja y negándose a intervenir en la acalorada discusión que sus hijos sostenían con frecuencia. Se limitó a encogerse de hombros, con un gesto inocente de «son cosas de niños».
—Mamá, por favor, dile que yo no soy inglés. Nací aquí, o sea que soy texano.
—Sam...
—No soy inglés. No quiero serlo.
—Si no eres inglés, no puedes ser el segundo heredero —dijo Edward con altivez y un acento aterradoramente inglés para sus ocho años.
—Claro que puedo. Pero me da igual —replicó su hermano—, porque no quiero ser el segundo heredero. Cuando crezcamos, tú puedes ser conde, que yo seré ranchero. —Sam era dos años más joven, y siempre que iban a Texas tendía a dejar atrás todo lo inglés, incluido cualquier indicio de haberse visto sometido a la más mínima disciplina. El niño se tiró en el suelo, junto a su padre. —Yo puedo ser ranchero, ¿verdad, papá?
—Eso creo —le respondió Peter, alargando el brazo para revolverle el pelo. —Edward tiene que ser conde porque nació primero, pero tú puedes ser lo que quieras.
Sam frunció el ceño.
—Eso no es justo papá. Que Edward no pueda elegir. Y lo dijo con un acento texano que dejó a Lali pasmada. Lo curioso era que, en cuanto pisaban suelo inglés, todo aquello desaparecía. En ese aspecto, Sam era una especie de camaleón que se adaptaba al entorno para poder integrarse en él sin llamar la atención. Era algo verdaderamente notable.
—No me importa —intervino Edward, sentado en la manta, sin olvidar en ningún momento que un día sería lord como su padre, mientras que, al parecer, Sam sería vaquero, también como su padre. —Quiero ser conde. Y también puedo hacer otras cosas además. Como papá. No tengo por qué ser sólo conde, ¿no es cierto?
—Cierto. No tienes por qué ser sólo conde, y Sam no tiene por qué ser sólo ranchero. Los dos podéis ser lo que os dé la realísima gana —dijo Peter guiñándoles un ojo.
Los niños se cayeron de espaldas, muertos de risa, y olvidaron sus diferencias al encontrar algo en lo que estaban de acuerdo: su padre iba a tener problemas con su madre por hablar en un tono tan vulgar.
—Yo también puedo hacer lo que quiera.
—Por supuesto, querida —le contestó Peter a su pequeña de cuatro años, revelando en su sonrisa lo mucho que la quería.
La niña se colgó del cuello de su padre y lo abrazó con fuerza.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, pequeña. Os quiero a todos.
—Vamos, tenemos peces que atrapar —espetó Edward al percibir que la conversación empezaba a ponerse muy sentimental. Siempre ocurría lo mismo cuando estaban a punto de volver a Inglaterra. Cogió las cañas y condujo a su hermano menor y a su hermana hasta el arroyo.
Peter se incorporó y se apoyó en el árbol. Luego dio unas palmaditas en el suelo que tenía entre las piernas. Lali se desplazó hasta el círculo que formaban sus brazos, con la espalda apoyada en su pecho, disfrutando del tacto de sus labios en la piel sensible de debajo de su oreja.
—¿Triste porque nos vamos mañana? —le preguntó él en un murmullo ronco.
—Son sólo unos meses. Después volveremos.
Se había convertido en una costumbre, unos meses aquí, unos meses allí.
—Si quieres quedarte más tiempo...
Ella negó con la cabeza.
—No sería justo para Edward. Adora Inglaterra. Será un lord ejemplar.
—Sam va a ser un buen ranchero.
Peter se volvió para mirarlo.
—Gracias, Peter, por darme este poquito de Texas de vez en cuando.
—Gracias a ti, querida, por darme un poquito de tu corazón, siempre.
—Ay, Peter, tienes más que un poquito, y lo sabes endemoniadamente bien.
Él respondió a aquella expresión con una carcajada, que Peter interrumpió con un beso que habría terminado en algo más si los niños no estuvieran delante. La asombraba que, después de tantos años, aquellos besos lentos y perezosos que él le daba fueran aún capaces de derretirla y despertar su deseo.
—Nos vemos aquí esta noche para buscar una estrella fugaz —dijo él cuando ella se apartó.
—No me queda nada que desear. Ya tengo todo lo que podría querer.
—Reúnete conmigo de todas formas —insistió él. —Yo sí tengo algunos deseos que pedir.
—¿Y qué quieres pedir?
—Un corpiño desabrochado —le respondió con un guiño.
Lali suspiró y se acurrucó en su regazo.
—Eso lo puedes tener sin necesidad de pedirlo.
—Pero, querida, si algo me has enseñado, es que un hombre debe creer que los deseos se cumplen.


En los años siguientes, Lali y Peter dividieron su tiempo entre Inglaterra y Texas. La mitad de sus hijos eran texanos de nacimiento. Y aunque el rancho Corazón Solitario se distribuyó a partes iguales entre toda su progenie, se mantuvo intacto, y así pasó de generación en generación.
En las dos guerras mundiales, sus descendientes sirvieron en los ejércitos británico y estadounidense, según su lugar de nacimiento. Varios recibieron condecoraciones por su valor, entre ellas, la Cruz Victoria y la Medalla al Honor del Congreso.
Sesenta y dos años después de su matrimonio, Peter se llevó a Lali a Texas para que pasara allí sus últimos días y descansara en el rico suelo texano, cerca del arroyo donde se habían enamorado. La visitó todos los días hasta que seis meses después lo enterraron a su lado. En su lápida conjunta, bajo las fechas de su nacimiento y defunción, se había esculpido una sola palabra: «Siempre».
Peter había prometido a Lali que la amaría siempre. Y había cumplido su promesa.

FIN





Capitulo 51



Botón. Botón. Botón.
—¿Sabías tú que sólo verte me roba el aliento a mí? Siempre ha sido así.
Botón. Botón.
Lali vio con satisfacción cómo su marido se levantaba despacio, se desataba el cinto del batín y se lo quitaba con un movimiento de los hombros. La seda se deslizó por su cuerpo y aterrizó en el suelo.
Botón. Botón.
Ella se soltó el camisón de los hombros y notó que se le escurría del cuerpo para amontonarse a sus pies. Peter suspiró hondo y la pasión le encendió los ojos.
—Creo que nunca me cansaré de mirarte —dijo.
—Yo sé que nunca me cansaré de mirarte.
—Eres mi esposa, Lali.
Ella asintió con la cabeza, sin saber muy bien qué decir, porque esta vez estaba tardando bastante más de lo que esperaba en llevarla a la cama. ¿Era aquél uno de sus experimentos, uno de sus exámenes para demostrar su fuerza de voluntad?
Obviamente no. Sólo saboreaba el momento. Dio un paso adelante y le cogió la cara con ambas manos.
—Ni te imaginas lo mucho que he soñado con este instante. Con que llegaría un momento en que pasaría todas las noches contigo. No quiero volver a pasar una noche sin ti en toda mi vida, ni un solo día más sin poder verte cuando quiera. De ahora en adelante, nada nos separará. A partir de ahora, estaremos siempre juntos. Te doy mi palabra.
—¿Vamos a sellar el trato con un apretón de manos? —preguntó ella.
—Querida, ya sabes cómo cierro yo mis tratos con damas.
—Pues adelante, vaquero.
Cubrió con su boca la de ella mientras la rodeaba con un brazo para atraerla hacia sí, hasta que sus cuerpos se tocaron, muslo contra muslo, pecho contra pecho, avivando la pasión. El calor los consumía; empezaba como una chispa y se convertía en toda una llama. La boca de él, caliente y húmeda, abandonó la de ella para emprender un recorrido por su cuello, dejando tras de sí un rastro que Lali pensó que le duraría días. Peter descendió hasta enterrar el rostro entre sus pechos mientras le lamía el uno y luego el otro, despacio, abanicándole la piel con su aliento.
Ella se oyó gemir, echó la cabeza hacia atrás y le clavó los dedos en los hombros. Un asidero, necesitaba un asidero o protagonizaría Un desmayo perfecto.
Como si le hubiera leído el pensamiento, él la cogió en brazos, la tendió en la cama y luego se tumbó encima, con las caderas entre sus muslos. «Cielo santo», pensó Lali. Le encantaba sentir su peso sobre su cuerpo, su fuerza, la ondulación de sus músculos y aquella dureza tan característica de él. Se preguntó si habría sido muy distinto de no haber salido de Inglaterra... y en seguida se dio cuenta de que no le importaba. Los dos habían emprendido un viaje que los había llevado hasta aquel instante, hasta su destino.
Si él nunca se hubiera trasladado a Inglaterra, ella habría sido la esposa insatisfecha de un lord inglés. En cambio, ahora poseía la confianza y los medios necesarios para saber estar a su lado con aplomo y seguridad. Todas las lecciones aprendidas en aquellos años ya no le parecían tan tediosas, ni inútiles, ni molestas. La habían preparado para su llegada mucho antes de que cualquiera de los dos supiera la vida tan increíble que los esperaba juntos.
Peter deslizó la mano por su costado, descendió por su cadera y volvió a subir, le cogió un pecho, se lo moldeó, le dio forma, lo levantó para poder alcanzar con su boca ansiosa el pezón erecto. Ella gimió con voz grave cuando el deseo la recorrió como una estampida de la cabeza a los pies, hasta las puntas de los dedos. Estirándose lánguidamente, le acarició las pantorrillas con las plantas de los pies y se deleitó con el tacto áspero del vello que le cubría las piernas.
No había nada de tibio en el modo en que aquel hombre agitaba sus pasiones con su lengua experta y sus diestras manos. Todos los años que se les había negado la celebración de su amor palidecerían al lado de los que les quedaban por delante.
Peter proclamaba con voz ronca su amor, la belleza de ella, su deseo... y ella suspiraba de placer y de satisfacción.
Peter le hablaba en susurros de su amor, de la potencia y la fuerza de su amado, de lo mucho que ansiaba todo aquello... y él gemía y se estremecía.
Se alzó sobre ella como el conquistador que alguno de sus antepasados debió de haber sido y la penetró con el impulso firme de alguien seguro de su habilidad con la espada. Le cogió la cara entre las manos y la besó intensamente mientras su cuerpo iniciaba un movimiento rítmico que desencadenó la pasión de ambos.
Ella se centró por completo en él, en las sensaciones increíbles que le producía, en la locura.... Se agitaba y gritaba.
De pronto, Peter rodó hasta situarse debajo, logrando mantenerse muy dentro de ella, los dedos clavados en su cadera.
—Móntame, querida —le pidió, con la voz ronca de deseo, el cuerpo empapado en sudor, los músculos temblorosos por el esfuerzo de contener su propia liberación hasta que Peter obtuviera la suya.
Y Londres consideraba un salvaje a aquel hombre que siempre, siempre era tan civilizado como para anteponer las necesidades de ella a las suyas. Pensó que era imposible amarlo más de lo que lo amaba, e incluso mientras pensaba eso, se dio cuenta de que no podía cuantificar lo que sentía por él; tan rico como la historia de Inglaterra y tan inmenso e indómito como Texas.
Meció sus caderas contra las de él, sintió el incremento de la presión, echó la cabeza hacia atrás al tiempo que Peter le cogía los pechos, le tocaba los pezones y le provocaba sacudidas de placer que inundaban todo su cuerpo... hasta que sintió como si recorriera el firmamento a lomos de una estrella fugaz y estalló en miles de puntos de luz resplandecientes.
El corcoveó con fuerza debajo de ella, con un gruñido gutural que era música para sus oídos, los dedos presionando con mayor o menor intensidad al estremecerse y sacudirse por última vez. Lali se dejó caer y enterró la cabeza en el hueco de su hombro, escuchando el agitado latido de su corazón, inhalando el aroma rancio de su intercambio sexual, sin poder dejar de sonreír. Disfrutaría del milagro de su presencia y de lo que compartían... para siempre. Hasta que fuera frágil y tuviera la cabeza cana.
Hasta que el paso de Peter ya no fuera tan enérgico, ni sus músculos tan firmes. Pero su amor siempre sería fuerte.
Al fin, él levantó la mano lo bastante como para empezar a acariciarle, aletargado, la espalda.
—Cada vez que sucede, me siento como si viera un oscuro cielo texano plagado de estrellas fugaces —comentó ella satisfecha.
—Querida, ése es un pedazo de Texas que estaré encantado de proporcionarte siempre que me lo pidas.
Ella rió en silencio y lo abrazó con fuerza. Se había equivocado en lo que le había dicho a su madre. Al día siguiente no volvería a su hogar.

Su hogar estaba allí, en aquel instante, justo debajo de ella.

Capitulo 50



Llegaron a la finca de la familia de Peter a última hora de la tarde. Mientras los criados trasladaban a la casa las cosas de Peter y las disponían en su dormitorio, ella y Peter pasearon por las tierras, hablando de los planes de su viaje de bodas. Al día siguiente partirían para Liverpool, desde donde embarcarían en un vapor que los llevaría a Texas. Sólo por unos meses. Sí ella se quedaba embarazada, Peter quería que el heredero de los Sachse naciera en Inglaterra y, a juzgar por cómo tenía previsto él que pasaran casi todo el tiempo, Lali estaba casi segura de que ese heredero no tardaría en llegar. Y ella sabía que nada la complacería más.
Después de la cena, se retiraron a sus respectivos dormitorios, y Lali sintió un leve hormigueo en el estómago ante la perspectiva de su primera noche con Peter como esposa. Sabía lo que debía esperar y, como bien les había dicho a las damas, estaba impaciente.
Sentada delante del tocador de su habitación, después de haber despachado a Molly en cuanto había terminado de ayudarla a prepararse, Lali se cepillaba el pelo y recordaba lo que habían dicho aquellas jóvenes damas la primera tarde, cuando, hablando de lord Sachse, comentaron que ese noble criado en América no sabría valorar su herencia. Ella estaba descubriendo que Peter sentía un aprecio increíble por la tradición, ya fuera la del lugar en el que había nacido o la del entorno en el que se había criado. Era un hombre complejo, una combinación de todo lo que había vivido, de todo lo que había perdido y después recuperado. Alguien que valoraba absolutamente todos los aspectos de su vida. Lali lo amaba por ello, y por muchas más cosas. Por ser el hombre que era, un hombre que jamás había renunciado a su amor. A veces la abatía saber que él había seguido escribiéndole fielmente mucho después de que ella hubiera dejado de hacerlo. Tan sólo esperaba ser siempre digna de él.
Dejó el cepillo y cogió con ambas manos el joyero, que Molly había dejado sobre el tocador cuando había deshecho su equipaje. Se lo puso en el regazo, abrió muy despacio la reluciente caja de madera y sonrió al ver el contenido. Quizá tampoco ella había perdido la esperanza, pero había elegido otro modo de manifestarla.
Levantó la mirada y vio a Peter reflejado en el espejo, a su espalda, vestido con un batín negro de seda. El camisón que llevaba ella no era en absoluto como los que solía ponerse cuando se escapaba por la ventana. Este era de un tejido etéreo, transparentaba más de lo que ocultaba y, a juzgar por el ardor de la mirada de Peter, no lo llevaría puesto mucho tiempo.
—¿Qué tienes ahí? —preguntó con una voz ronca, muestra de la intensidad del efecto que Peter le causaba, lo que hizo que ésta hincara los dedos de los pies en la gruesa moqueta.
—Ven aquí —le dijo ella con un gesto subrayado por un dedo encogido.
Él se arrodilló a su lado, paseando la vista por su rostro, como si le costara creer que de verdad ella estaba allí en aquel momento, como si todo lo que había deseado siempre corriera el riesgo de desaparecer y temiera que el tiempo que podían pasar juntos a partir de entonces fuera a ser tan pasajero y efímero como todo lo demás.
Peter había empezado su vida allí y se lo habían llevado, pensó Lali. Había tenido una vida en Nueva York, pero tampoco aquélla había durado. Una vida en Arkansas que, aunque breve, había resultado demasiado larga. Y, para rematarlo, una vida en Texas con una chica que lo había abandonado. Después, un rancho que se había visto obligado a dejar atrás para volver a lo que jamás había sabido que fuera suyo. Se había pasado la vida perdido, y ella deseaba con desesperación que supiera que lo que tenían en aquel momento duraría para siempre. Que ella nunca lo abandonara. Que nunca más volverían a sentirse solos.
—Te quiero, Juan Pedro Lanzani —le dijo, peinándole con los dedos el espeso cabello. —Siempre te he querido.
Le presentó el joyero para que él pudiera ver lo que había dentro, y lo vio esbozar una sonrisa.
—¿Es eso lo que creo que es? —preguntó, mirándola. —Me dijiste que...
—No te dije que no lo conservara. Sólo te pregunté dónde creías que podía encontrar uno en este país.
Lali alargó la mano, cogió el cuarto de dólar y se lo puso en la palma. Parecía tan pequeño y sin importancia, y sin embargo, significaba tanto.
—¿Éste es el que yo te di? —inquirió.
—Por supuesto. —Sacó del joyero la raída cinta de pelo azul en la que la moneda estaba envuelta. —Y también guardé esto.
Él sostuvo el cuarto de dólar entre el pulgar y el índice.
—Pero podías habérmelo devuelto. Podías haber cancelado la deuda en cualquier momento —dijo él, sonriendo.
Lali, con una sonrisa tierna, le arrebató la moneda de la mano y arqueó las cejas.
—Podía haberlo hecho, pero ¿qué mujer en su sano juicio habría preferido devolverte el cuarto de dólar a que le desabrocharas el corpiño?
La profunda carcajada de él resonó entre los dos y, mientras dejaba la cinta y la moneda en el joyero y devolvía éste al tocador, Peter estiró su cuerpo grande, fuerte y atlético y la cogió en brazos.
Ella enroscó los suyos en su cuello.
—Tú eres lo que siempre he querido, Peter. No sé cómo he tardado tanto en darme cuenta de que eras tú lo que echaba de menos de Texas. No la tierra, ni los arroyos, ni los olores. Ni siquiera las estrellas por la noche. Sólo tú.
La llevó hasta la cama y la dejó de pie en el suelo, junto a ésta. Luego hizo algo de lo más inesperado. Se sentó a los pies, se apoyó en el grueso poste, se cruzó de brazos y, con una sonrisa de medio lado, le dijo:
—Desabróchate el camisón.
Ella se lo quedó mirando.
—Peter, no sólo he saldado ya mi deuda desabrochándome el corpiño sino que, además, he demostrado que puedo devolverte la moneda...
—No quiero que lo hagas por ninguna deuda, quiero que lo hagas porque me encanta verte, ver cómo se sonroja toda tu piel, cómo se te oscurece la mirada con cada botón que sueltas, cómo separas los labios y tu respiración empieza a acelerarse ante la expectativa de desnudarte para mí, de que te acaricie.
Lali tragó saliva.
—¿Querrías apagar las luces?
La media sonrisa de Peter se transformó en una sonrisa completa.
—No.
—Peter...
—Lali, ¿sabes que sólo verte me roba el aliento? —le preguntó él en voz baja, solemne. —Siempre ha sido así.
Ella se llevó las manos al camisón para desabrocharse un botón más.
—Haces que me estremezca entero, que tiemble como un hombre no debería temblar. —Ella se desabrochó uno más. —Me aterras, porque pienso que sí me dejaras...
—No voy a dejarte, Peter. Nunca te abandonaré.