Londres, 1879
—Sinceramente,
Peter, no sé cómo esperas encontrar una esposa adecuada si te niegas a
comprarte ropa nueva.
Peter
lanzani, el séptimo conde de Sachse, observaba a Mariana, viuda de su
predecesor, mientras ésta, claramente agitada, caminaba ceñuda de un lado a
otro retorciéndose las delicadas manos. Aunque el anterior conde era mucho
mayor que cualquier hombre que Peter hubiera conocido —no personalmente, de lo
que, por otra parte, se alegraba—, su viuda era dos años más joven que él
mismo. Y la mujer más hermosa que había visto jamás.
Aquel día
llevaba un vestido moderno, de la más pálida seda rosa, que acentuaba su
esbelta figura y resaltaba su blanquísima piel. Se sentía muy cómoda en la
residencia del conde, en su día parte de las propiedades de su marido, y se
había quitado el sombrero nada más entrar en la biblioteca. El sol que
penetraba por las ventanas iluminaba su recogido de cabello castaño y lo hacía
brillar como si fuera de oro.
Durante toda
la temporada social, Mariana había sido una anfitriona intachable: había
acompañado a Peter en casi todas sus salidas y le había presentado a duques,
condes, marqueses y vizcondes. Conocía la historia de todas las familias
aristocráticas, y algunos detalles de sus vidas privadas que muchos habrían
preferido que ignorara. Sin necesidad de consultar la guía nobiliaria de
Debrett, manejaba las cuestiones jerárquicas y sabía dónde debía sentarse cada
comensal para que nadie se ofendiera.
Al conde le
asombraba su dominio de la etiqueta y el protocolo, en los que él solía fallar,
y le agradecía enormemente su ayuda… por lo general.
Aquella
tarde era una rara excepción.
Mariana
había llegado a la residencia del conde hacía sólo un momento, y antes de que
pudiera siquiera saludarla, ella había empezado a reprocharle que no quisiera
comprarse ropa nueva. Peter habría preferido sentarse en la biblioteca —lo
único que le entusiasmaba de su nueva posición— y terminar de leer la novela
que había empezado el día anterior. A menudo se preguntaba si debía advertir a Mariana,
cuando ésta iniciaba una de sus diatribas, de que él había servido un tiempo en
el ejército de su majestad y era diestro en el uso del rifle.
—Peter, ¿has
oído una sola palabra de lo que he dicho?
Él miró
aquellos graves ojos pardos. Se preocupaba mucho por cosas que a él no le
importaban nada, y aun así la intensidad de su preocupación lo intrigaba.
—Quizá
debería casarme contigo; así no tendría que preocuparme por mi nuevo
guardarropa. —Ni por muchas otras cosas, dicho fuera de paso. La idea no era
del todo descabellada.
Sin embargo,
Mariana, a juzgar por su gesto de indignación, no estaba de acuerdo.
—No puedes
casarte conmigo. Soy estéril. Debes contraer matrimonio con una mujer que te
proporcione un heredero.
Sus palabras
tenían lógica, pero, como siempre, la voz le temblaba ligeramente al pronunciar
la palabra «estéril». Se esforzaba por sonar despreocupada, pero él ya había
descubierto que sólo se trataba de una actitud bien ensayada. Buena parte de su
comportamiento era puro teatro, y le irritaba que no confiara en él lo
suficiente como para revelarle su verdadero yo.
¿Qué había
hecho el viejo conde para convertir a Mariana en una mera actriz de su
escenario?
—De modo que
debes recibir a tu sastre cuando venga esta tarde, y no inventar otra excusa
para irte de casa antes de que llegue —prosiguió ella.
—Tengo muy
poco interés en conquistar a una mujer que dé tanta importancia al corte de mi
chaqueta.
—No le
impresionará tu chaqueta, sino lo que ésta le diga de ti.
—¿Y qué le
dirá exactamente?
—Que no sólo
te interesas por la última moda, sino que además dispones de medios para
comprarla. Que eres moderno. Que te enorgulleces de tu aspecto. Que serás un
excelente marido.
—¿Una mujer
puede saber todo eso por una prenda de ropa? —preguntó él incrédulo.
—Nunca hay
que menospreciar lo mucho que el atuendo de uno puede contarle al mundo.
Naturalmente yo me encargaré de potenciar tu carácter, y mis estudiados rumores
resultarán más creíbles si vas bien vestido.
Peter dejó
el libro y se puso de pie. Ella retrocedió.
Siempre lo
hacía. Mantenía la distancia cuando lo único que él pretendía era cubrir el
espacio que los separaba, el físico y el espiritual. Ella lo intrigaba, porque
parecía voluntariamente encerrada en su propia torre, como Rapunzel, y él se
preguntaba si su dorada melena rozaba el suelo cuando se deshacía el recogido.
—¿Por qué te
preocupa tanto que me case? —inquirió él.
—Me preocupa
que no tengas un heredero y pierdas todo lo que has conseguido del viejo
Sachse, que en paz descanse.
El conde
sonrió ante la respuesta, que consideraba un envoltorio de la verdad. A Mariana
no le beneficiaba que él tuviera descendencia, y sabía que no le interesaba
nada de lo que no obtuviera beneficio. Si quería fingir que aquéllos eran sus
motivos, se lo permitiría de momento pero, con el tiempo, averiguaría sus
verdaderas razones.
—Mariana, no
perderé nada de esto hasta que muera, y entonces me dará igual lo que suceda
con ello.
Ella le dio
la espalda. La temperatura de la estancia descendió y a él lo recorrió un
escalofrío. No sabía por qué Mariana se enfadaba tanto con él, pero lo hacía.
—¿Cómo es
posible que no agradezcas todo lo que se te ha dado? —preguntó ella.
—Sí lo
agradezco.
—No es
cierto —añadió volviéndose de pronto—. Te burlas de ello. —Mariana bajó la
mirada—. Y al hacerlo te burlas de mí.
Él deseaba
consolarla con una caricia, pero ya había descubierto que no era la clase de
mujer que disfrutaba con sus atenciones, así que cruzó las manos a la espalda.
—Jamás me
atrevería a burlarme de ti, Mariana. Lo que ocurre es que no me siento cómodo
con algo que me corresponde por mero accidente de nacimiento, o mejor dicho por
ausencia de otros nacimientos.
Aunque su
linaje se remontaba al tercer hermano del segundo conde de Sachse, el título
había llegado a él porque los pocos varones nacidos habían muerto ya.
—Hay quienes
intrigan, conspiran y asesinan por conseguir lo que tú tienes —dijo ella,
mirándolo.
—Una vida de
ocio.
—La vida de
un caballero, un aristócrata, un conde.
Peter
inclinó la cabeza ligeramente, en señal de asentimiento.
—Debería ser
más agradecido.
—Sin la
menor duda.
El conde
soltó un suspiro de hastío, decidido a defender un poco más su derecho a no
comprar ropa nueva.
—No veo la
urgencia de adquirir un nuevo guardarropa cuando la temporada social está a
punto de acabar.
—¿Tienes
ropa de caza? —demandó ella.
—No.
—¿Qué te
pondrás cuando vayas de cacería?
—No tenía
previsto ir de cacería.
—¿Qué clase
de anfitrión serás cuando tengas que entretener a tus invitados en la casa de
campo?
—No sabía
que tuviera que entretener a nadie.
Ella cerró los
ojos como el que pierde la paciencia con un niño torpe.
Por un
instante, se vio tentado de recorrer la distancia que los separaba, tomarla en
sus brazos y demostrarle que no era un niño sino un hombre hecho y derecho.
Pero cuando
ella abrió los ojos y lo inmovilizó con su severa mirada, se alegró de no haber
movido ni un músculo. No es que lo intimidara, pero no estaba habituado a
lidiar con la ira de una mujer. Era propenso a tener contentas y satisfechas a
las damas con las que se relacionaba. Mariana siempre lo desconcertaba.
—Pues claro
que tendrás invitados. Ya he enviado varias invitaciones informales; las
formalizaré cuando estemos instalados en la casa de campo. No invitaremos a
muchas personas porque aún eres nuevo en tu puesto, pero aprovecharemos los
meses que quedan hasta la próxima temporada para afianzar tu posición entre los
influyentes.
—Y para
encontrarme esposa.
—Para
valorar las posibilidades. En el campo, la vida es más relajada.
—¿No
criticarán que vivas en la misma casa que un hombre soltero?
—Soy viuda.
No necesito carabina. Además, mi ayudante me acompañará en todo momento. Sachse
Hall es lo suficientemente grande como para que tú y yo vivamos en alas
opuestas.
—¿Es así
como vivías con mi predecesor? —preguntó tranquilamente, consciente de que no
era asunto suyo, pero incapaz de resistir la tentación de indagar y deseoso de
que hubiera sido así—. ¿Tú en un ala y él en la otra?
Ella cerró
los ojos y él vio cómo un ligero rubor le recorría el cuello hasta las pálidas
mejillas. Estaba acostumbrado a tratar con campesinas recias. Mariana tenía un
aspecto tan frágil… hasta que hablaba.
—Era mi
marido. Yo hacía lo que él me pedía.
—¿Y qué te
pedía?
Ella alzó de
pronto la barbilla y lo traspasó con la mirada. Al conde siempre le había
asombrado lo rápidamente que Mariana podía pasar del hielo al fuego.
—Eso no es
asunto tuyo.
Y no lo era,
pero le podía la curiosidad. Antes de que tuviera tiempo de pronunciar una
disculpa por su desacertada pregunta, se abrió la puerta despacio y el
mayordomo entró en la sala. Peter aún encontraba algo inquietante la presencia
del servicio.
A pesar de
su discreción y sigilo, no le permitían disfrutar de una soledad absoluta.
Además, sospechaba que era una molestia para ellos. Las conversaciones y las
acciones se detenían cuando él aparecía, y eso le producía una increíble
necesidad de disculparse por perturbarles, que Mariana ya le había censurado
por ser algo absolutamente inaudito. Uno no se disculpaba con sus sirvientes.
—¿Sí,
Gibson? —requirió Peter.
—Tiene una
visita, milord. —El mayordomo le presentó una tarjeta en una bandeja de plata.
Peter la
miró por encima antes de asentir con la cabeza.
—Hazlo
pasar, Gibson.
En cuanto
Gibson abandonó la estancia, Mariana se acercó.
—¿Quién es?
—Spellman.
—¿El
administrador? ¿Y qué se le ofrece?
Mariana miró
hacia la puerta como si esperara que el monstruo del doctor Frankenstein fuera
a entrar bamboleándose. Él le había leído Frankenstein de Mary Shelley
hacía apenas una semana. Le había leído muchos libros desde que se conocieron.
Por desgracia, aunque a ella parecían deleitarle las lecturas del conde, él
jamás había conseguido que le devolviera el favor.
No obstante,
suponía que debía resignarse. Mariana prefería que le sirvieran a ser ella la
servidora. Uno de sus muchos encantos irritantes.
—Ha venido
por cuestiones financieras —le contestó Peter. El día anterior, Spellman le
había hecho saber que necesitaba hablar con él un instante.
—¿Qué les
pasa a tus finanzas?
—Nada, que
yo sepa.
Mariana se
acercó precipitadamente a él, le quitó unos hilos imaginarios de la chaqueta,
le retocó las solapas, que no precisaban retoque, y le dio una palmadita en los
hombros.
—No olvides
que tú eres el dueño de tus asuntos. Tu dinero es tuyo y puedes gastarlo como
quieras, y hay gastos necesarios que un simple administrador no puede
comprender.
Él la agarró
por las muñecas, reteniendo sus nerviosas manos. Una expresión de miedo
recorrió el rostro de Mariana, que ella enmascaró inmediatamente y él decidió
ignorar. Aunque no quisiera aceptarlo, el modo en que el viejo conde de Sachse
la había tratado era también asunto de Peter, porque no podía arreglar lo que
no acababa de comprender.
—¿Qué
gastos? —inquirió.
—Peter, me
haces daño.
No sabía
bien en qué sentido, pero el tono informal en que ahora se dirigía a él lo
alertaba de que estaba verdaderamente alterada. La soltó, y no le sorprendió
que se apartara de inmediato.
Mariana
empezó a retocar su propia ropa, y el conde supo que ella no respondería a su
pregunta sobre esos gastos que parecía conocer pero él no. Aquella mujer era un
misterio constante. Por fortuna, él disfrutaba del desafío de un buen misterio.
El ruido de
la puerta llamó su atención. Cargado con una raída cartera de piel, Lawrence
Spellman entró en la sala.
—Milord.
—Spellman.
El
administrador inclinó ligeramente la cabeza hacia Mariana.
—Condesa, no
esperaba encontrarla aquí.
—Paso buena
parte de mi tiempo con el conde —replicó ella ladeando la barbilla—. ¿De qué
otro modo puedo instruirlo sobre sus responsabilidades?
—Muy encomiable,
pero le aseguro que yo puedo informarle de todo lo que necesite saber.
—¿Sabrá
entonces que lady Jane Myerson ha sido vista en público sin guantes?
Peter apretó
los labios para evitar una sonrisa, no sólo por el hecho de que Mariana
considerara escandalosas unas manos desnudas, sino también porque había
conseguido enmudecer a Spellman y se había hecho con la primera victoria en sus
disputas constantes.
Spellman
inclinó la cabeza como lo haría un perro pensativo.
—Desconocía
los hechos, pero los considero difícilmente censurables.
—Pues lo
son. Una verdadera dama jamás muestra sus manos en público, salvo para comer o
tocar el piano. Lady Jane Myerson ha dado muestras de su interés por el conde.
Si no fuera por mí, podría cometer el error de considerarla una esposa
apropiada cuando no lo es en absoluto.
Spellman
suspiró en señal de claudicación.
—En ese
caso, el conde tiene suerte de contar con tan buena consejera.
—Sin duda.
—Spellman,
tengo entendido que ha venido aquí a hablar de mis finanzas, no de mi vida
social. —Peter desconocía las intenciones de lady Jane Myerson. Quizá la
cortejaría sólo por irritar a Mariana.
—Sí, milord.
No obstante, debo insistir en que no considero adecuado que la condesa esté
presente en nuestra reunión.
—¿Cuál es el
inconveniente? —preguntó Peter.
Spellman
recorrió con la vista toda la estancia como si buscara el inconveniente, o
quizá para evitar mirar a los ojos de cualquiera de los presentes.
—Los asuntos
que he venido a tratar conciernen a la condesa.
—¿Así que
prefiere hablar mal de mí a mis espaldas? —inquirió ella con aspereza.
Peter se
preguntó por qué Mariana había supuesto inmediatamente lo peor: que Spellman
iba a hablar mal de ella en lugar de elogiarla.
—Considero
que el lugar de una dama no está entre los caballeros —replicó Spellman.
—Debo
disentir —añadió Peter antes de que Mariana pudiera replicar—. Si ha venido a
tratar asuntos que conciernen a la condesa, conviene que ella esté presente
para oír lo que tenga que decir.
—Milord,
insisto en que…
—No,
Spellman —lo interrumpió—. Soy yo el que insiste. Hablemos del asunto en
cuestión, ¿le parece?
—Sí, milord,
como quiera.
Tras lanzar
una furiosa mirada a Mariana, que ella le devolvió con arrogancia, el
administrador atravesó la estancia, se situó detrás del escritorio, colocó su
cartera encima, y señaló las sillas que tenía enfrente.
Cuando Mariana
hubo tomado asiento, Peter se sentó también. Después lo hizo Spellman, con un
interminable suspiro.
—Milord, es
hora de decidir si desea que la condesa perciba una pensión y, en ese caso,
cuál sería la cantidad apropiada. No obstante, debo advertirle de que no tiene
obligación alguna de proporcionarle nada, ni siquiera un techo bajo el que
cobijarse.