Sentada en el carruaje abierto, Lali se
esforzaba por no tomarse a mal que su marido se mantuviera inmóvil en su lado
del vehículo, con la mirada desviada, como si deseara estar lo más lejos
posible de ella.
Habían firmado sus documentos en la sacristía
de la iglesia, antes de dirigirse al vehículo. Como la boda de un aristócrata solía
atraer a una muchedumbre de extraños, habían tenido que abrirse paso entre la
multitud, ella colgada de su brazo mientras él intentaba evitar que se le
volara el sombrero de copa. Cuando se alejaban de la iglesia, ambos habían
saludado con la mano a las personas allí reunidas pero a Lali le había dado la
sensación de que él ponía poco entusiasmo en ello. Era pura ceremonia, algo que
había que tolerar, y ahora que ya estaban lejos de la multitud, parecía haber
olvidado que la tenía sentada a su lado.
Procuró aferrarse a su felicidad y apartar de
su mente la inquietante sensación de que algo terrible había ocurrido, de que
lo había decepcionado muchísimo, quizá en la elección de su vestido, o de su
peinado. Cuando se había reunido con él en el altar, la había mirado como si
apenas la reconociera.
O peor aún, tal vez había percibido sus dudas.
Era tan inexperta en la ocultación de sus verdaderos sentimientos... Aunque
llevara velo, posiblemente él había detectado el recelo en sus ojos a través
del encaje.
Pero éste sólo habría sido patente unos
instantes, porque ella había visto el mismo sentimiento revoloteando en los
ojos de él, y había querido asegurarle sin palabras que todo iría bien. Si
querían que su matrimonio funcionara, uno de los dos debía creerlo. Por eso le
había sonreído con todo el afecto de que había sido capaz, con toda la
esperanza en un futuro dichoso que había podido demostrar. Su iniciativa
parecía haberle dado la confianza necesaria como para ofrecerle el brazo.
En cuanto habían ocupado sus puestos ante el
arzobispo, había vuelto a concentrarse en Robert, incapaz de creer que
estuviera a punto de convertirse en su esposa.
Estaba tan increíblemente guapo... El oscuro
color vino de su levita resaltaba sus rasgos y destacaba el tono tan intenso de
sus ojos. El atardecer, cuando el cielo, a punto de dar paso a la noche, era
del más vivo azul, siempre le recordaba a él. El gris claro del pañuelo le daba
un aire de nobleza.
Sin embargo, ya no estaban en la iglesia, ya
no necesitaban concentrarse en la ceremonia. Eran libres de dedicarse toda la
atención el uno al otro. Y sin embargo, ahí estaba él, mirando alrededor
mientras recorrían las calles atestadas de gente como si nunca antes hubiera
estado en Londres.
Durante su noviazgo y el tiempo que habían
pasado juntos mientras ella planificaba la boda, había sabido que debía
acostumbrarse a su manía de quedarse mirando fijamente al infinito, aunque no
por eso ese gesto dejaba de desconcertarla.
—¿Es por John? —le preguntó ella en voz baja.
Él volvió la cabeza bruscamente, con el cejo
muy fruncido y una especie de temor en la mirada, algo que carecía por completo
de sentido.
—¿Qué pasa con John? —preguntó, con voz
áspera, como si hubiera sacado las palabras del fondo de un pozo muy hondo.
Ella le sonrió cariñosa percibiendo su
tensión, incapaz de imaginar el motivo pero ansiosa por tranquilizarlo.
—Pareces tan triste que he creído que quizá
estuvieras pensando en tu hermano. Sé lo mucho que te desilusionó la llegada de
su carta comunicándote que no iba a poder asistir a la boda, pero quiero pensar
que ha estado con nosotros en espíritu.
El alivio pareció inundarlo, reduciendo la
profundidad de aquellas patas de gallo que ella no había observado antes.
¿Sería la intensidad del sol lo que se las acentuaba? Eso no tenía sentido,
porque habían viajado a menudo en carruajes abiertos en días soleados.
—Sí —dijo al fin, tranquilo—. Estoy convencido
de que está pensando en nosotros.
Ella estiró el brazo y le apretó la mano.
—Tal vez podamos ir a verlo a América.
—A América —repitió él como si jamás hubiera
oído hablar de esa parte del mundo.
Ella siempre había pensado que sólo las novias
estaban nerviosas el día de la boda, pero, al parecer, su madre tenía razón:
los novios albergaban las mismas dudas y preocupaciones.
Nunca lo habría pensado de Robert. Siempre se
lo veía tan seguro de sí mismo y de su sitio en el mundo. Ahora en cambio
parecía... perdido.
—Me gustaría pasear por su plantación de
Virginia. Disfruto mucho cuando me lees sus cartas —añadió—. Describe su
entorno con tanto cariño.
—Virginia...
Ella rió un poco.
—¿Por qué repites todo lo que digo?
Lali casi pudo sentir el tacto de su intensa
mirada mientras le recorría el rostro. Intentó descifrar su gesto. Sus ojos
parecían de algún modo distintos. Eran del mismo azul que la última vez que los
había mirado, pero no exactamente iguales. Parecía casi receloso, como si
temiera dar un paso en falso, como si no supiera qué esperar de ella.
—Me siento algo desconcertado, supongo —dijo—.
La importancia de lo que acaba de suceder... No sé por qué no me he percatado
antes de ello.
Ella soltó una risita.
—Yo me he dado cuenta esta mañana, mientras me
vestía. Las dudas, la preocupación. Mamá me ha asegurado que es natural.
Supongo que es porque hemos cambiado el curso de nuestras vidas.
—De una forma que dudo que podamos llegar
siquiera a imaginar.
—Por lo que a mí respecta, descansaré cuando
hayamos dejado atrás nuestras obligaciones.
—¿Qué obligaciones son ésas?
—La más inmediata es el desayuno que nos ha
preparado mamá.
—Yo ya he desayunado antes de salir para la
iglesia.
Esta vez ella rió un poco más.
—¡Qué bromista eres! Sabes muy bien que me
refiero al desayuno nupcial, el banquete para los que importan, como dice mi
madre.
—Ah, sí, lo había olvidado realmente.
—Ojalá pudiéramos olvidarlo.
—¿Crees que nos echarían de menos si no
fuéramos?
—Sin la menor duda. Además, a mi madre le
daría un síncope. Está encantada de que yo ascienda en sociedad.
—Entonces supongo que no conviene que la
avergoncemos.
—No, no conviene. No querrás que te coja
manía, con lo que te ha costado camelarla. Aunque quizá baste con que estemos
un ratito. Después de todo, es un desayuno informal.
Él la miró con ojos vidriosos, como si se
esforzara por descifrar algo de monumental importancia.
—Lo siento, pero no estoy familiarizado con
ese tipo de eventos.
—¿Cómo puedes decir algo así si lo hemos
hablado hasta la saciedad?
—Refréscame la memoria.
Ella lo miró sorprendida.
—Típico. Mi madre me advirtió que los hombres
rara vez escuchan de verdad lo que decimos las mujeres.
—Tu madre es muy sabia, y yo te pido que
disculpes mi anterior falta de interés. ¿Te importaría repetirme lo que
obviamente ya me has dicho? Un desayuno informal no suena muy apetecible.
—Pero está de moda. Hoy en día, todo el mundo
lo hace así. La comida se dispone en una larga mesa, en la biblioteca. Los
caballeros les preparan un plato a las damas y después todos permanecemos de
pie por allí mientras nos lo comemos. El truco está en preparar alimentos que
se puedan comer fácilmente sin sentarse.
—Quizá no haya sido tan mala idea que comiera
algo antes de salir de casa.
Parecía decirlo completamente en serio. Ella
le sonrió.
—Te ruego que a mí me sirvas sólo raciones
diminutas. Aún tengo el estómago revuelto de estar delante de todos en la
iglesia, con tantos ojos fijos en mí.
—Pensaba que una mujer tan hermosa como tú ya
estaría acostumbrada a ser el centro de atención.
A Lali la invadió una gran satisfacción. Él
nunca le había dicho que fuera hermosa. De hecho, pensándolo bien, jamás le
había dedicado ningún piropo.
—¿Por eso te has casado conmigo? ¿Por mi
belleza?
(—Pensaba que una mujer tan hermosa como tú ya estaría acostumbrada a ser el centro de atención) no me mato que lindo por Dios...aww Peter todo nerviosito
ResponderEliminarBesitos
Marines