lunes, 7 de octubre de 2013

Capitulo 1



Londres, 1879
—Sinceramente, Peter, no sé cómo esperas encontrar una esposa adecuada si te niegas a comprarte ropa nueva.
Peter lanzani, el séptimo conde de Sachse, observaba a Mariana, viuda de su predecesor, mientras ésta, claramente agitada, caminaba ceñuda de un lado a otro retorciéndose las delicadas manos. Aunque el anterior conde era mucho mayor que cualquier hombre que Peter hubiera conocido —no personalmente, de lo que, por otra parte, se alegraba—, su viuda era dos años más joven que él mismo. Y la mujer más hermosa que había visto jamás.
Aquel día llevaba un vestido moderno, de la más pálida seda rosa, que acentuaba su esbelta figura y resaltaba su blanquísima piel. Se sentía muy cómoda en la residencia del conde, en su día parte de las propiedades de su marido, y se había quitado el sombrero nada más entrar en la biblioteca. El sol que penetraba por las ventanas iluminaba su recogido de cabello castaño y lo hacía brillar como si fuera de oro.
Durante toda la temporada social, Mariana había sido una anfitriona intachable: había acompañado a Peter en casi todas sus salidas y le había presentado a duques, condes, marqueses y vizcondes. Conocía la historia de todas las familias aristocráticas, y algunos detalles de sus vidas privadas que muchos habrían preferido que ignorara. Sin necesidad de consultar la guía nobiliaria de Debrett, manejaba las cuestiones jerárquicas y sabía dónde debía sentarse cada comensal para que nadie se ofendiera.
Al conde le asombraba su dominio de la etiqueta y el protocolo, en los que él solía fallar, y le agradecía enormemente su ayuda… por lo general.
Aquella tarde era una rara excepción.
Mariana había llegado a la residencia del conde hacía sólo un momento, y antes de que pudiera siquiera saludarla, ella había empezado a reprocharle que no quisiera comprarse ropa nueva. Peter habría preferido sentarse en la biblioteca —lo único que le entusiasmaba de su nueva posición— y terminar de leer la novela que había empezado el día anterior. A menudo se preguntaba si debía advertir a Mariana, cuando ésta iniciaba una de sus diatribas, de que él había servido un tiempo en el ejército de su majestad y era diestro en el uso del rifle.
—Peter, ¿has oído una sola palabra de lo que he dicho?
Él miró aquellos graves ojos pardos. Se preocupaba mucho por cosas que a él no le importaban nada, y aun así la intensidad de su preocupación lo intrigaba.
—Quizá debería casarme contigo; así no tendría que preocuparme por mi nuevo guardarropa. —Ni por muchas otras cosas, dicho fuera de paso. La idea no era del todo descabellada.
Sin embargo, Mariana, a juzgar por su gesto de indignación, no estaba de acuerdo.
—No puedes casarte conmigo. Soy estéril. Debes contraer matrimonio con una mujer que te proporcione un heredero.
Sus palabras tenían lógica, pero, como siempre, la voz le temblaba ligeramente al pronunciar la palabra «estéril». Se esforzaba por sonar despreocupada, pero él ya había descubierto que sólo se trataba de una actitud bien ensayada. Buena parte de su comportamiento era puro teatro, y le irritaba que no confiara en él lo suficiente como para revelarle su verdadero yo.
¿Qué había hecho el viejo conde para convertir a Mariana en una mera actriz de su escenario?
—De modo que debes recibir a tu sastre cuando venga esta tarde, y no inventar otra excusa para irte de casa antes de que llegue —prosiguió ella.
—Tengo muy poco interés en conquistar a una mujer que dé tanta importancia al corte de mi chaqueta.
—No le impresionará tu chaqueta, sino lo que ésta le diga de ti.
—¿Y qué le dirá exactamente?
—Que no sólo te interesas por la última moda, sino que además dispones de medios para comprarla. Que eres moderno. Que te enorgulleces de tu aspecto. Que serás un excelente marido.
—¿Una mujer puede saber todo eso por una prenda de ropa? —preguntó él incrédulo.
—Nunca hay que menospreciar lo mucho que el atuendo de uno puede contarle al mundo. Naturalmente yo me encargaré de potenciar tu carácter, y mis estudiados rumores resultarán más creíbles si vas bien vestido.
Peter dejó el libro y se puso de pie. Ella retrocedió.
Siempre lo hacía. Mantenía la distancia cuando lo único que él pretendía era cubrir el espacio que los separaba, el físico y el espiritual. Ella lo intrigaba, porque parecía voluntariamente encerrada en su propia torre, como Rapunzel, y él se preguntaba si su dorada melena rozaba el suelo cuando se deshacía el recogido.
—¿Por qué te preocupa tanto que me case? —inquirió él.
—Me preocupa que no tengas un heredero y pierdas todo lo que has conseguido del viejo Sachse, que en paz descanse.
El conde sonrió ante la respuesta, que consideraba un envoltorio de la verdad. A Mariana no le beneficiaba que él tuviera descendencia, y sabía que no le interesaba nada de lo que no obtuviera beneficio. Si quería fingir que aquéllos eran sus motivos, se lo permitiría de momento pero, con el tiempo, averiguaría sus verdaderas razones.
—Mariana, no perderé nada de esto hasta que muera, y entonces me dará igual lo que suceda con ello.
Ella le dio la espalda. La temperatura de la estancia descendió y a él lo recorrió un escalofrío. No sabía por qué Mariana se enfadaba tanto con él, pero lo hacía.
—¿Cómo es posible que no agradezcas todo lo que se te ha dado? —preguntó ella.
—Sí lo agradezco.
—No es cierto —añadió volviéndose de pronto—. Te burlas de ello. —Mariana bajó la mirada—. Y al hacerlo te burlas de mí.
Él deseaba consolarla con una caricia, pero ya había descubierto que no era la clase de mujer que disfrutaba con sus atenciones, así que cruzó las manos a la espalda.
—Jamás me atrevería a burlarme de ti, Mariana. Lo que ocurre es que no me siento cómodo con algo que me corresponde por mero accidente de nacimiento, o mejor dicho por ausencia de otros nacimientos.
Aunque su linaje se remontaba al tercer hermano del segundo conde de Sachse, el título había llegado a él porque los pocos varones nacidos habían muerto ya.
—Hay quienes intrigan, conspiran y asesinan por conseguir lo que tú tienes —dijo ella, mirándolo.
—Una vida de ocio.
—La vida de un caballero, un aristócrata, un conde.
Peter inclinó la cabeza ligeramente, en señal de asentimiento.
—Debería ser más agradecido.
—Sin la menor duda.
El conde soltó un suspiro de hastío, decidido a defender un poco más su derecho a no comprar ropa nueva.
—No veo la urgencia de adquirir un nuevo guardarropa cuando la temporada social está a punto de acabar.
—¿Tienes ropa de caza? —demandó ella.
—No.
—¿Qué te pondrás cuando vayas de cacería?
—No tenía previsto ir de cacería.
—¿Qué clase de anfitrión serás cuando tengas que entretener a tus invitados en la casa de campo?
—No sabía que tuviera que entretener a nadie.
Ella cerró los ojos como el que pierde la paciencia con un niño torpe.
Por un instante, se vio tentado de recorrer la distancia que los separaba, tomarla en sus brazos y demostrarle que no era un niño sino un hombre hecho y derecho.
Pero cuando ella abrió los ojos y lo inmovilizó con su severa mirada, se alegró de no haber movido ni un músculo. No es que lo intimidara, pero no estaba habituado a lidiar con la ira de una mujer. Era propenso a tener contentas y satisfechas a las damas con las que se relacionaba. Mariana siempre lo desconcertaba.
—Pues claro que tendrás invitados. Ya he enviado varias invitaciones informales; las formalizaré cuando estemos instalados en la casa de campo. No invitaremos a muchas personas porque aún eres nuevo en tu puesto, pero aprovecharemos los meses que quedan hasta la próxima temporada para afianzar tu posición entre los influyentes.
—Y para encontrarme esposa.
—Para valorar las posibilidades. En el campo, la vida es más relajada.
—¿No criticarán que vivas en la misma casa que un hombre soltero?
—Soy viuda. No necesito carabina. Además, mi ayudante me acompañará en todo momento. Sachse Hall es lo suficientemente grande como para que tú y yo vivamos en alas opuestas.
—¿Es así como vivías con mi predecesor? —preguntó tranquilamente, consciente de que no era asunto suyo, pero incapaz de resistir la tentación de indagar y deseoso de que hubiera sido así—. ¿Tú en un ala y él en la otra?
Ella cerró los ojos y él vio cómo un ligero rubor le recorría el cuello hasta las pálidas mejillas. Estaba acostumbrado a tratar con campesinas recias. Mariana tenía un aspecto tan frágil… hasta que hablaba.
—Era mi marido. Yo hacía lo que él me pedía.
—¿Y qué te pedía?
Ella alzó de pronto la barbilla y lo traspasó con la mirada. Al conde siempre le había asombrado lo rápidamente que Mariana podía pasar del hielo al fuego.
—Eso no es asunto tuyo.
Y no lo era, pero le podía la curiosidad. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar una disculpa por su desacertada pregunta, se abrió la puerta despacio y el mayordomo entró en la sala. Peter aún encontraba algo inquietante la presencia del servicio.
A pesar de su discreción y sigilo, no le permitían disfrutar de una soledad absoluta. Además, sospechaba que era una molestia para ellos. Las conversaciones y las acciones se detenían cuando él aparecía, y eso le producía una increíble necesidad de disculparse por perturbarles, que Mariana ya le había censurado por ser algo absolutamente inaudito. Uno no se disculpaba con sus sirvientes.
—¿Sí, Gibson? —requirió Peter.
—Tiene una visita, milord. —El mayordomo le presentó una tarjeta en una bandeja de plata.
Peter la miró por encima antes de asentir con la cabeza.
—Hazlo pasar, Gibson.
En cuanto Gibson abandonó la estancia, Mariana se acercó.
—¿Quién es?
—Spellman.
—¿El administrador? ¿Y qué se le ofrece?
Mariana miró hacia la puerta como si esperara que el monstruo del doctor Frankenstein fuera a entrar bamboleándose. Él le había leído Frankenstein de Mary Shelley hacía apenas una semana. Le había leído muchos libros desde que se conocieron. Por desgracia, aunque a ella parecían deleitarle las lecturas del conde, él jamás había conseguido que le devolviera el favor.
No obstante, suponía que debía resignarse. Mariana prefería que le sirvieran a ser ella la servidora. Uno de sus muchos encantos irritantes.
—Ha venido por cuestiones financieras —le contestó Peter. El día anterior, Spellman le había hecho saber que necesitaba hablar con él un instante.
—¿Qué les pasa a tus finanzas?
—Nada, que yo sepa.
Mariana se acercó precipitadamente a él, le quitó unos hilos imaginarios de la chaqueta, le retocó las solapas, que no precisaban retoque, y le dio una palmadita en los hombros.
—No olvides que tú eres el dueño de tus asuntos. Tu dinero es tuyo y puedes gastarlo como quieras, y hay gastos necesarios que un simple administrador no puede comprender.
Él la agarró por las muñecas, reteniendo sus nerviosas manos. Una expresión de miedo recorrió el rostro de Mariana, que ella enmascaró inmediatamente y él decidió ignorar. Aunque no quisiera aceptarlo, el modo en que el viejo conde de Sachse la había tratado era también asunto de Peter, porque no podía arreglar lo que no acababa de comprender.
—¿Qué gastos? —inquirió.
—Peter, me haces daño.
No sabía bien en qué sentido, pero el tono informal en que ahora se dirigía a él lo alertaba de que estaba verdaderamente alterada. La soltó, y no le sorprendió que se apartara de inmediato.
Mariana empezó a retocar su propia ropa, y el conde supo que ella no respondería a su pregunta sobre esos gastos que parecía conocer pero él no. Aquella mujer era un misterio constante. Por fortuna, él disfrutaba del desafío de un buen misterio.
El ruido de la puerta llamó su atención. Cargado con una raída cartera de piel, Lawrence Spellman entró en la sala.
—Milord.
—Spellman.
El administrador inclinó ligeramente la cabeza hacia Mariana.
—Condesa, no esperaba encontrarla aquí.
—Paso buena parte de mi tiempo con el conde —replicó ella ladeando la barbilla—. ¿De qué otro modo puedo instruirlo sobre sus responsabilidades?
—Muy encomiable, pero le aseguro que yo puedo informarle de todo lo que necesite saber.
—¿Sabrá entonces que lady Jane Myerson ha sido vista en público sin guantes?
Peter apretó los labios para evitar una sonrisa, no sólo por el hecho de que Mariana considerara escandalosas unas manos desnudas, sino también porque había conseguido enmudecer a Spellman y se había hecho con la primera victoria en sus disputas constantes.
Spellman inclinó la cabeza como lo haría un perro pensativo.
—Desconocía los hechos, pero los considero difícilmente censurables.
—Pues lo son. Una verdadera dama jamás muestra sus manos en público, salvo para comer o tocar el piano. Lady Jane Myerson ha dado muestras de su interés por el conde. Si no fuera por mí, podría cometer el error de considerarla una esposa apropiada cuando no lo es en absoluto.
Spellman suspiró en señal de claudicación.
—En ese caso, el conde tiene suerte de contar con tan buena consejera.
—Sin duda.
—Spellman, tengo entendido que ha venido aquí a hablar de mis finanzas, no de mi vida social. —Peter desconocía las intenciones de lady Jane Myerson. Quizá la cortejaría sólo por irritar a Mariana.
—Sí, milord. No obstante, debo insistir en que no considero adecuado que la condesa esté presente en nuestra reunión.
—¿Cuál es el inconveniente? —preguntó Peter.
Spellman recorrió con la vista toda la estancia como si buscara el inconveniente, o quizá para evitar mirar a los ojos de cualquiera de los presentes.
—Los asuntos que he venido a tratar conciernen a la condesa.
—¿Así que prefiere hablar mal de mí a mis espaldas? —inquirió ella con aspereza.
Peter se preguntó por qué Mariana había supuesto inmediatamente lo peor: que Spellman iba a hablar mal de ella en lugar de elogiarla.
—Considero que el lugar de una dama no está entre los caballeros —replicó Spellman.
—Debo disentir —añadió Peter antes de que Mariana pudiera replicar—. Si ha venido a tratar asuntos que conciernen a la condesa, conviene que ella esté presente para oír lo que tenga que decir.
—Milord, insisto en que…
—No, Spellman —lo interrumpió—. Soy yo el que insiste. Hablemos del asunto en cuestión, ¿le parece?
—Sí, milord, como quiera.
Tras lanzar una furiosa mirada a Mariana, que ella le devolvió con arrogancia, el administrador atravesó la estancia, se situó detrás del escritorio, colocó su cartera encima, y señaló las sillas que tenía enfrente.
Cuando Mariana hubo tomado asiento, Peter se sentó también. Después lo hizo Spellman, con un interminable suspiro.

—Milord, es hora de decidir si desea que la condesa perciba una pensión y, en ese caso, cuál sería la cantidad apropiada. No obstante, debo advertirle de que no tiene obligación alguna de proporcionarle nada, ni siquiera un techo bajo el que cobijarse.