Devolvió su atención al pasillo, donde una
dama y un caballero —un hombre que supuso sería el padre de ella— se acercaban
ahora a él. La novia, sin duda. El vestido era blanco de satén, con una cola de
encaje adornada de flores. El velo, también de encaje, le caía por los hombros.
¿Debía reconocerlos? ¿Era ella alguien a quien
había conocido durante su juventud? ¿Tenía título su padre?
—Killingsworth, eres un hombre afortunado. Muy
afortunado —murmuró Lynmore.
Cuando la novia se detuvo ante él, acompañada
de su padre, Peter supo cuánta razón tenía su padrino.
Era verdaderamente preciosa. El velo de encaje
le daba un aire etéreo que no ocultaba del todo sus rasgos. Tenía el pelo
oscuro recogido, por lo que no podía saber cuál era su longitud o su textura,
aunque algunos mechones ondulados le caían por la cara. Sus ojos, también
oscuros, estaban fijos en él, y se preguntó si eran negros o pardos. Resultaba
difícil distinguirlo. Era bajita, apenas le llegaba al hombro, y parecía muy
joven. ¿O quizá él se sentía muy viejo?
En cualquier caso, podía imaginar que, cuando
llegase la noche, John se arrojaría contra la puerta, aporrearía las paredes y
el suelo de su celda, desesperado por huir, consciente de lo que Peter debía de
estar haciendo con la mujer con la que él había previsto casarse.
Ése era el verdadero horror de Pentonville:
las insufribles imágenes que el aislamiento podía provocar en la mente de un
hombre constantemente torturado por el silencio y la soledad. Hacía falta
determinación, control y concentración para mantener a raya las pesadillas. A
veces, por mucho que lo intentaba, Peter no conseguía librarse de ellas porque
se sentía derrotado, destrozado, exhausto. Y esa tensión emocional... sí, su
hermano la sufriría esa noche.
El arzobispo preguntó algo, el padre de la
novia respondió, y Peter se dio cuenta de que no podía seguir perdiéndose en
los recuerdos del infierno que había soportado; debía centrarse en lo que
estaba sucediendo. Si alguien sospechaba que se había cambiado por su hermano,
se vería obligado a justificar su propia intriga antes de estar preparado para
ello, lo que lo situaría en una posición muy desventajosa.
Debía permanecer alerta y seguir siendo
cauteloso hasta que pudiera decidir qué medidas adoptar.
A su alrededor nadie hablaba; todos parecían
estar esperando, y temió que hubiera llegado un momento del día en que debiese
saber con exactitud lo que tenía que hacer sin la ayuda de nadie.
—Si es tan amable de ofrecerle el brazo a la
novia —le susurró el arzobispo.
Naturalmente. El padre de la novia se la
entregaba a Robert. Conocía esa parte de la ceremonia porque había asistido a
unas cuantas bodas como invitado. Era sencillo, de modo que le ofreció el
brazo.
Ella sonrió, con una sonrisa increíblemente
tierna y alegre; los ojos le brillaban con tal felicidad que el velo no podía
ocultar la esperanza, la fe y el afecto con que ella lo colmaba.
Cielo santo. Había cometido un terrible error
de juicio. Ella no quería casarse con el duque sino con John. Por improbable
que pareciera, John le interesaba. Si el afecto que se adivinaba en su gesto
significaba algo, probablemente amara de verdad a su hermano.
Era un aspecto del matrimonio que ni siquiera
había considerado. Las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer casi lo
derrotaron.
Mientras planificaba cuidadosamente lo que iba
a hacer durante las largas horas que había permanecido tumbado en el catre de
su celda, mirando el techo alto y sin adornos, meditando su estrategia, su
fuga, su recompensa, jamás se le había ocurrido que le partiría el corazón a
una joven, que podría traicionar a una inocente.
Debía salir a toda prisa de la iglesia,
murmurando sus disculpas. Era preferible avergonzar a la dama entonces que
mortificarla después. Podía decir que había cambiado de idea, y no mentiría:
las ideas del duque eran distintas, porque el duque era un hombre diferente. Un
razonamiento sin duda enrevesado, pero veraz en cualquier caso.
Sin embargo, si salía de allí sin más, se
encontraría en una situación aún peor, porque todos querrían saber por qué
razón no estaba dispuesto a seguir adelante con la ceremonia.
Además, el plantón ante el altar solía
acarrear graves consecuencias, y aunque no sabía cuáles eran, sí sabía que no
podría ocuparse de ellas mientras no hubiera deshecho los otros entuertos de su
vida. Maldijo a su hermano, maldijo su propia falta de planificación, y de paso
maldijo a su futura esposa. Por inocente que fuera, iba a complicar aún más una
situación ya complicada.
No vio más remedio que seguir adelante con la ceremonia,
aunque no con el matrimonio. Encontraría una excusa para distanciarse de
aquella mujer y permitir que mantuviera su castidad. Pero cuando hubiera
decidido cómo demostrar que era el verdadero duque, ¿qué haría?
Liberaría a su hermano, desharía aquel absurdo
matrimonio, y le devolvería magnánimamente a su amor, no tanto por él como por
ella. No era justo que se casara con otro hombre, sobre todo cuando lo miraba
con tal adoración.
Sus planes aún podían funcionar. No tan bien
como había esperado inicialmente, pero saldrían adelante. Con toda la
diligencia de que fuera capaz, se dedicaría a demostrar sus reivindicaciones.
Después, todos quedarían libres de la fastidiosa (e ilegal) intromisión de su
hermano.
Se obligó a dedicar a la novia una sonrisa tranquilizadora.
Ella le tomó el brazo y, dando un paso hacia adelante, ambos centraron su
atención en el arzobispo, cuya voz empezó a resonar hasta el techo con las
palabras que pronto sellarían los destinos de ambos.
Peter miró de soslayo a la mujer que tenía que
ser la esposa de John y ahora sería la suya. Resultaba mucho más interesante
que el anciano arzobispo. Sus ojos eran su rasgo dominante: grandes y
almendrados, casi exóticos. Se preguntó qué ocultaba aquella cortina de encaje.
¿Eran sus pestañas tan largas como parecía, o se trataba sólo de un efecto
óptico producido por el velo? ¿Tenía imperfecciones, o delicadas arrugas fruto
de la risa? ¿Sonreía a menudo, o se reservaba para las ocasiones especiales,
como saludar al hombre con el que iba a casarse?
Conocía a las mujeres como madres, amas de
llaves o criadas, pero no había tenido un conocimiento profundo de ellas, de
sus reacciones o de sus expectativas.
Se sorprendió preguntándose las cosas más
tontas: qué colores le gustarían, cuáles serían sus comidas favoritas, con qué
entretenimientos disfrutaría más.
Luego se planteó la pregunta más importante de
todas: qué la había conducido hasta aquel momento, qué había visto en su
hermano, qué la había impulsado a querer casarse con aquel canalla.
¿Había algo de bondad en John? Hubo un tiempo
en que pensaba que sí, pero su conducta lo había privado de todo favor a los
ojos de Robert. Aun así, ¿debía haberse mostrado menos inclinado a la venganza
y ofrecido a su hermano la oportunidad de disculparse, de explicarse, de
rectificar?
Porque seguramente un ángel como ella no
habría querido bailar con un demonio.
Ella volvió un poco la cabeza y lo miró; luego
esbozó una sonrisa cariñosa. A él se le encogió el corazón, y deseó ser él, y
no su hermano, el destinatario de aquella adoración.
Sin embargo, no podía olvidar que John se lo
había quitado todo. ¿Sería de justicia que ahora él le robara la dama a su
hermano, y se apoderara no sólo de su cuerpo sino también de su alma y de su
corazón como si le pertenecieran legítimamente, del mismo modo que John se
había quedado con sus títulos, su patrimonio o su posición en la familia y en
la sociedad?
Era algo que debía ponderar, debatir en su
interior. Una posibilidad que sin duda lo mantendría despierto por las noches,
con lo que había anhelado poder dormir sin preocupaciones.
Una vez más, le ofreció a la novia una sonrisa
que esperó ocultara sus dudas y sus pensamientos traicioneros.
Procuró apartar su atención de ella y se
concentró en los ritos de la ceremonia, arrodillándose cuando debía
arrodillarse y repitiendo con fingido sentimiento palabras que no significaban
nada para él. De esa forma, pudo saber al menos algo de gran importancia: ella
se llamaba Mariana Alexandria Lambert. Un nombre tan largo y rimbombante para una
mujer tan pequeña y delicada.
El arzobispo mencionó un anillo, Peter se
volvió hacia su padrino y después se quedó mirando fijamente el fino aro de
plata que éste le había colocado en la palma de la mano enguantada. Debía de
haberlo supuesto, debería haberse preparado. El anillo de su madre. Cerró la
mano y se esforzó por hacer acopio del coraje necesario para concluir lo que
había empezado.
Se distanció de todos y de todo hasta que
llegó el momento del intercambio de votos, y sólo entonces fue consciente de
que ambos se encontraban verdaderamente unidos en matrimonio. Entonces, el
arzobispo anunció que Peter podía besar a la novia, a Mariana Alexandria
Lanzani, la nueva duquesa de Killingsworth.
Recordando la boda de un primo lejano, Peter levantó
lentamente el velo. Cielo santo, era aún más hermosa con el rostro al
descubierto. Sus pestañas eran sin duda tan largas como parecían. Sus ojos eran
castaño oscuro, con una aureola dorada. Jamás había visto unos ojos como
aquéllos. Y no tenía manchas, ni pecas, ni arrugas de preocupación. Sus labios
eran llenos y carnosos, y se preguntó cuántas veces los habría besado su
hermano. ¿Notaría ella la diferencia en la forma de su boca, en el tacto de los
labios de él contra los suyos, en el sabor de sus besos?
La miró, y le sorprendió descubrir el brillo
de unas lágrimas en aquellos ojos oscuros y profundos. Entonces se reprendió,
porque esas lágrimas de alegría convertían en una burla lo que él acababa de
hacer. Ella pensaba que él había ratificado su amor, creía haber intercambiado
votos con el hombre que la había pedido en matrimonio. Lloraba porque era
feliz, entusiasmada ante la perspectiva de ser su esposa hasta que la muerte
los separara. Lloraba porque anhelaba aquel instante —en que él sellara los
votos de ambos con un beso— más que cualquier otra cosa en el mundo.
—Lo siento —se oyó susurrar con voz ronca,
justo antes de depositar un beso minúsculo en la comisura de aquella boca
terriblemente tentadora.
A ella parecieron sorprenderle sus palabras
tanto como a él mismo; parpadeó, desaparecieron las lágrimas, y frunció el
cejo. Él se dio cuenta entonces de que quizá había dado un paso en falso, que
tal vez acababa de desvelarle que no era quien ella pensaba.
Pero entonces, el arzobispo, con voz sonora,
presentó a los asistentes a los duques de Killingsworth, y a Peter no le quedó
más remedio que escoltar a su esposa hasta el exterior de la iglesia.
Hay la boda <3 pero pero pero...? Peter eres un caballero perola hubieras besado con pasion jajaja
ResponderEliminarBesitos
Marines