Sentado en el suelo, en un rincón de una
estancia en penumbra, el preso D3-10 contemplaba la oscuridad. Al despertar, se
había encontrado allí confinado, sin ventanas, sin luz, con el maldito capuchón
cubriéndole el rostro. No se atrevía a quitárselo.
¿Y si alguien abría la puerta? ¿Y si alguien
veía esa cara que él odiaba, esa cara que tanto se parecía a la de su hermano?
Se preguntó qué estaría haciendo Peter en
aquel momento.
¿No habría seguido adelante con la boda? Pues
claro que sí. Su hermano siempre lo había querido todo, todo lo que no le
pertenecía. También querría a la futura duquesa de Killingsworth.
Dio un puñetazo en el suelo acompañado de un
gruñido.
«¡No puede tenerla! Ella me pertenece. ¡Todo
me pertenece!»
Se levantó y empezó a moverse de un lado a
otro. Las voces de sus antepasados lo torturaban. Les había fallado.
Tenía que escapar. Debía recuperar lo que era
suyo.
La luz
del sol le bailaba en los párpados, pero Lali no quería despertarse. Quería
quedarse donde estaba. Allí se hallaba tan a gusto. Se sentía segura, a salvo.
Y sobre todo, querida.
Al escapar por fin de la nebulosa del sueño,
descubrió el motivo: se encontraba acurrucada en su nido, entre la suavidad
afelpada del asiento y el calor de un hombre.
Su marido.
Conteniendo la respiración para no molestarlo,
giró con cuidado la cabeza hasta que pudo verle la cara. Estaba dormido, como
ella hacía unos instantes.
La cabeza le colgaba en un ángulo que le
produciría dolor todo el día. Estaba despeinado: algunos mechones le caían por la
frente. Uno de sus brazos estaba debajo de ella, el otro descansaba
inocentemente en su costado, sin abrazarla, sólo allí posado.
Estudió su rostro, los rasgos que creía
conocer, aunque dormido le parecía un extraño. Tenía la boca algo abierta. Sus
pestañas largas y espesas descansaban en las mejillas. Nunca se había fijado en
sus patas de gallo o en sus arrugas de expresión, ni en lo profundas que eran,
como esculpidas a fuerza de sufrimiento más que de alegría.
Le tocó el mentón sin afeitar. Jamás lo había
visto tan desaliñado, pero la atraía aquel descuido. Lo hacía parecer muy
normal, menos aristócrata.
Se percató de que lo vería así todas las
mañanas durante el resto de su vida.
Volvió la mano y, con el dorso, le acarició
suavemente la oscura y áspera barba incipiente. Cuando apenas había empezado a
hacerlo, él abrió los ojos con un pestañeo, y ella se encontró mirando su azul
intenso como la noche. En ellos había tristeza, la de quien observa el objeto
de su anhelo en un escaparate a sabiendas de que nunca lo tendrá.
Con ternura él le pasó el pulgar por la
mejilla.
—Tienes una piel muy suave.
Su voz aún sonaba ronca de sueño, pero sus
ojos revelaban la intimidad nacida del abrazo, un abrazo que no tardaría en
estrecharse mientras su boca jugaba con la de ella...
—Pepino.
—¿Cómo dices? —inquirió él frunciendo el cejo.
Ella notó que se sonrojaba.
—Uso una crema especial de pepino.
—A mí siempre me ha gustado el pepino, pero
para comérmelo, no para embadurnarme la cara con él —comentó Peter con un leve
movimiento de cabeza—. Las mujeres sois unas criaturas muy extrañas.
—No sé si debo tomarlo como un cumplido. —Le
recorrió la sien con un dedo—. No pareces haber dormido muy bien.
—He pasado casi toda la noche viendo cómo
dormías tú —explicó.
—Te habrás aburrido muchísimo.
—Estaba fascinado. La luz de la luna en tu
rostro... Jamás había visto nada tan delicioso. —De pronto pareció incómodo—.
Tenemos que soltarnos.
Pero ella no quería separarse de él.
—¿Por qué no empezamos la mañana con otro beso
perfecto?—le espetó.
Él le miró los labios y le apretó la muñeca.
En algún momento de la noche, se había aflojado el pañuelo y desabrochado los
dos primeros botones de la camisa. Ahora, ella estudiaba el movimiento de su
garganta al tragar.
—Por favor —susurró, y odió su propio tono de
súplica, y tener que ser de nuevo ella quien lo propusiera en lugar de dejarlo
tomar a él la iniciativa. Peter era un hombre; a los hombres les correspondía
desear a las mujeres, y a ellas mantenerlos a raya hasta que estuvieran
legalmente casadas. Entonces, podían derribarse las barreras y dejar que los
arrasara la pasión.
Lo vio cerrar los ojos, sus pestañas
descansaron en sus mejillas; luego bajó ligeramente la cabeza y acercó sus
labios a los de ella. Lali sintió la caricia suave y cálida de su respiración
justo antes de que él posara su boca con firmeza en la de ella.
Era un beso cauto, no muy distinto del que le
había dado en la iglesia, sólo que esta vez se lo había dado en los labios y no
en la comisura de la boca, pero estaba cargado de inseguridad, como si temiera
que a ella no fueran a agradarle sus insinuaciones.
John calmate un poco tranquilo jajaja
ResponderEliminarHay es que son tan lindos <3
Besitos
Marines