—Creía que este nuevo sistema carcelario se
consideraba mucho mejor que el anterior. Es limpio, moderno. Y aunque quizá los
capuchones resulten algo molestos, si yo estuviera encerrada ahí, no querría
que nadie me identificara. Creo que agradecería el anonimato mientras esperaba
mi deportación a Australia.
—Pero perderías ese anonimato la mañana en que
te trasladaran al barco. Allí no se llevan los capuchones. Los rostros quedan
al descubierto, así que ¿por qué molestarse en ocultarlos?
Lali frunció su delicado cejo.
—Entiendo lo que dices. Supongo que parece una
práctica algo fútil, pero estoy convencida de que la decisión no fue
arbitraria. Seguramente hay una buena razón que ignoramos.
—No se me ocurre ninguna.
—Lo que no significa que no exista. Sólo que
no podemos imaginarla. No me cabe duda de que todas las resoluciones se tomaron
con gran sabiduría y prudencia. Pero ¿por qué te fascina tanto este lugar?
Se puso delante de él de forma que o la miraba
a los ojos o tenía que mirar por encima de su cabeza. Decidió mirarla a los
ojos, e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Revelaban una súplica
que él no acababa de entender. Peter bajó la mirada a sus labios y se dio
cuenta de que aquel día había cometido muchos errores, porque la boca de Lali
le recordó lo cerca que había estado de besarla en la iglesia.
Ella se humedeció el labio inferior con la
lengua, y a Peter se le agarrotó todo el cuerpo. Levantó la vista de repente y
miró por encima de ella, hacia la prisión, la cárcel modelo orgullo de
Inglaterra. No era justo que él hubiera pasado ocho años de su vida en aquel
lugar; no era justo que John pasara en él ni siquiera unas noches. No era justo
que la mujer que tenía delante quisiera a su hermano.
Ella le acarició la mejilla, obligándolo a
mirarla de nuevo.
—No me dejes —le susurró, suplicante—. No sé adónde
vas cuando miras ese espantoso edificio, pero de algún modo te atrapa. Aunque
estés aquí de pie, ya no estás conmigo. Vámonos, por favor.
Peter le cogió las manos; eran tan pequeñas,
tan suaves y cálidas. Incluso a través de los guantes, podía sentir su calor.
Volviendo levemente la cabeza, asintió mientras le depositaba un beso en el
centro de la palma y le llegaba una intensa oleada de su perfume. Debía de
haberse puesto una gota en la muñeca, y él se preguntó qué más se habría
perfumado. El cuello, el canalillo entre los pechos, la corva de las piernas.
Lugares que él besaría encantado, con o sin el embrujo de su fragancia.
Se apartó, por temor a que ella detectara el
deseo que albergaba. En ocho años no había conocido el tacto de una mujer, el
sonido de una voz femenina, la dulzura que regalaban al mundo. Su hermano, sin
embargo, había tenido todas esas cosas. ¿La valoraría él tanto como Peter, o no
tendría nada en estima?
Le ofreció el brazo y la condujo al coche. Una
vez acomodados en el interior y de nuevo en camino, se sorprendió contemplando
a su esposa, la amada de su hermano, y lo asaltó la furia de ver que la
injusticia continuaba cebándose en su persona, una furia como nunca antes había
sentido.
De vuelta en el coche, a Lali ya no le
quedaban ganas de seguir intentando entablar conversación. Estaba tan cansada
como él; se había levantado antes del amanecer para iniciar los preparativos de
su boda. Además, aunque la entristecía la falta de entusiasmo de Peter por
cualquier tema que ella abordara, debía admitir que quizá no lograba
interesarlo en ninguna discusión sustanciosa porque también él estaba cansado,
y no porque de pronto la encontrara aburrida.
Él siempre se había mostrado muy reservado
cuando estaban juntos, pero, claro, nunca habían estado a solas, sino en
público, o con la carabina pisándoles los talones.
Había pensado que el matrimonio le dejaría ver
al hombre privado; no se le había ocurrido pensar que aún pudiera ser más
callado. Había imaginado que, cuando por fin estuvieran solos, llegarían a
conocerse mejor y nacería en ellos la pasión que les faltaba antes. Siempre se
habían encontrado cortésmente a gusto el uno con el otro, pero incluso eso
parecía ahora haberse desvanecido.
—Es extraño, ¿no crees? —se aventuró a decir
por fin.
Él la miró.
—¿El qué?
—Ésta es la primera vez que estamos
completamente solos. Esperaba algo distinto.
—¿En qué sentido?
Ella se mordisqueó el labio, preguntándose si
debía atreverse a confesar...
—Pensé que me tomarías en cuanto pudieras.
Era imposible confirmarlo a aquella distancia,
pero le pareció que su marido se había sonrojado.
—Dudo que desees que te tome en un coche —le
espetó él con voz ronca, en evidente pugna con las imágenes que aquello le
sugería.
—Supongo que sería algo incómodo. —Aunque no
estaba del todo segura. ¿Podía tomarla mientras estaba sentada, o hacía falta
que estuvieran tumbados? Por espacioso que fuera el coche, el traqueteo del
vehículo resultaría desagradable.
—Sin la menor duda —comentó él lacónico.
—¿Alguna vez... en un coche? —preguntó ella.
Él miró por la ventanilla.
—No. Y aunque lo hubiera hecho, creo que no le
relataría mis proezas a una dama.
—Así que ahora podrías estar mintiendo para no
ofenderme.
—No miento —aclaró él volviendo de pronto la
cabeza.
—Aunque no tengas previsto tomarme, podrías
sentarte a mi lado. Ahora que estamos casados, es perfectamente aceptable.
—Si me siento a tu lado, no sé si podré
resistir la tentación de tomarte.
Le pareció que ahora era ella quien se
ruborizaba.
—Podríamos poner a prueba tu comedimiento.
—Preferiría no hacerlo.
—¿De modo que te has sentado ahí para evitar
la tentación?
Él asintió rotundamente con la cabeza y siguió
mirando el paisaje por la ventanilla. Lali se contentó como pudo con aquella
confesión. Al menos la deseaba.
La insistencia de Peter en no poner a prueba
su mesura quedó patente cuando el coche se detuvo ante una fonda y los
condujeron de inmediato a una sala privada. Lali se había emocionado pensando
que el duque ya no podía esperar más para hacerla suya, pero la estancia estaba
dispuesta para comer, no para dormir, y la mesa no parecía más cómoda que el
coche.
Peter había cruzado la habitación y se había
puesto a mirar por la ventana mientras los criados traían la comida y lo
disponían todo con muy buen gusto. Por lo visto, el propietario estaba
acostumbrado a que el duque parara allí de camino a Hawthorne House, porque al
salir de la estancia le aseguró a Peter que le prepararía caballos frescos.
Ahora, ella estaba sentada a la pequeña mesa,
frente a su marido. Quería comer con tanto entusiasmo como él lo hacía, pero la
incertidumbre sobre cuándo querría él consumar su matrimonio le había hecho un
nudo en el estómago. Temió que comer sólo le sirviera para abochornarse más
cuando no pudiera tragar lo masticado.
—¿Cuánto vamos a quedarnos aquí? —preguntó al
fin.
Él levantó la mirada del plato, perplejo, como
si hubiera olvidado que estaba acompañado. Masticó despacio, buscando
entretanto la respuesta. Por fin, tragó y habló.
—Sólo hasta que nos cambien los caballos.
—Parece que aquí te conocen.
Por un instante, creyó ver temor en su rostro,
pero se esfumó tan rápidamente, oculto tras su coraza habitual, que Lali supuso
que lo había imaginado.
—Hace tiempo, mi abuelo acordó con varios
posaderos el cuidado de algunos de nuestros caballos para que pudiéramos
usarlos y viajar más rápidamente de Londres a nuestras diversas fincas. Yo sólo
me beneficio de su estrategia.
—¿Dónde pasaremos la noche?
—Si te ves con ánimo, preferiría no parar.
Estoy ansioso por llegar a Hawthorne House.
Lali deseó que estuviera igual de ansioso por
quedarse a solas con ella. Tal vez se sintiera más cómodo en casa; quizá
entonces las cosas fueran como esperaba.
—No me importa viajar toda la noche.
—Estupendo.
Peter volvió a concentrarse en su comida:
cortó cuidadosamente un trozo de jamón, se lo metió en la boca y cerró los ojos
como si nunca antes hubiera probado nada tan delicioso.
Ella se cortó un pedazo para probarlo. No
detectó nada especial: ningún adobo tentador. Le sorprendió verlo saborear
aquellos platos: lo creía hombre de gustos singulares, de los que prefieren lo
inusual a lo sublime. Empezaba a darse cuenta de que su noviazgo apenas le
había permitido conocerlo.
Con el gorjeo de los pájaros en la ventana y
el tintineo de la plata en la porcelana, empezó a ponerse tensa. Le resultaba
irritante, aterrador, no saber exactamente lo que debía esperar. ¿Iba a ser ésa
su vida? ¿La iba a ignorar siempre? ¿No iba a saber jamás lo que él pensaba,
sentía o soñaba?
—¿Recuerdas la noche en que nos conocimos? —se
decidió a preguntarle.
Él terminó de masticar, tragó y bebió un sorbo
de agua.
—Siempre recordaré el momento en que te vi por
primera vez.
Sus palabras la sonrojaron. Eran más galantes,
más del estilo que ella esperaba.
Peter dio otro sorbo...
—Me asustas —dijo ella.
Él se agitó, se llevó el puño a la boca y
tosió varias veces, con los ojos llorosos. Luego carraspeó.
—Perdona. Me estaba atragantando. —Volvió a
carraspear, se enjugó la boca con la servilleta de lino y bajó la mirada al
plato, como si intentara decidir cuándo podría continuar comiendo. Después la
miró—. ¿Por qué?
—Porque antes eras tan confiado, estabas tan
seguro de tu sitio.
—Bueno, quizá no debía haberlo estado... tan
seguro de mi sitio, quiero decir.
—Pero ésa es una de las cosas que admiro de
ti. Jamás vacilas en tus decisiones, ni en tus actos.
—Créeme, Lali, tengo muchísimas dudas.
Recostándose en la silla, la estudió como si
ella fuera a proporcionarle la respuesta a lo que buscaba.
—Me preocupa que, con el tiempo, cambien tus
sentimientos hacia mí.
Ella rió un poco.
—Claro que cambiarán. Cuando pasemos más
tiempo juntos y nos conozcamos mejor se intensificarán. —Le cogió la mano que
tenía en la mesa—. Quiero conocerte mejor.
—Me temo que eso no es posible. —Apartó la
mano y se levantó. A ella se le encogió el corazón—. Perdóname, pero no estoy
acostumbrado a compartir mis cosas, mis sentimientos, mis pensamientos —dijo,
peinando el aire con los dedos, perplejo, como sorprendido de su propia
vehemencia—. Por tanto, no podrás conocerme mejor. En este momento, debo
atender otros asuntos. Te sugiero que te ocupes de tu propio bienestar antes de
reunirte conmigo en el coche. Quisiera partir cuanto antes. Si me disculpas
—concluyó con un brusco movimiento de cabeza.
Ella tragó saliva y asintió.
—Te agradecería que no tardaras —añadió él.
Dicho esto, salió de la sala, y la dejó
confusa y temblando. ¿Qué había hecho ella para que se disgustara así?
En cuanto a lo de no compartir, bueno, le daba
hasta la mañana siguiente. Su afirmación era absurda. ¿Cómo podía un
intercambio de votos transformar a un hombre de ese modo?
hay no la trates asi Peter no te comprende la pobre :(
ResponderEliminarBesitos
Marines