—Ya sé a qué te referías.
—¿De qué hablas? —preguntó Lali, de pie
delante del espejo, mientras esperaba a que su doncella le abrochara el último
de los botones del vestido de viaje.
—De tu duque. De cómo te mira. No me había
fijado antes, pero de pronto parece ausente, como si estuviera en Francia o en
algún otro lugar igual de aburrido.
—Creía que te gustaba Francia.
—Me gusta cómo besan los franceses.
—¿Cuándo has besado tú a un francés?
—¡Ya te gustaría saberlo!
Lali captó la mirada desafiante de su hermana
reflejada en el espejo.
—Si tú has besado a un francés, yo no soy
virgen.
—¿No se sorprenderá tu marido cuando lo
descubra?
La doncella, Charity, carraspeó.
—Me tomas el pelo —afirmó Lali.
—¿Ah, sí?
—Si de verdad has besado a un francés,
cuéntame algo que yo no sepa de besos.
—¿Por qué siempre me pillas?
—Porque siempre vas de farol —respondió Lali,
mirando de nuevo al espejo y observando cómo Charity le arreglaba el pelo para
que el sombrero le quedara perfecto—. Creo que echa de menos a su hermano.
—¿Quién?
—El duque —replicó Lali con un gesto de
asombro—. Hablábamos de él. De verdad, a veces me parece que estás
trastornada... Esa facilidad tuya para cambiar de tema.
—Es que me aburro muchísimo. Necesito pasar a
otra cosa. Entonces, ¿crees que echa de menos a su hermano?
En efecto, Diana tenía la costumbre de cambiar
continuamente de tema, y Lali debía estar siempre alerta para poder seguirle la
conversación.
—Sí, creo que por eso hoy no parece él. Hemos
estado hablando de su hermano por el camino. Entre gemelos hay un vínculo
especial. Eso hace que la separación resulte mucho más difícil, ¿no te parece?
—Yo te echaré muchísimo de menos cuando te
vayas, y no somos gemelas.
—Afortunadamente. Tienes una nariz rara —le
espetó Lali, procurando aligerar el ambiente para que no lo impregnara la
tristeza de la partida. Nunca había estado lejos de casa sin su familia.
—Prefiero tener la nariz rara a un agujero en
la mejilla.
—Se llama hoyuelo.
—El duque te lo mira como si nunca hubiera
visto uno.
—Tienes muy controlado a mi duque.
—Ah, ¿así que ahora es «tu» duque? —inquirió
Diana cruzándose de brazos—. Por lo visto, ya no tienes dudas.
No, aún las tenía, pero ya era demasiado
tarde. Cuando Charity se apartó, Lali se volvió con los brazos extendidos:
—Yo también te voy a echar mucho de menos.
Diana se abalanzó sobre ella y la abrazó con
fuerza.
—Manda a alguien a buscarme cuando puedas.
—En cuanto nos hayamos hecho a nuestra vida
juntos. —Lali retrocedió un paso, tomó las manos de su hermana y se las
apretó—. Sé buena con mamá cuando yo no esté.
—No me estropees la diversión.
Lali se inclinó hacia adelante y le dio un
beso en la mejilla.
—Ten cuidado con los franceses. He oído decir
que dan besos con lengua.
—Así es —respondió Diana con una sonrisa
pícara.
—Estoy deseando llegar a tu mansión familiar
—dijo Lali mientras el cochero atravesaba Londres—. Me has hablado tanto de
Hawthorne House que es como si conociera cada pasillo, cada estancia.
—Yo estoy deseando compartirla contigo
—respondió Peter con parquedad y sin mucho entusiasmo. El que ella lo conociera
poco no facilitaba las cosas, sino que más bien aumentaba sus probabilidades de
dar un paso en falso: cuantos menos detalles supiera, más probable era que los
recordara con nitidez.
A Lali pareció decepcionarla su respuesta, y
era lógico. Estaba tan llena de vida que él se sentía como un cadáver sentado
frente a ella.
Su vestido de viaje era verde oscuro. En la
cabeza, lucía con desenfado un sombrerito con una pluma ligeramente inclinada
hacia un lado; debajo, el pelo recogido en un moño. Peter quería tocarle el
pelo, la mejilla, acariciarla, pero temía que una caricia no le bastara.
—Me gustaría que, cuando nos hayamos asentado,
Diana pasara una temporada en casa con nosotros.
—Por supuesto.
—¿Crees que ella y John se llevarían bien?
—Lo dudo mucho.
—¿En serio, por qué?
«Porque si le hubiera interesado, la habría
elegido a ella desde el principio.»
—Viviendo en América, probablemente prefiera
una dama de naturaleza menos civilizada.
—Créeme, Diana puede llegar a ser de lo más
incivilizado si se lo propone. Esta misma mañana estaba provocando a mamá con
la tontería de que no quiere casarse.
—¿Por qué te parece una tontería que no quiera
casarse?
—Porque ése es el objetivo de una mujer en la
vida: buscar un matrimonio favorable.
—Así que, al casarte conmigo, has logrado tu
objetivo.
Ella alzó la mirada al techo del carruaje.
—Creo que en mi vida nunca había metido tanto
la pata como hoy. —Lo miró—. No, casarme contigo no era «mi» objetivo en la
vida. Mi objetivo... —frunció el cejo—. No estoy segura de cuál es mi objetivo.
Quizá ser una buena esposa, una madre ejemplar, una duquesa encantadora.
—Entonces, no me cabe duda de que lo lograrás.
—No me había percatado de que tuvieras tanta
fe en mí.
—No te habría tomado por esposa si no fuera
así.
Empezaba a confundir sus propios pensamientos
con los sentimientos que le suponía a su hermano. No quería ser un reflejo de
John.
—Cuando nos hagan el retrato oficial,
tendremos que pedir una copia pequeña para tu hermano.
—¿El retrato oficial? —preguntó Peter.
Ella le sonrió indulgente.
—Sí. Tú me dijiste que, poco después de la
boda, se pintaba un retrato de todos los duques y las duquesas para colgarlo en
la galería familiar.
—Ah, sí.
—Y tú quieres que nos lo hagan pronto, dado
que ya somos los duques de Killingsworth.
—Pronto —murmuró él—, pero no inmediatamente.
Nunca me ha gustado posar para retratos.
Además, no tenía sentido que se hiciera ese
retrato si ella no iba a estar mucho tiempo en la galería. No podía prometerle
que fuera a seguir siendo duquesa. De hecho, lo más probable era que dejase de
serlo. Los votos que había pronunciado en la iglesia eran para otro hombre, y Peter
no la obligaría a cumplirlos.
—Es muy aburrido, ¿verdad? —preguntó Lali—. Y
sé que detestas aburrirte.
Un rasgo que su hermano y él compartían, y en
Pentonville no había otra cosa que aburrimiento.
—Me temo que hasta a Witherspoon le supone un
desafío ayudarme con mi rutina matinal, porque no soy de los que están quietos
mucho tiempo —añadió, orgulloso de sí mismo por haber averiguado el nombre de
su ayuda de cámara.
Cuando llegaron a su casa de Londres donde
iban a cambiar el carruaje por un coche de viaje, Peter había tenido un golpe
de ingenio: había mandado salir a todo el servicio y había insistido en que se
presentaran a la duquesa mientras él se limitaba a caminar a su lado, tomando
nota mental de los nombres al tiempo que el mayordomo iba presentándole a cada
uno. Su asistente era Witherspoon, y estaba bien saberlo, dado que lo
acompañaría a la finca en el coche que seguía al suyo, y, de otro modo, no
habría podido llamarlo de ningún modo.
También Lali llevaba consigo a su doncella,
Charity, que aunque era bastante joven, parecía capaz y se mostraba muy
cariñosa con su señora.
—Por lo que tengo entendido, el viaje es largo
—dijo su esposa.
—Sí.
—¿Jugamos a uno de nuestros juegos de palabras
para distraernos?
«¡Vaya! Tenían jueguecitos para entretenerse.»
—Así el tiempo pasará más rápido —prosiguió
ella—. Vamos a jugar a los topónimos. Dime una letra.
—¿Una letra?
—Del alfabeto. ¿No te acuerdas? Tú me dices
«la b», y yo te contesto: «Voy a Bath a darme un baño de burbujas en el balneario».
Luego te digo yo una. Ya sé que te gusta más cuando somos varios, pero también
podemos jugar los dos solos.
—No quisiera contrariarte, pero ha sido una
mañana muy larga y estoy cansado —se excusó, en lugar de confesar que no sabía
nada de los juegos de palabras a los que jugaban su hermano y ella, y que,
aunque aquél parecía fácil, no le apetecía. Para el juego al que estaba
deseando jugar, necesitaba su boca bien pegada a la suya. La clase de juego al
que juegan hombres y mujeres, no aquellos juegos infantiles.
¿Tenían idea las mujeres de lo que sucedía en
la noche de bodas? Lógicamente, no iban a visitar un burdel para informarse de
los pormenores. Él había estado en uno la noche de su decimoctavo cumpleaños,
pero su disfrute de lo que allí se ofrecía se había visto interrumpido cuando
lo habían drogado y se lo habían llevado. En sus ocho años de cautiverio, había
pasado muchas noches solitarias imaginando al detalle lo que podría hacer con
una mujer. Quizá careciera de experiencia, pero no le faltaba imaginación, y en
aquel momento le estaba costando refrenarla. Suponía tomarse una libertad que
no le correspondía y, por agradable que le resultara, lo incomodaba.
Lali era una tentación a la que no podía
sucumbir. Pero se conformaba con estar con ella en el coche. Con no estar solo.
Aunque ambos guardaran silencio, no estaba solo.
Entonces tuvo un pensamiento horrible: ¿lo
estaría delatando su mutismo?
Ella había empezado todas las conversaciones,
si las escasas frases que habían intercambiado podían llamarse así. Se dio
cuenta de que su esposa no parecía disfrutar de lo que miraba por la ventana.
Se la veía triste, y tan sola como él.
Iba a tener que hacer algo, pensar en algún
tema seguro, quizá incluso acceder a jugar a alguno de aquellos jueguecitos.
Miró por su ventana con la esperanza de inspirarse, y entonces algo le llamó la
atención.
—¡Para! —gritó al cochero—. ¡Detén el coche!
—¿Qué ocurre, Peter? ¿Qué pasa? —preguntó
ella, enderezándose de repente, siempre alerta.
No podía explicarlo. Se limitó a menear la
cabeza. El coche se detuvo balanceándose.
—Sólo será un momento —dijo y, sin esperar al
lacayo, abrió la puerta de golpe y bajó. Se alejó del coche apenas unos metros
para poder tener una visión despejada.
El edificio era tan siniestro por fuera como
por dentro. Tan repugnante como formidable. Empezó a sudar. Habría jurado que
podía oír el estruendo metálico de las puertas, los pasos arrastrados de los
presos, escoltados al patio de ejercicio o a la capilla, la ausencia de
voces...
—¿Qué tiene Pentonville que te fascina tanto?
Peter dio un brinco, sobresaltado por la
inesperada pregunta, por la súbita cercanía de Lali. No la había oído salir del
coche ni acercarse, pero se encontraba a su lado, escudriñándolo. Como no sabía
qué podría adivinar ella en su rostro, apartó la mirada bruscamente, procurando
despojar su voz de cualquier tipo de emoción.
—¿Qué te hace pensar que me fascina?
Ella soltó una pretendida carcajada, que sonó
más bien como si se estuviera ahogando.
—Porque ya es la tercera vez que haces esto
cuando pasamos por aquí: pedirle al cochero que se detenga para poder plantarte
exactamente en ese punto y quedarte mirando fijamente esa horrible prisión.
De modo que su hermano se había quedado
contemplando la prisión en dos ocasiones estando con ella. Curioso. Peter se
preguntó cuántas veces habría ido John allí solo a mirarla, y si alguna vez,
estando cerca, se habría sentido culpable por todo lo que le había arrebatado a
él, el legítimo heredero.
¿Se habría planteado John entonces la posibilidad
de confesarle a ella sus pecados, o era la contemplación de aquel edificio un
gozoso recordatorio del éxito con que había logrado reemplazar a su hermano?
¿Qué habría pensado mientras estaba allí de pie? ¿Y qué podía decirle Peter ahora
a su esposa para explicar su comportamiento?
—No sé bien por qué me fascina. Obviamente, es
una fascinación malsana. —Como contemplar el hogar de uno con la esperanza de
rescatar recuerdos agradables de donde no los hubo.
—He visto un grabado de los presos haciendo
ejercicio. Van atados entre sí...
—No van atados —la interrumpió él—. Sólo los
obligan a sujetar una cuerda, con un nudo cada cinco metros, para evitar que se
acerquen demasiado. La distancia les impide hablar unos con otros.
—En el grabado que vi, llevaban capuchones...
—Sí —volvió a interrumpirla; no quería oír
ningún otro de los detalles con los que estaba tan horrorosamente
familiarizado—. Es para cubrirles la cabeza.
—¿Te parece mal? Así se evita a los presos la
vergüenza de que se les vea la cara.
—¿Quién? —preguntó, sin poder evitar que le
aflorara la ira—. ¿Los otros presos? Imagina que tuvieras que pasarte la vida,
día tras día, en un baile de disfraces donde todos llevaran la misma máscara.
Es fácil volverse loco cuando todo el mundo tiene exactamente el mismo aspecto.
Ver salir a los presos es como ver a un enjambre abandonar la colmena. No hay
forma de distinguir a unos de otros. Pura monotonía. Todo es siempre igual. La
misma celda de cuatro metros por dos. La misma ropa, el mismo capuchón, el
mismo... —Se detuvo. No era su intención agitarse así, pero llevaba tan en
terrada en su interior la tristeza de aquella existencia que luchaba por
escapar con la misma tenacidad que él...
Hay pobresito Peter todo traumadito, Peter yo tengo unos contacto que te pueden ayudar jajaja.....Lali ayudalo porfiss
ResponderEliminarBesitos
Marines