Como se había quedado sin
cenar la noche anterior, Lali estaba muerta de hambre. Tras volver de casa de
su prima, se dirigió al pequeño comedor donde se servía siempre el desayuno, y
en el que había un variado surtido de platos dispuestos en una mesa auxiliar.
Pasaría por alto las especialidades típicas de los Ravenleigh, siempre
presentes para quien quisiera degustarlas, y se sirvió huevos revueltos con
mantequilla y tomates, salmón ahumado y tostadas con mermelada. Había muchas
más cosas, pero decidió que con eso bastaba para la mañana. Un lacayo le retiró
la silla para que se sentara, y Lali ocupó su sitio. Le sorprendió que sus
padres aún no estuvieran allí. El periódico plegado de su padrastro seguía
colocado junto a su mantelillo, por lo que supo que todavía no había bajado a
desayunar. Se preguntó si a su madre le habría costado tanto conciliar el sueño
como a ella, en cuyo caso tampoco su padrastro habría dormido mucho.
Se quedó
mirando el plato, de pronto inapetente. Eugenia bromeaba al sugerirle que
cumpliera la promesa que le había hecho a Peter, aunque debía reconocer que la
idea la fascinaba. ¿Y por qué no iba a cumplirla? Cuando se fuese de
Inglaterra, comenzaría una vida nueva, igual que lo había hecho antes, al
marcharse de Texas. Sin saber por qué, la perspectiva de volver a empezar le
produjo una leve punzada de tristeza. Eugeniaa tenía razón. No conocía bien a
Peter, al menos no al que había aparecido de pronto el día anterior. Aunque
hubiera venido a buscarla, no sabía con certeza si se habría ido con él.
También lady Blythe tenía razón. ¿Quién sabía qué influencias habría recibido
durante todos aquellos años? Sabía que el hermano de su padrastro y sus amigos
habían tenido algo que ver en la clase de hombre en que Peter se había
convertido. Eso era inevitable. Después de todo, había trabajado para ellos.
Pero también lo habían hecho muchísimas otras personas. Pensar que lo conocía
era una ingenuidad.
Levantó la
mirada al oír pasos y vio que su madre y su padrastro entraban en la sala.
Ninguno de los dos parecía descansado. Ninguno de ellos se dirigió a la mesita
auxiliar. Su madre se sentó a su lado, su padrastro junto a su esposa, con
actitud solidaria, como siempre. En todos los años que llevaban allí, Lali no
recordaba ni un solo instante en que Ravenleigh no hubiera apoyado a su esposa
en lo relativo a la educación de sus hijas. Se preguntaba si aprobaba que su
madre hubiera intervenido la correspondencia entre dos jóvenes amantes.
—Has madrugado
—comentó la mujer, para deshacer la tensión generada entre ambas la noche
anterior.
—Tenía que
encargarme de algunos asuntos.
Su madre
asintió con la cabeza, como si supiera bien qué asuntos eran aquéllos, cuando,
en realidad, no podía tener ni la más remota idea. Lali ya no compartía con
ella todos sus problemas, sus preocupaciones y sus planes.
—Te debo una
disculpa —suspiró la mujer. —Diez años de disculpas, de hecho. Pensé que hacía
lo mejor.
—Madre, estoy
segura de que llegará un día en que pueda perdonarte, pero por desgracia, ese
día no es hoy.
—No espero que
lo sea, Lali. Si pudiera deshacer... —se interrumpió. Ravenleigh le cogió la
mano que tenía sobre la mesa, apretada en un puño. Lo hizo con ternura, y Lali
vio el afecto que sentía por ambas reflejado en sus ojos amables. Elizabeth
asintió con la cabeza, como si el conde le hubiera transmitido sus
pensamientos.
—Antes de que
nos fuéramos de Texas —empezó—, vendí la granja y puse todo el dinero en un
fondo que tu padrastro ha estado guardando como un halcón todos estos años. Mi
intención era darte tu parte el día en que te casaras, como último regalo de tu
padre. He decidido dártelo antes, para que puedas mantenerte, al menos durante
un tiempo, cuando vuelvas a Texas. Christopher se ha ofrecido a comprarte el
pasaje. Podrías marcharte dentro de una semana.
Lali sintió
que los ojos se le llenaban de lágrimas. Le dolía ser testigo de lo mucho que a
su madre le costaba dejarla marchar. Se le encogió el corazón al ver cuánto la
querían los dos, no sólo ella. El conde siempre había sido muy bueno con ella,
y sabía que no habían sido sus palabras furiosas las que habían hecho cambiar
de opinión a su madre, sino la influencia de su padrastro. Se secó las lágrimas
con la servilleta de lino, casi incapaz de encontrar palabras para expresar su
gratitud. Miró a Ravenleigh y dijo, con voz ronca:
—No imaginas
lo mucho que tu generosidad significa para mí, lo mucho que ha significado
siempre. Haré buen uso del legado de mi padre, pero aunque agradezco tu oferta
de pagarme el pasaje, ya he hecho otros planes...
—No es
necesario que trabajes más en esa tienda —la interrumpió su madre.
—Lo sé. Tengo
previsto comunicarles esta misma mañana que me voy. He llegado a un acuerdo con
Peter. Él me pagará el pasaje a cambio de que le enseñe lo que necesita saber.
Elizabeth se
quedó pasmada, Ravenleigh no se mostró tan sorprendido, y Lali se preguntó qué
habrían hablado él y Peter, si es que lo habían hecho, cuando estaban solos en la
biblioteca.
—Ya veo —dijo
su madre al fin—, Bueno...
—Sí, bueno
—replicó Lali. —En cuanto pase por la tienda, tengo previsto reunirme con Peter
en el parque. Hoy cenaremos en casa de Eugenia. Le pediré a Peter que me venga
a buscar aquí, si no tenéis ninguna objeción.
—En absoluto
—respondió su padrastro, antes de que su esposa pudiera decir nada. Se puso de
pie, dio una palmada y añadió: —Ahora que está todo arreglado, a desayunar, que
estoy muerto de hambre.
Y se dirigió a
la mesa auxiliar.
Elizabeth se
miró las manos estropeadas.
—Me alegra que
no te jugaras el cuello saltando por la ventana cuando vino a buscarte anoche.
Imagino que esto no se convertirá en un ritual nocturno.
—Mamá, tienes
que dejar que viva mi vida y cometa mis propios errores.
—Entonces,
¿admites que es un error?
¿Cómo podía
ofrecerle independencia con una mano y grilletes con la otra?
—Nunca lo
sabré si sigues cortándome las alas.
La mujer
parecía haberse quedado sin palabras, pero Lali no quería seguir hablando del
asunto.
Un intenso
aroma a rosas invadió la sala. Ambas se volvieron y vieron entrar al mayordomo
seguido de dos lacayos con un enorme ramo de rosas cada uno, uno blanco y el
otro amarillo.
—Milady —dijo
Simpson con una pequeña reverencia—, han llegado estas flores con instrucciones
de que se entreguen las blancas a la señora de la casa y las amarillas a la
mayor de sus hijas.
Al ofrecerles
los ramos a Lali y a su madre, el mayordomo les dio también un sobre a cada
una. En el suyo, Lali encontró una nota que decía: «Un poquito de Texas».
Enterró la nariz en el oloroso ramo, que debía de contener al menos dos docenas
de rosas, y miró a su madre de reojo.
—¿Qué dice tu
nota?
—«Sin rencores».
Qué texano y
qué directo.
—Por si te
interesa, me dijo que sólo había escrito una o dos frases en cada carta —dijo
Lali.
Su madre
carraspeó y se levantó de la mesa.
—Bueno, si sus
palabras eran tan sinceras como éstas, con eso le habría bastado. Voy a
encargarme de que las pongan en agua.
Salió de la
habitación, y Lali miró al extremo de la mesa donde su padrastro se había
sentado en silencio, sin empezar a comer aún.
—No lo hizo
con mala intención —le dijo en voz baja.
—Lo sé.
—Todavía abrazada al ramo, se levantó y se dirigió hacia él, luego se inclinó y
le dio un beso en la mejilla. —Te quiero, papá.
Peter había
conseguido darle un poquito de Texas dos veces. Mientras salía del comedor, se
preguntó si esos poquitos de Texas no habrían estado siempre allí y ella no
había sido capaz de verlos.
—¿Milord?.- Peter
se volvió hacia el mayordomo, al que no había oído entrar en el comedor.
Todavía lo desconcertaba que el servicio se moviera por la casa con tanta
discreción y sigilo, como fantasmas. Eso volvía cardíaco a cualquiera. Era una
de las razones por las que había dejado de llevar el arma encima ya antes de
las palabras de Lali. Su asistente lo había asustado la mañana anterior, Peter
había sacado el arma, lo había apuntado con ella, y el pobre hombre se había
desplomado, inconsciente.
Miró al
mayordomo y la bandeja de plata que le tendía. En ella descansaba una tarjeta
de impresión elegante. Peter leyó el nombre. Por lo visto, se había corrido la
voz de que estaba en la ciudad.
—Hazlos pasar.
—Como desee,
señor —dijo el mayordomo con una pequeña reverencia.
Peter se
limpió la boca y las manos con la servilleta de lino, la tiró a la mesa, empujó
la silla hacia atrás y se levantó. No llevaba chaqueta, algo indecoroso para
recibir visitas, pero suponía que aquellas personas serían condescendientes.
La mujer, más
elegante de lo que la recordaba, con una sonrisa que podría rivalizar en
luminosidad con el sol, entró airosa en el comedor, seguida de un caballero de
pelo oscuro vestido como Peter sabía que él debía vestir.
—Peter
Lanzani, mírate —dijo Eugenia, cogiéndole las manos con las suyas enguantadas y
apretándoselas. —¿Cómo no nos has avisado de que estabas en la ciudad?
Notó que el
reproche lo acaloraba.
—Hace sólo un
par de días que llegué. Aún no domino la práctica de las visitas.
Lo sorprendió
lo mucho que a ella pareció complacerle su respuesta.
—Quiero presentarte
a mi marido —dijo Eugenia, retrocediendo un poco, con un amor y un orgullo
inmensos reflejados en su mirada. —Nicolas Rhodes, duque de Harrington. Peter
Lanzani, conde de Sachse.
Le gustó lo
que vio en Harrington. Sus ojos, de un gris plateado, revelaban una franqueza
que Peter compartía y respetaba. Era uno de esos hombres en los que se podía
confiar; de los que sabía que cumplirían su palabra sin otro compromiso que un
apretón de manos.
—Sachse —dijo
Harrington, con voz grave y refinada.
—Harrington
—replicó Peter estrechándole la mano. —Debo confesar que encuentro extraña esta
costumbre de no llamarse por el nombre de pila.
—Créeme, no
tardarás en habituarte a usar los títulos. ¿Sabe mi padrastro de tu buena
fortuna? —inquirió Eugenia.
Su padrastro,
Grayson Rhodes, era otro de los ingleses que habían negado a Texas después de
la Guerra de Secesión. Peter había ido a visitarlo cuando volvió de su visita a
Inglaterra, con su familia, hacía un año, por eso sabía que el marido de
Eugenia era su hermanastro, heredero legítimo del ducado, y que Rhodes era el
hijo bastardo del duque. Era mayor, el primogénito, de hecho, pero por ser hijo
natural no había recaído en él la herencia de su padre. A veces, las conexiones
familiares eran tan complejas, que Peter creía que necesitaría un gráfico para
aclararlas. Y ahora, ahí estaba él, en Inglaterra, para sumarse a todas
aquellas complicaciones.
Negó con la
cabeza.
—No avisé a
nadie antes de marcharme de Fortune. No me pareció necesario. Seguía creyendo
que, cuando llegara aquí, descubriría que todo era un error.
—Es increíble.
—Totalmente de
acuerdo.
—¿No tenías ni
idea?
—Ni la más
remota... —Peter miró la mesa, luego a ellos, no sabía si era correcto, pero se
lo ofreció de todas formas. —Estaba desayunando, si os apetece acompañarme...
—Me encantaría
—dijo Harrington. —En cuanto Eugenia ha caído en la cuenta de que te conocía,
no ha parado hasta que hemos venido a verte. Mi estómago protesta desde
entonces.
—Sírvete lo
que quieras —le ofreció Peter.
Cuando todos
los platos estuvieron llenos y todo el mundo sentado a la mesa, Eugenia le
preguntó con una mirada penetrante:
—Entonces,
¿qué vas a hacer con Lali?
Peter estuvo a
punto de ahogarse con la endemoniada salchicha. Tragó el bocado, se limpió la boca,
miró a Eugenia y respondió sinceramente:
—Aún no lo he
decidido.
Pero no era
del todo cierto. La tendría a su lado durante la Temporada social, luego...
bueno, se preocuparía de eso cuando llegara el momento.
—¿Ha sido ella
quien os ha dicho que estaba aquí? —preguntó.
Euge asintió
con la cabeza.
—¿Sabíais que tenía
previsto volver a Texas?
Eugenia
titubeó, como si no estuviera del todo segura de cuánto podía revelar.
—En los
primeros años —contestó al fin—, después de llegar aquí, me escribía a menudo.
Sus cartas siempre estaban manchadas de lágrimas. Le costó mucho adaptarse,
pero parecía haberse asentado, ya no se quejaba... La verdad es que, hasta hace
poco, no me he percatado de que sigue soñando con volver a Texas.
Peter meneó la
cabeza afirmativamente.
—Lo que sí sé
es que te va a ayudar con la Temporada social —prosiguió la joven. —En ese
tiempo, podrías convencerla de que se quede —sugirió.
Sin dejar de
mirarla, Peter le dijo lo que pensaba.
—No sé si
quiero hacerlo.
No sólo porque
parecía cruel retenerla si ella no quería estar allí, sino porque ya no estaba
seguro de sus sentimientos. Diez años. Los dos habían cambiado. No sabía si lo
que había habido entre ellos podía prosperar en Inglaterra, pero tenía claro
que no prosperaría si Lali no estaba donde quería estar.
—¿Cómo es que no ha venido
todavía?
—Llegará en cualquier
momento.
—Tal vez ya se haya
marchado.
Tan lindo Peter
ResponderEliminarComo que no esta seguro de sus sentimientos??
Muy bueno el capitulo
Besitos
Marines