jueves, 11 de julio de 2013

Capitulo 5


El Segundo de la noche





«Sólo su boda, señoría.»
Las palabras de su ayuda de cámara habían golpeado a Peter con la violencia de un ariete. A pesar de las múltiples cuestiones que había tenido en cuenta al urdir su fuga y el castigo que impondría a su hermano, la posibilidad de que éste estuviera casado —o fuera a estarlo— jamás se le había pasado por la cabeza.
Sin embargo, desde el momento en que aquellas fatídicas palabras habían sido dichas, Peter había iniciado una lucha interna consigo mismo mientras el sirviente lo preparaba para tan extraordinario acontecimiento.
Una boda. Su boda. No, la boda de su hermano. Bueno, ya no. Pero ¿debía serlo? ¿Debía ser la boda de John? ¿O era simplemente la boda del duque de Killingsworth?
El matiz era nimio, pero increíblemente importante, y lo atormentaba impidiéndole evaluar la situación con objetividad. Finalmente, había decidido que no le quedaba más remedio que seguir adelante con el plan previsto.
Peter se encontraba ya delante de la iglesia, procurando digerir la decisión que había tomado de proseguir con la maldita ceremonia. Había llegado a la conclusión de que la mayor parte de los matrimonios de aristócratas se basaban en múltiples factores, y ninguno de ellos era el amor. El beneficio político, el beneficio económico, un padre desesperado por deshacerse de una hija, un hombre en busca de un heredero. No le cabía la menor duda de que la dama, fuera quien fuese, habría consentido en casarse con el duque de Killingsworth por su título y por su posición, no por el hombre en sí. En otras palabras, habría consentido en casarse con el duque, no con John, y por consiguiente adquiriría lo que ella, o su padre, habían negociado: el matrimonio con el duque de Killingsworth.
El hecho de que el hombre que hoy se presentaba ante ella como duque de Killingsworth fuera distinto del anterior constituía un detalle sin importancia que no supondría ningún inconveniente para ella. A Peter le parecía inconcebible que esa mujer pudiera albergar afecto alguno por John, y aunque no se atrevía a esperar que llegara a apreciarlo a él, debía admitir que, desde el momento en que había tenido juicio suficiente como para comprender sus obligaciones como heredero, Peter había sabido que tendría que casarse, y que su elección de esposa se basaría en la idoneidad de la mujer para convertirse en duquesa de Killingsworth, no en ninguna de esas ideas románticas del amor que declamaban los poetas.
El matrimonio era un deber. Encontrar a una dama que complementara su posición entre la aristocracia constituía un imperativo. Que John hubiera emprendido la tarea en su lugar, le ahorraba a Peter la molestia de hacerlo él mismo. Como es lógico, también lo colocaba en la precaria situación de no saber nada en absoluto de la joven —daba por supuesto que sería joven— y de preguntarse qué sabría ella de John. Era de suponer que muy poco, dado que había aceptado casarse con él.
De modo que aquella noche tendría esposa, y como aún no había saciado los apetitos de su cuerpo, se sentía lleno de expectación, de alivio y de ilusión. Asumiría de buena gana su nuevo papel de esposo, y se encargaría de que su esposa adoptara el suyo con idéntico entusiasmo.
Junto a Robert, había un hombre alto, de pelo oscuro, casi de su misma edad; estaba prácticamente convencido de que se trataba del marqués de Lynmore. Como el hombre había dado por supuesto que Peter era quien él creía que era, y él a su vez era su padrino, no había visto necesidad alguna de presentarse.
Además, no iba a darle un codazo, guiñarle un ojo y susurrarle:
—Eh, amigo, me resultas familiar. ¿Quién eres?
La incertidumbre no era más que una pequeña desventaja que debía soportar y superar.
Lo bueno de aquel día era que John lo había dispuesto todo y todos conocían su misión y la de él, así pues, no se había visto obligado a dar una sola orden. Su ayuda de cámara sabía perfectamente lo que Peter debía ponerse para la ocasión —una levita color vino con unos pantalón varios tonos más claro—, y lo había ayudado a vestirse después de recortarle debidamente el pelo. El cochero del carruaje, adornado con el blasón ducal, sabía con exactitud dónde y cuándo dejarlo y, a su llegada, le había señalado el carruaje descubierto aparcado cerca y le había explicado que era el que utilizarían al concluir la ceremonia para el traslado del duque y su nueva duquesa. Un hombre se había reunido con él en los escalones de la iglesia y lo había escoltado hasta donde debía colocarse. A grandes rasgos, el día iba a resultar muy fácil.
Mientras esperaba a que llegara la novia, inspeccionó a la multitud apiñada en el interior del templo, y experimentó un instante de vértigo. Tantos rostros, tantas personas sentadas en bancos abiertos, sin paredes que los separaran entre sí. Y todas mirándolo fijamente. Algunos inclinados para susurrar algo a quien tenían al lado. Era una imagen que había visto en numerosas ocasiones durante su juventud, pero que de pronto le parecía extraña, desconcertante.
¿Qué estarían diciendo? ¿Qué estarían pensando?
Tuvo que recordarse que a su alrededor todo era normal. Que era normal que la gente estuviera sentada en bancos abiertos, no aislada de los demás, que las personas debían tener la libertad de susurrarse unas a otras, que no se les debía negar el placer de la mutua compañía.
Muchos de los que lo miraban eran ancianos, y entre ellos le pareció reconocer a algunos amigos de su padre y de su abuelo. Hombres que habían aprobado la construcción de Pentonville en 1842, que habían acordado y defendido el sistema de confinamiento individual, que se consideraban pensadores modernos.
La ironía de sus creencias y el modo en que éstas le habían afectado a él no le pasaban desapercibidos. Esos hombres nunca experimentarían lo que habían obligado a vivir a otros. Peter sí lo había sufrido, y en cuanto ya no tuviera que preocuparse por demostrar quién era y pudiera ocupar tranquilamente su puesto en la Cámara de los Lores, se convertiría en defensor de los encarcelados en aquella era de ilustración, que, en su modesta opinión, no tenía nada de ilustrada.
El aislamiento no reformaba a los hombres como se sostenía, sino que los volvía locos. Desgraciadamente, él había tenido a menudo la sensación de que estar solo lo conducía al borde de la locura. No pensaba que fuera a sucumbir a ella, pero había vivido momentos de duda, de incertidumbre, en los que no estaba seguro de cómo lograría mantenerse cuerdo en aquel manicomio de desesperación.
De pronto, la música del órgano fue in crescendo, y ese sonido repentino lo dejó sin respiración. En la capilla de Pentonville había un órgano Gray y, por un instante, se vio transportado al horror del aislamiento y la soledad...
Notó que se apoderaba de él un sudor frío e, inexplicablemente, se sintió desprotegido y vulnerable. Hasta entonces, no se había dado cuenta de lo acostumbrado que estaba a ocultar su identidad, a que nadie supiera quién era, a que no le vieran la cara, a mirar el mundo a través de unos pequeños orificios; y tampoco se había percatado de la seguridad que aquello le proporcionaba. Ahora ya no lo rodeaba ninguna de las cosas con las que se había familiarizado durante los últimos ocho años. Pensó que despojarse de las vestiduras del cautiverio le agradaría; en cambio, se encontraba anhelando lo que le era conocido.
No es que quisiera regresar a Pentonville. Simplemente, no se sentía nada preparado para el momento. Había esperado que en sus primeras incursiones en el exterior tras su fuga sólo participaran pequeños grupos de personas, aquellas de las que él hubiera decidido rodearse, no una iglesia atestada de desconocidos.
Quería salir corriendo, huir, pero esa vez no podía. No había soltado las tablillas de debajo de sus pies; no había ningún agujero abierto por el que colarse. Debía permanecer firme y resolver la situación lo mejor posible. En el peor de los casos, sería mucho mejor que lo que había soportado el día anterior.
Había llegado el momento. El momento de rematar la farsa que su hermano había iniciado.
Se centró en la joven que caminaba hacia el altar arrojando pétalos de una cesta que llevaba colgada del brazo. Otras dos damas jóvenes la seguían de cerca. Preciosas. Sonrientes y elegantes. Desconocidas para él. Se preguntó si debía saber sus nombres, si se vería obligado a hablar con ellas. Esperaba que no. Había perdido por completo la práctica en lo que se refería a hablar con mujeres, de hecho, a hablar con cualquiera. Cuando por fin llegaron a él, se limitó a recibirlas con una inclinación cortés de cabeza.

1 comentario:

  1. Hay tan lindo y buena gente él (Asumiría de buena gana su nuevo papel de esposo, y se encargaría de que su esposa adoptara el suyo con idéntico entusiasmo)....aaaa la boda que emocion jajaja
    Besitos
    Marines

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