Ella es la duquesa de Killingsworth. Tú eres
el duque de Killingsworth. Es tu esposa.
Pero no soy quien la cortejó, quien la
conquistó, quien le pidió el matrimonio.
No tengo derecho a desearla como la deseo.
¡Ningún derecho!
Pero ella es tu duquesa. ¡Tu duquesa!
-Ella no tiene la culpa.
Descalzo, con el ostentoso camisón de seda de
su hermano, Peter recorría nervioso la
gruesa moqueta de su dormitorio, de un lado a otro, en círculos, tapándose los
oídos con las manos, sin poder ahogar las voces de su cabeza.
Aunque estaba poco dispuesto a admitirlo,
había mantenido muchas conversaciones consigo mismo mientras estaba en
Pentonville, prestando voces distintas a su pensamientos y, a pesar de que
sabía perfectamente que todos eran suyos y los controlaba, era en ocasiones
como ésa cuando tenía la sensación de que se estaba volviendo loco de verdad.
Porque no podía detener las voces, no podía
impedir que lo tentaran, que intentaran concederle la libertad de hacer
exactamente lo que quería hacer: convertir a Lali en su esposa de todas las
formas posibles.
Incluso antes de que Whitney lo hubiera
alertado de su desaparición, Peter ya
había decidido que merecía el honor de dormir en el ala familiar. Que fuera a
quedarse o no era otra cuestión, pero ella se había casado con el duque de
Killingsworth de buena fe y tenía derecho a dormir en el dormitorio de la
duquesa.
Habría trasladado sus cosas a la mañana
siguiente en lugar de aquella noche, pero, sabiendo que ella aún no se había
retirado a descansar, la demora carecía de sentido.
¿Cómo podía salir tan mal algo tan sencillo
como un paseo nocturno? ¿Cómo había podido perderse? Su temor era que tuviera
pensado convertir el paseo en una huida. No se lo reprochaba. El matrimonio con
él seguramente no era en absoluto lo que ella había esperado.
Apenas le hablaba y, cuando lo hacía, no sabía
qué decirle. Era asombroso lo que ocho años de hablar con uno mismo podían
hacerle a un hombre. Aunque siempre había sido un conversador ingenioso, y
durante su encierro en Pentonville se había entretenido a sí mismo hasta el
punto de hacerse reír en alguna ocasión, ahora se veía completamente incapaz de
mantener una conversación de lo más intrascendente.
El tiempo. Podían hablar del tiempo. De hecho,
quizá ella no hubiera salido si, cuando se aproximaban a Hawthorne House, él hubiera dicho: «El aire huele a lluvia. Habrá tormenta antes
de medianoche».
Porque la había olido, y había saboreado su
aroma, pero se había guardado sus observaciones para sí. Así que ella había
salido sin pensar en las consecuencias de una tormenta. Él había ido a buscarla
sin pensar en lo que sucedería cuando la encontrara. Ni siquiera se le había
ocurrido ensillar un caballo para ella, y esa falta de previsión le había
supuesto la deliciosa tortura de llevarla sentada entre sus muslos, con la
espalda rozándole el pecho a cada paso del caballo, transmitiéndole su calor e
impregnando su ropa de su aroma.
Había sido un milagro que la encontraran, un
milagro que le había permitido abrazarla nada más verla, estrecharla entre sus
brazos, tan fuerte que le había notado los pezones, endurecidos por el frío de
la noche cuando ella apretaba el pecho contra el suyo. Aun estando calado y
muerto de frío, no le habría importado pasar la noche allí de pie, hasta que el
sol apareciera por el horizonte, sólo abrazándola, inspirando el dulce aroma
que aún impregnaba sus fosas nasales. Ni la lluvia se lo había llevado.
Suponía que, una vez revelada la verdad y
disuelto el matrimonio, cuando entrara en el dormitorio contiguo al suyo, éste
aún conservaría su olor.
Porque ahora Lali estaba allí tumbada y tan
sólo los separaba una puerta. Una puerta pesada y recargada, claro, como todo lo
que había en aquella casa. Pero bastaría con que la abriera y le hiciera saber
que le había mentido sobre muchas cosas.
¿Demasiado cansado para ser un esposo atento?,
como le había dicho a ella.
Cielo santo. Había sido más que atento. Había
tenido que apretarse las manos hasta hacerse daño para evitar que éstas se
abalanzaran sobre aquel pelo suelto, que uno de sus dedos siguiera el recorrido
sinuoso de su grueso labio inferior, donde había descansado una gota de
chocolate hasta que ella la había recogido con la lengua.
Aquel pequeño gesto casi había sido su
perdición. Su cuerpo se había puesto rígido con tal rapidez que se había
mareado.
¿Demasiado cansado?
Pensó que aun en su lecho de muerte
encontraría la energía y el aguante necesarios para hacerle el amor.
Lo había conmovido verla esforzarse por
conservar su recato, procurando no destaparse mientras se incorporaba en la
cama. Pero las sábanas se habían deslizado un poco cuando había estirado el
brazo para coger la taza de chocolate, y le habían permitido divisar la curva
de un seno perfecto, moldeado por el suave tejido de su camisón. No le hacía
falta verlo para saber que le parecería magnífico. No necesitaba albergarlo en
la palma de su mano ni acariciarlo para saberlo extraordinario.
Le bastaba con ver la forma que daba a su
camisón para estar seguro de que toda ella le parecería extraordinaria.
Se dejó caer en el sofá que había ante la
chimenea, y el fuego que allí ardía le pareció casi frío comparado con el calor
que irradiaba su cuerpo cuando pensaba en su mujer. Lo que necesitaba era otro
baño de agua fría, lo último que había esperado verse obligado a soportar. Un
baño de agua helada que le hiciera castañetear los dientes.
Pero algo debía aplacar su ardor, porque no
podía buscar el alivio de la forma que a su cuerpo le gustaría.
No podía acostarse con su esposa porque él no
era el hombre al que ella le había concedido ese honor. No podía acostarse con
otra mujer porque estaba casado y, aunque no tuviese intenciones de hacerla
suya, ella había contraído matrimonio con él pensando que lo hacía con el
hombre que se lo había pedido.
De modo que respetaría su enlace hasta que
pudiera disolverlo.
Debía irse a dormir, seguir el consejo que le
había dado a ella y descansar para, al día siguiente, poder revisar los libros
y los registros en busca de cualquier cosa que le sirviera para conservar lo
que su hermano había querido arrebatarle.
Sin embargo, cuando al fin se retiró, casi dos
horas después, tras hacer poco más que contemplar el fuego y pensar en la mujer
de la habitación contigua, no soñó con conservar su ducado, sino a su esposa.
Peter querido yo tambien hablo sola jajajaja
ResponderEliminar(Pero ella es tu duquesa. ¡Tu duquesa!) es tu duquesa tuya..Se quiere hacer el caballero mas lindo pero es tu esposa..:)
Muy bueno el capitulo
besitos
Marines