jueves, 11 de julio de 2013

Capitulo 6



Devolvió su atención al pasillo, donde una dama y un caballero —un hombre que supuso sería el padre de ella— se acercaban ahora a él. La novia, sin duda. El vestido era blanco de satén, con una cola de encaje adornada de flores. El velo, también de encaje, le caía por los hombros.
¿Debía reconocerlos? ¿Era ella alguien a quien había conocido durante su juventud? ¿Tenía título su padre?
—Killingsworth, eres un hombre afortunado. Muy afortunado —murmuró Lynmore.
Cuando la novia se detuvo ante él, acompañada de su padre, Peter supo cuánta razón tenía su padrino.
Era verdaderamente preciosa. El velo de encaje le daba un aire etéreo que no ocultaba del todo sus rasgos. Tenía el pelo oscuro recogido, por lo que no podía saber cuál era su longitud o su textura, aunque algunos mechones ondulados le caían por la cara. Sus ojos, también oscuros, estaban fijos en él, y se preguntó si eran negros o pardos. Resultaba difícil distinguirlo. Era bajita, apenas le llegaba al hombro, y parecía muy joven. ¿O quizá él se sentía muy viejo?
En cualquier caso, podía imaginar que, cuando llegase la noche, John se arrojaría contra la puerta, aporrearía las paredes y el suelo de su celda, desesperado por huir, consciente de lo que Peter debía de estar haciendo con la mujer con la que él había previsto casarse.
Ése era el verdadero horror de Pentonville: las insufribles imágenes que el aislamiento podía provocar en la mente de un hombre constantemente torturado por el silencio y la soledad. Hacía falta determinación, control y concentración para mantener a raya las pesadillas. A veces, por mucho que lo intentaba, Peter no conseguía librarse de ellas porque se sentía derrotado, destrozado, exhausto. Y esa tensión emocional... sí, su hermano la sufriría esa noche.
El arzobispo preguntó algo, el padre de la novia respondió, y Peter se dio cuenta de que no podía seguir perdiéndose en los recuerdos del infierno que había soportado; debía centrarse en lo que estaba sucediendo. Si alguien sospechaba que se había cambiado por su hermano, se vería obligado a justificar su propia intriga antes de estar preparado para ello, lo que lo situaría en una posición muy desventajosa.
Debía permanecer alerta y seguir siendo cauteloso hasta que pudiera decidir qué medidas adoptar.
A su alrededor nadie hablaba; todos parecían estar esperando, y temió que hubiera llegado un momento del día en que debiese saber con exactitud lo que tenía que hacer sin la ayuda de nadie.
—Si es tan amable de ofrecerle el brazo a la novia —le susurró el arzobispo.
Naturalmente. El padre de la novia se la entregaba a Robert. Conocía esa parte de la ceremonia porque había asistido a unas cuantas bodas como invitado. Era sencillo, de modo que le ofreció el brazo.
Ella sonrió, con una sonrisa increíblemente tierna y alegre; los ojos le brillaban con tal felicidad que el velo no podía ocultar la esperanza, la fe y el afecto con que ella lo colmaba.
Cielo santo. Había cometido un terrible error de juicio. Ella no quería casarse con el duque sino con John. Por improbable que pareciera, John le interesaba. Si el afecto que se adivinaba en su gesto significaba algo, probablemente amara de verdad a su hermano.
Era un aspecto del matrimonio que ni siquiera había considerado. Las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer casi lo derrotaron.
Mientras planificaba cuidadosamente lo que iba a hacer durante las largas horas que había permanecido tumbado en el catre de su celda, mirando el techo alto y sin adornos, meditando su estrategia, su fuga, su recompensa, jamás se le había ocurrido que le partiría el corazón a una joven, que podría traicionar a una inocente.
Debía salir a toda prisa de la iglesia, murmurando sus disculpas. Era preferible avergonzar a la dama entonces que mortificarla después. Podía decir que había cambiado de idea, y no mentiría: las ideas del duque eran distintas, porque el duque era un hombre diferente. Un razonamiento sin duda enrevesado, pero veraz en cualquier caso.
Sin embargo, si salía de allí sin más, se encontraría en una situación aún peor, porque todos querrían saber por qué razón no estaba dispuesto a seguir adelante con la ceremonia.
Además, el plantón ante el altar solía acarrear graves consecuencias, y aunque no sabía cuáles eran, sí sabía que no podría ocuparse de ellas mientras no hubiera deshecho los otros entuertos de su vida. Maldijo a su hermano, maldijo su propia falta de planificación, y de paso maldijo a su futura esposa. Por inocente que fuera, iba a complicar aún más una situación ya complicada.
No vio más remedio que seguir adelante con la ceremonia, aunque no con el matrimonio. Encontraría una excusa para distanciarse de aquella mujer y permitir que mantuviera su castidad. Pero cuando hubiera decidido cómo demostrar que era el verdadero duque, ¿qué haría?
Liberaría a su hermano, desharía aquel absurdo matrimonio, y le devolvería magnánimamente a su amor, no tanto por él como por ella. No era justo que se casara con otro hombre, sobre todo cuando lo miraba con tal adoración.
Sus planes aún podían funcionar. No tan bien como había esperado inicialmente, pero saldrían adelante. Con toda la diligencia de que fuera capaz, se dedicaría a demostrar sus reivindicaciones. Después, todos quedarían libres de la fastidiosa (e ilegal) intromisión de su hermano.
Se obligó a dedicar a la novia una sonrisa tranquilizadora. Ella le tomó el brazo y, dando un paso hacia adelante, ambos centraron su atención en el arzobispo, cuya voz empezó a resonar hasta el techo con las palabras que pronto sellarían los destinos de ambos.
Peter miró de soslayo a la mujer que tenía que ser la esposa de John y ahora sería la suya. Resultaba mucho más interesante que el anciano arzobispo. Sus ojos eran su rasgo dominante: grandes y almendrados, casi exóticos. Se preguntó qué ocultaba aquella cortina de encaje. ¿Eran sus pestañas tan largas como parecía, o se trataba sólo de un efecto óptico producido por el velo? ¿Tenía imperfecciones, o delicadas arrugas fruto de la risa? ¿Sonreía a menudo, o se reservaba para las ocasiones especiales, como saludar al hombre con el que iba a casarse?
Conocía a las mujeres como madres, amas de llaves o criadas, pero no había tenido un conocimiento profundo de ellas, de sus reacciones o de sus expectativas.
Se sorprendió preguntándose las cosas más tontas: qué colores le gustarían, cuáles serían sus comidas favoritas, con qué entretenimientos disfrutaría más.
Luego se planteó la pregunta más importante de todas: qué la había conducido hasta aquel momento, qué había visto en su hermano, qué la había impulsado a querer casarse con aquel canalla.
¿Había algo de bondad en John? Hubo un tiempo en que pensaba que sí, pero su conducta lo había privado de todo favor a los ojos de Robert. Aun así, ¿debía haberse mostrado menos inclinado a la venganza y ofrecido a su hermano la oportunidad de disculparse, de explicarse, de rectificar?
Porque seguramente un ángel como ella no habría querido bailar con un demonio.
Ella volvió un poco la cabeza y lo miró; luego esbozó una sonrisa cariñosa. A él se le encogió el corazón, y deseó ser él, y no su hermano, el destinatario de aquella adoración.
Sin embargo, no podía olvidar que John se lo había quitado todo. ¿Sería de justicia que ahora él le robara la dama a su hermano, y se apoderara no sólo de su cuerpo sino también de su alma y de su corazón como si le pertenecieran legítimamente, del mismo modo que John se había quedado con sus títulos, su patrimonio o su posición en la familia y en la sociedad?
Era algo que debía ponderar, debatir en su interior. Una posibilidad que sin duda lo mantendría despierto por las noches, con lo que había anhelado poder dormir sin preocupaciones.
Una vez más, le ofreció a la novia una sonrisa que esperó ocultara sus dudas y sus pensamientos traicioneros.
Procuró apartar su atención de ella y se concentró en los ritos de la ceremonia, arrodillándose cuando debía arrodillarse y repitiendo con fingido sentimiento palabras que no significaban nada para él. De esa forma, pudo saber al menos algo de gran importancia: ella se llamaba Mariana Alexandria Lambert. Un nombre tan largo y rimbombante para una mujer tan pequeña y delicada.
El arzobispo mencionó un anillo, Peter se volvió hacia su padrino y después se quedó mirando fijamente el fino aro de plata que éste le había colocado en la palma de la mano enguantada. Debía de haberlo supuesto, debería haberse preparado. El anillo de su madre. Cerró la mano y se esforzó por hacer acopio del coraje necesario para concluir lo que había empezado.
Se distanció de todos y de todo hasta que llegó el momento del intercambio de votos, y sólo entonces fue consciente de que ambos se encontraban verdaderamente unidos en matrimonio. Entonces, el arzobispo anunció que Peter podía besar a la novia, a Mariana Alexandria Lanzani, la nueva duquesa de Killingsworth.
Recordando la boda de un primo lejano, Peter levantó lentamente el velo. Cielo santo, era aún más hermosa con el rostro al descubierto. Sus pestañas eran sin duda tan largas como parecían. Sus ojos eran castaño oscuro, con una aureola dorada. Jamás había visto unos ojos como aquéllos. Y no tenía manchas, ni pecas, ni arrugas de preocupación. Sus labios eran llenos y carnosos, y se preguntó cuántas veces los habría besado su hermano. ¿Notaría ella la diferencia en la forma de su boca, en el tacto de los labios de él contra los suyos, en el sabor de sus besos?
La miró, y le sorprendió descubrir el brillo de unas lágrimas en aquellos ojos oscuros y profundos. Entonces se reprendió, porque esas lágrimas de alegría convertían en una burla lo que él acababa de hacer. Ella pensaba que él había ratificado su amor, creía haber intercambiado votos con el hombre que la había pedido en matrimonio. Lloraba porque era feliz, entusiasmada ante la perspectiva de ser su esposa hasta que la muerte los separara. Lloraba porque anhelaba aquel instante —en que él sellara los votos de ambos con un beso— más que cualquier otra cosa en el mundo.
—Lo siento —se oyó susurrar con voz ronca, justo antes de depositar un beso minúsculo en la comisura de aquella boca terriblemente tentadora.
A ella parecieron sorprenderle sus palabras tanto como a él mismo; parpadeó, desaparecieron las lágrimas, y frunció el cejo. Él se dio cuenta entonces de que quizá había dado un paso en falso, que tal vez acababa de desvelarle que no era quien ella pensaba.
Pero entonces, el arzobispo, con voz sonora, presentó a los asistentes a los duques de Killingsworth, y a Peter no le quedó más remedio que escoltar a su esposa hasta el exterior de la iglesia.

1 comentario:

  1. Hay la boda <3 pero pero pero...? Peter eres un caballero perola hubieras besado con pasion jajaja
    Besitos
    Marines

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