miércoles, 25 de septiembre de 2013

Capitulo 58



A medida que recuperaba fuerzas, Lali no pudo evitar darse cuenta de que su marido se mostraba muy atento a sus necesidades, pero también cauteloso al atenderlas. Le traía las comidas en una bandeja de plata, como si no tuvieran criados que pudieran hacerlo. La miraba comer como si fuera la actividad más asombrosa del mundo.
Por las tardes, la envolvía en una manta y la sacaba al jardín para que le diera el sol. Para consternación del concienzudo jardinero, Peter pasaba un rato arrancando las flores más hermosas del jardín hasta llenarle el regazo a Lali con un surtido de colores y fragancias. Luego se sentaba a su lado y la acosaba con preguntas sobre la Exposición Universal y los múltiples inventos y cambios que se habían producido durante su ausencia. Así era como había empezado a llamar al tiempo que había pasado en Pentonville; ya no era su encarcelación, ni su reclusión, ni el horrible acto de su hermano sino su ausencia. No quería que nadie supiera nunca que su hermano se había cambiado por él durante unos años. Quería que ella le hablara de todos los inventos modernos para poder seguir adelante como si nunca se hubiera ausentado.
Mientras le contaba una u otra cosa, ella misma se asombraba de lo mucho que se había progresado en ocho años.
A última hora de la tarde, él salía un momento, y aunque siempre le decía que era para encargarse de los asuntos de la finca y ella era consciente de que tenía muchas obligaciones que atender, sospechaba que iba a visitar a su hermano. Sabía que a Peter lo entristecía que su hermano estuviera apartado de la sociedad, y más aún no saber la razón por la que John se había vuelto contra él y creía ser Peter.
Además, había empezado a perseguirle la duda sobre la muerte de sus padres. El arsénico era fácil de conseguir, podía comprarse en cualquier botica, y era popular entre las damas, que lo empleaban para realzar el cutis. La ley exigía que se firmara el «registro de sustancias tóxicas» al adquirirlo, pero lo que se hacía con él después... bueno, no todo el mundo lo usaba para el cutis. Se estaba convirtiendo en el arma homicida favorita de las mujeres casadas que deseaban deshacerse de sus maridos. Peter había contratado a un hombre para que viajara por todo Londres examinando los registros de los boticarios. Se había encontrado su firma en uno de ellos, el de la compra de arsénico un mes antes de su decimoctavo cumpleaños. Como Peter jamás había comprado el veneno, supuso que, una vez más, había sido su hermano, haciéndose pasar por él.
Sin embargo, aquello sólo demostraba que John había comprado arsénico, no que lo hubiera usado. A Lali nunca le había parecido que el cutis de John lo necesitara.
Sabía que a su marido lo angustiaban sus averiguaciones, por eso estaba casi segura de que Peter pasaba algún tiempo con su hermano, intentando discernir qué lo había transformado en un hombre tan distinto, si bien aquello era una tarea imposible. Volvía a primera hora de la noche, más triste, solemne y reflexivo. Ella procuraba animarlo leyéndole fragmentos de las cartas que le enviaba Diana para contarle sus progresos en la búsqueda de un hombre que no la aburriera a los dos días.
Cuando Lali se retiraba a su dormitorio, él se reunía con ella y se limitaba a abrazarla, como si fuera algo delicado, demasiado frágil para nada más. Y hablaban.
—Quiero entender la clase de hombre que eres, lo que has soportado y cómo ha podido afectarte.
—Eres un poquito morbosa, ¿no?
—¿Te golpeaban o azotaban?
—No. No era tan malo. Bueno, los guardias te pegaban si hablabas o no te ponías el capuchón para taparte la cara. Pero tenían un castigo peor: la celda de aislamiento.
—No entiendo en qué se diferenciaba de la celda normal.
—Al menos en mi celda oía actividad. Aunque estaba solo, no me sentía solo del todo, porque sabía que había otros por allí. Los oía moverse mientras trabajaba en mi telar. En ese sentido, era afortunado. Mi trabajo consistía en tejer en mi celda todo el día.
—¿Cómo puedes considerarte afortunado por una experiencia así?
—Sobreviví. Ésa fue mi suerte. Además, de cuando en cuando, nos traían algún libro para que leyéramos. Lo peor eran las noches, porque el silencio era absoluto.
—¿Fue entonces cuando aprendiste a hacer sombras chinescas?
—Sí, en todas las celdas había luz de gas, para que pudiéramos ver cuando se hacía de noche. Hasta que pasaban los guardias para apagarlas, a las nueve, yo aprovechaba para jugar con las manos y ver qué clase de criaturas podía simular. Mis creaciones me transportaban más allá de las paredes tras las que vivía. Los elefantes de África y los camellos de Egipto. Probaba con todos los animales que conocía. Y también con personas. Sé hacer una bruja y un anciano con barba.
—No puedo ni imaginar lo solo que debías de sentirte.
—No quiero que lo imagines. No quiero que imagines nada de aquello.
Luego él le decía:
—Háblame de tu vida, de las cosas que te gustan. Quiero saberlo todo de ti.
—A ver... Mi color favorito es el rojo. Mi estación preferida, la primavera. Me gusta dar largos paseos y...
Pero a medida que fue recuperándose, una parte de ella temía que no fuera su convalecencia lo que le impedía hacerle el amor, sino la idea de que no había sido él quien la había elegido como duquesa de Killingsworth, sino su hermano, y ella era un recordatorio constante de la traición de aquél.
Las dudas la bombardeaban con frecuencia e intensidad cada vez mayores, como las olas sacudían la playa durante una fuerte tempestad. Sobre todo a última hora de la noche, cuando se preparaba para acostarse, preguntándose si su marido asumiría su papel de amante.
Sentada delante del tocador, se cepillaba el pelo distraída mientras pensaba en el lugar que ocupaba en la vida de Peter. Suponía que cualquier mujer se daría por satisfecha con la atención que él le prestaba, pero a ella le costaba conformarse con menos cuando había tenido más. Y tal vez fuera ése el origen de su creciente descontento. Lo había estado pensando mientras se daba un baño relajante, mientras Charity la ayudaba a ponerse el camisón, cuando su doncella se había ido a dormir y ella se había quedado esperando la llegada de su esposo.
El divorcio era la solución que siempre se le ocurría. Él era muy joven cuando lo encerraron. Había asistido a muy pocos bailes, a muy pocas cenas. Nunca había tenido la oportunidad de examinar a las jóvenes debutantes, ni de elegir a la que más lo atrajera. Se había casado con ella porque ella era quien se había reunido con él en el altar.
—Me prometiste que un día me concederías el privilegio de cepillarte el pelo.
Al alzar la mirada, vio el reflejo de su marido, de pie a su espalda, vestido con un camisón de seda azul, del mismo tono que sus ojos.
—No te he oído entrar —comentó ella.
—Pareces inmersa en tus pensamientos, como a menudo me reprochas a mí. Estás aquí pero no estás. ¿Dónde estabas?
—No tiene importancia —mintió ella. Al día siguiente le pediría el divorcio, pero aquella noche no. Quería pasar una noche más con él... y mientras pensaba eso, se le ocurrió que quizá se lo pediría al siguiente, o al otro. ¿Cuántos días podía posponer hacer frente a la verdad?
Peter se situó detrás de ella y, con dulzura, le quitó el cepillo de la mano.
—Todo lo que tiene que ver contigo es importante. —Le deslizó el cepillo despacio por la melena—. Recuerdo la primera vez que te vi el pelo suelto, extendido sobre la almohada de esa cama.
Ella lo observó en el espejo, la intensidad con que la miraba.
—Mi primera noche aquí, la noche de la tormenta, cuando me trajiste una taza de chocolate caliente.
—Pensé que me iba a fracturar los dedos de las manos, de tanta fuerza como me los apretaba para evitar tocarte.
—Yo quería que me tocaras.
—Pero pensabas que era otra persona.
Algo le vino a la cabeza.
—Viruela —susurró—. La primera mañana en la biblioteca, me dijiste que tenías viruela, no que habías visto huellas... de zorro.
Él se mostró notablemente avergonzado.
—Trataba de inventar una excusa convincente para no cumplir con mis deberes conyugales. Quería que entendieras que era por mí, no porque hubiera ningún problema contigo.
—Pero no tienes viruela.
—No.
—Pero buscabas un modo de evitarme.
—No de evitarte. De evitar hacerte el amor. Tenía la descabellada idea de que podría devolverte a John intacta.
Ella manifestó su entendimiento con una inclinación de la cabeza, y tragó saliva.
—En eso pensaba antes, cuando estaba absorta en mis pensamientos, en lo injusto que es para ti encontrarte de pronto casado con alguien a quien tú no has elegido.
—Mis pensamientos van por derroteros similares. Cuando se llevaban a John, tuvo el descaro de recordarme que lo habías querido a él primero.
—No. —Ella se volvió de pronto y levantó la cabeza para mirarlo—. No, ya te lo dije aquella noche en el carruaje... Tenía dudas...
Él le acarició la mejilla.
—Lo recuerdo, pero, cuando me miras, ¿ves al hombre que te pidió en matrimonio?
Lali meneó la cabeza despacio.
—No, veo al hombre del que me he enamorado.
Peter se puso de rodillas y le sujetó la cara entre sus manos grandes y fuertes.
—Ves a Peter, duque de Killingsworth.
—No, no veo un nombre ni un título, sólo veo a un hombre. Al hombre que me abrazó toda la noche sentado en un carruaje en una postura incómoda, al que intentó ocultar el llanto por la pérdida de sus padres, al que llevó a un niño de viaje por las sombras de la selva africana y del desierto egipcio, al que arriesgó su vida por salvar a otros de una tempestad, al hombre al que su hermano trató insufriblemente mal pero que aun así quiere ayudarlo, al hombre cuya esposa lo traicionó pero él continúa leyéndole en el jardín. Siento haber dudado de tu nombre, pero, por favor, créeme cuando te digo que jamás he dudado de mis sentimientos por ti. Te quiero más que a nada en este mundo.
—Ay, Lali —dijo él, apretándola contra su pecho, bajándola de la silla y sentándola en su regazo—. No imaginas lo insoportable que es no sentir el amor, estar incomunicado y solo, con la única compañía de tus pensamientos.

—Y de las sombras chinescas.

1 comentario:

  1. mas tiernos <3 <3 jaajaj viruela
    a mi nuca me salen las sombras
    Besitos
    Marines

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