—Estás muy guapo esta noche —declaró—, aunque,
como a casi todas las damas, siempre me has parecido muy atractivo.
Peter miró el suelo con tal vehemencia que
ella empezó a preguntarse si estaría buscando su reflejo en la madera pulida.
—A veces, cuando me miro en el espejo, me
sorprende descubrir lo viejo que estoy.
—Sí, claro, eres un vejestorio.
—En ocasiones me siento así —replicó él,
mirándola.
Ella se aproximó despacio al calor del fuego,
más cerca de él, y agradeció que no saliera disparado.
—Yo creo que los hombres mejoran con la edad,
pero no estoy segura de que el paso del tiempo haga más hermosas a las mujeres.
—A ti no puedo imaginarte sino hermosa.
—Pero cuando esté arrugada y marchita...
—Tu belleza reside en tus ojos y en tu
sonrisa.
—Ya te has puesto poético otra vez.
—La verdad es una forma de poesía.
Notó que el calor del pecho le subía a las
mejillas.
—No me había dado cuenta de lo poco que
hablábamos de verdad. Solíamos jugar a nuestros trabalenguas o chismorrear
sobre el atroz atuendo de lady Sylvia o el intento de lord Eastland de cubrirse
la calva peinándose hacia adelante. Me gustan más nuestras conversaciones de
ahora.
—A mí también. —Le cogió la copa, se acercó a
la mesita y la dejó allí junto con la suya—. Es hora de cenar.
—He pensado que quizá deberíamos empezar a
organizar algún entretenimiento —dijo Lali cuando ya casi estaban terminando la
cena, que habían degustado en un silencio casi absoluto, con el tintineo
ocasional de la plata en la porcelana como única prueba de su presencia. Él
siempre había sido un conversador tan entretenido en las comidas que le
sorprendía descubrir que, en la intimidad de su hogar, pretiriera que no lo
molestaran con una charla intrascendente.
—Quizá dentro de unos meses, cuando nos
hayamos hecho a nuestra vida juntos.
—Sé que te llevas muy bien con el marqués de
Lynmore. ¿A quién más te gustaría invitar?
—El duque de Weddington y yo siempre fuimos
muy buenos amigos —respondió después de tomar un sorbo de vino, al parecer,
divertido.
—Me sorprende esa revelación. Le negaste el
saludo cuando nos lo cruzamos en la galería de máquinas de la Exposición
Universal.
Peter la miró como si de pronto le hubiera
comunicado que el sol se había caído del cielo. Se bebió de golpe lo que le
quedaba de vino y se levantó.
—Discutiremos los detalles en otro momento. Si
me disculpas, tengo asuntos que atender y no deseo que se me moleste. Te veré
en el desayuno.
Salió a toda prisa de la habitación, y la dejó
una vez más con la sensación de haber hecho algo horrible.
¿Qué demonios era la Exposición Universal?
¿Hasta qué punto era universal? ¿Qué se exponía en ella? Máquinas, obviamente,
pero ¿qué más? ¿Dónde se organizaba? ¿Y con qué motivo?
¿Qué más había ocurrido mientras estaba en
prisión?
Había creído que su mayor temor era no saber
comunicarse con su esposa, pero ahora veía que podía meter la pata hasta con la
más mínima suposición, como que aún existía la monarquía... ¿Quién demonios era
el primer ministro? ¿Qué colonias le quedaban a Inglaterra?
Paseando nervioso por la biblioteca, se
preguntó dónde podría encontrar todas esas respuestas. No podía soltarle: «Ah,
por cierto, ¿te importaría contarme con detalle qué es lo que ha sucedido en
los últimos ocho años?».
¿No levantaría eso las sospechas de su esposa?
Aunque era muy probable que ya lo hubiera hecho.
Ella era preciosa, y él no había querido
aprovechar la noche de bodas. Sólo un loco la evitaría. ¿No sería ésa una
asombrosa paradoja: sobrevivir a Pentonville sin volverse demente para terminar
en un psiquiátrico?
Su comportamiento era errático. Lo sabía, y
veía que ella se daba cuenta. Notaba que lo ponía a prueba, que sopesaba sus
reacciones. Sin duda le costaba comprender las razones de su extraña conducta.
Se dejó caer en una silla, apoyó los codos en
las rodillas y enterró la cabeza en las manos. Se había impuesto una tarea
imposible. Quizá debiera limitarse a acudir al lord Canciller y exponerle su
caso.
Cielo santo, se sentía como el protagonista de
la novela de Alejandro Dumas que había empezado a leer la noche anterior, en
vista de que no conseguía conciliar el sueño, con la intención de olvidarse un
poco de su esposa. Sólo que él no tenía mosqueteros que lo salvaran. Únicamente
se tenía a sí mismo.
Y qué justiciero tan espantoso e inútil estaba
resultando ser.
Lali se dijo que más le valía retirarse a sus
aposentos, volver al dormitorio y... deprimirse, aunque ella nunca había sido
muy dada a la depresión. Le parecía una actitud que se alimentaba a sí misma.
Cuanto más se deprimía uno, más propenso era a seguir deprimido, como había
demostrado su aciago paseo de la noche anterior.
Aunque su marido le había dejado claro que no
quería que lo molestaran, Lali se sorprendió dirigiéndose de todas formas a la
biblioteca. En busca de un libro que la consolara mientras esperaba su regreso
tumbada en la cama. Porque seguramente esa vez, después del día casi perfecto
que habían pasado, iría a su encuentro. Sabía que la deseaba, entonces, ¿por
qué la mención de Weddington lo había hecho salir escopeteado del comedor?
El lacayo, vestido con una librea color
burdeos, le abrió la puerta con una pequeña reverencia.
Lali entró en la biblioteca. La estancia
parecía interminable desde el umbral de la puerta hasta el extremo opuesto,
donde la chimenea dominaba la pared. Mientras esquivaba las diversas mesas y
sillas, el retrato captó su atención. La anterior duquesa había sido una mujer
hermosa; sus hijos, aun de niños, denotaban el encanto que atraería a Lali
hacia uno de ellos.
Su marido, que estaba sentado tras el
escritorio, se puso en pie.
—Te he dicho que no quería que me molestaran.
—Quiero un libro, y éste me parece el sitio
más adecuado para buscarlo —replicó ella.
—Te agradecería que te dieras prisa, para que
pueda continuar con mis asuntos.
—¿Y qué asuntos son ésos?
La miró como si le hubiera arrojado un jarro
de agua fría.
—No son de tu incumbencia.
Tal vez no, pero sentía curiosidad, más por su
conducta que por lo que lo ocupaba.
Se dirigió sin prisa hacia uno de los
laterales de la sala donde las paredes estaban forradas de estanterías, del
suelo al techo.
—¿Los libros están ordenados de algún modo?
—Los libros eran de mi padre. Nunca me he
fijado en cómo los ordenaba.
Lo miró de reojo.
—Una vez me dijiste que te apasionaba la
lectura.
—Me apasiona la lectura, sí, pero no ordenar
los libros.
—¿Cuál es tu novela favorita? —le preguntó,
mientras acariciaba los lomos.
—No tengo una favorita.
—Todo el mundo tiene una favorita.
—Muy bien. El último mohicano —suspiró.
—¡Qué interesante! Supongo que lo que te gusta
es la aventura.
—Supongo. ¿Cuál es la tuya?
Lo dijo con menos acritud, como si hubiera
aceptado que no conseguiría disuadirla tan fácilmente.
—Jane Eyre.
—No conozco a esa autora —replicó.
Lali soltó una carcajada y meneó la cabeza.
—De verdad, Peter , qué bromista eres. La
autora es Charlotte Bronté. Su hermana escribió Cumbres borrascosas. Heathcliff
es el héroe atormentado de ésa. Por eso es una de las favoritas de Diana. Le
encantan los hombres atormentados.
—Pues tu hermana parece muy tierna.
—¡Y lo es! Además, ella no tortura a los
hombres —añadió, con el cejo fruncido—, aunque me atrevería a decir que quizá
lo intente, si es que encuentra alguno que quiera cortejarla.
Continuó inspeccionando las estanterías en
busca de algo que captara su interés.
—Ah, mira, tu padre tenía un ejemplar de David
Copperfield. —Frunció el cejo mientras acariciaba el lomo—. Pero cuando Dickens
publicó esta novela, tu padre ya había fallecido. —Miró a Peter por encima del hombro.
Él se apartó un poco del escritorio,
sintiéndose de pronto inseguro, atrapado como un animal que se percata tarde de
que ha pisado donde no debía.
—Bueno, yo he comprado algunos libros desde su
muerte, pero son los criados los que se encargan de ordenarlos.
—Tal vez debería intentar catalogarlos todos
—se ofreció ella—. Organizados de un modo que nos permita encontrar más
fácilmente lo que buscamos.
—Me gusta sorprenderme con lo que encuentro
—respondió él, y a Lali le dio la impresión de que quizá no hablaba sólo de
libros.
—A mí me gusta leer en voz alta —contestó
ella—. ¿Puedo leerte un poco?
—Lali, de verdad, hay cosas de las que debo
ocuparme de inmediato.
—¿No puedes hacerlas mientras te leo?
Por un instante, le dio la impresión de que él
estaba a punto de ceder...
—Me siento sola, Peter —añadió.
Él señaló con la mano una silla que había
junto al fuego.
—Por favor, sería un inmenso placer para mí,
si dispones de tiempo.
—Ahora mismo, tiempo es lo que me sobra.
Como lo tenía a mano, escogió David
Copperfield. Se sentó en la silla y Peter la acompañó instalándose en la que había
enfrente.
—Pensé que ibas a encargarte de tus asuntos
mientras yo leía —dijo ella.
—He cambiado de idea.
—¿Qué estabas haciendo antes de que viniera a
molestarte?
—Estudiando la conveniencia de escribirle una
carta a Weddington pidiéndole permiso para visitarlo.
—¿Vamos a volver a Londres entonces?
—Sospecho que está en la mansión Drummond,
cerca de la costa, a sólo unas horas de aquí. Pero si no está ahí, entonces no.
Aún no estoy preparado para volver a Londres.
—¿Recuerdas cuándo...?
—¿No ibas a leerme algo?
La abochornó un poco su tono, que no llegaba a
ser un reproche pero albergaba cierto viso de impaciencia. Abrió el libro y
empezó a leer.
Peter no sabía por qué había intentado
disuadirla de que leyera. Tal vez porque cuanto más tiempo pasara con ella más
le iba a costar dejarla marchar cuando llegara el día en que no le quedara más
remedio.
Le encantaba el suave tono de su voz.
Procuraba prestar atención al relato, pero se sorprendía perdido en ella.
Empezaba a sentirse irremediablemente enamorado.
Awwww <3 todo un poeta que divino
ResponderEliminarLali Partele la boca de una vez
jajjaja
Besitos
Marines
ayy quiero q se entere de la verdad la puchaaa
ResponderEliminarmaass ♥