miércoles, 29 de mayo de 2013

Capitulo 21

Bueno chicas una pequeña maraton... espero que les guste y Comenten mañana les subo el que corresponde besos... nos leemos


















Como se había quedado sin cenar la noche anterior, Lali estaba muerta de hambre. Tras volver de casa de su prima, se dirigió al pequeño comedor donde se servía siempre el desayuno, y en el que había un variado surtido de platos dispuestos en una mesa auxiliar. Pasaría por alto las especialidades típicas de los Ravenleigh, siempre presentes para quien quisiera degustarlas, y se sirvió huevos revueltos con mantequilla y tomates, salmón ahumado y tostadas con mermelada. Había muchas más cosas, pero decidió que con eso bastaba para la mañana. Un lacayo le retiró la silla para que se sentara, y Lali ocupó su sitio. Le sorprendió que sus padres aún no estuvieran allí. El periódico plegado de su padrastro seguía colocado junto a su mantelillo, por lo que supo que todavía no había bajado a desayunar. Se preguntó si a su madre le habría costado tanto conciliar el sueño como a ella, en cuyo caso tampoco su padrastro habría dormido mucho.
Se quedó mirando el plato, de pronto inapetente. Eugenia bromeaba al sugerirle que cumpliera la promesa que le había hecho a Peter, aunque debía reconocer que la idea la fascinaba. ¿Y por qué no iba a cumplirla? Cuando se fuese de Inglaterra, comenzaría una vida nueva, igual que lo había hecho antes, al marcharse de Texas. Sin saber por qué, la perspectiva de volver a empezar le produjo una leve punzada de tristeza. Eugeniaa tenía razón. No conocía bien a Peter, al menos no al que había aparecido de pronto el día anterior. Aunque hubiera venido a buscarla, no sabía con certeza si se habría ido con él. También lady Blythe tenía razón. ¿Quién sabía qué influencias habría recibido durante todos aquellos años? Sabía que el hermano de su padrastro y sus amigos habían tenido algo que ver en la clase de hombre en que Peter se había convertido. Eso era inevitable. Después de todo, había trabajado para ellos. Pero también lo habían hecho muchísimas otras personas. Pensar que lo conocía era una ingenuidad.
Levantó la mirada al oír pasos y vio que su madre y su padrastro entraban en la sala. Ninguno de los dos parecía descansado. Ninguno de ellos se dirigió a la mesita auxiliar. Su madre se sentó a su lado, su padrastro junto a su esposa, con actitud solidaria, como siempre. En todos los años que llevaban allí, Lali no recordaba ni un solo instante en que Ravenleigh no hubiera apoyado a su esposa en lo relativo a la educación de sus hijas. Se preguntaba si aprobaba que su madre hubiera intervenido la correspondencia entre dos jóvenes amantes.
—Has madrugado —comentó la mujer, para deshacer la tensión generada entre ambas la noche anterior.
—Tenía que encargarme de algunos asuntos.
Su madre asintió con la cabeza, como si supiera bien qué asuntos eran aquéllos, cuando, en realidad, no podía tener ni la más remota idea. Lali ya no compartía con ella todos sus problemas, sus preocupaciones y sus planes.
—Te debo una disculpa —suspiró la mujer. —Diez años de disculpas, de hecho. Pensé que hacía lo mejor.
—Madre, estoy segura de que llegará un día en que pueda perdonarte, pero por desgracia, ese día no es hoy.
—No espero que lo sea, Lali. Si pudiera deshacer... —se interrumpió. Ravenleigh le cogió la mano que tenía sobre la mesa, apretada en un puño. Lo hizo con ternura, y Lali vio el afecto que sentía por ambas reflejado en sus ojos amables. Elizabeth asintió con la cabeza, como si el conde le hubiera transmitido sus pensamientos.
—Antes de que nos fuéramos de Texas —empezó—, vendí la granja y puse todo el dinero en un fondo que tu padrastro ha estado guardando como un halcón todos estos años. Mi intención era darte tu parte el día en que te casaras, como último regalo de tu padre. He decidido dártelo antes, para que puedas mantenerte, al menos durante un tiempo, cuando vuelvas a Texas. Christopher se ha ofrecido a comprarte el pasaje. Podrías marcharte dentro de una semana.
Lali sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas. Le dolía ser testigo de lo mucho que a su madre le costaba dejarla marchar. Se le encogió el corazón al ver cuánto la querían los dos, no sólo ella. El conde siempre había sido muy bueno con ella, y sabía que no habían sido sus palabras furiosas las que habían hecho cambiar de opinión a su madre, sino la influencia de su padrastro. Se secó las lágrimas con la servilleta de lino, casi incapaz de encontrar palabras para expresar su gratitud. Miró a Ravenleigh y dijo, con voz ronca:
—No imaginas lo mucho que tu generosidad significa para mí, lo mucho que ha significado siempre. Haré buen uso del legado de mi padre, pero aunque agradezco tu oferta de pagarme el pasaje, ya he hecho otros planes...
—No es necesario que trabajes más en esa tienda —la interrumpió su madre.
—Lo sé. Tengo previsto comunicarles esta misma mañana que me voy. He llegado a un acuerdo con Peter. Él me pagará el pasaje a cambio de que le enseñe lo que necesita saber.
Elizabeth se quedó pasmada, Ravenleigh no se mostró tan sorprendido, y Lali se preguntó qué habrían hablado él y Peter, si es que lo habían hecho, cuando estaban solos en la biblioteca.
—Ya veo —dijo su madre al fin—, Bueno...
—Sí, bueno —replicó Lali. —En cuanto pase por la tienda, tengo previsto reunirme con Peter en el parque. Hoy cenaremos en casa de Eugenia. Le pediré a Peter que me venga a buscar aquí, si no tenéis ninguna objeción.
—En absoluto —respondió su padrastro, antes de que su esposa pudiera decir nada. Se puso de pie, dio una palmada y añadió: —Ahora que está todo arreglado, a desayunar, que estoy muerto de hambre.
Y se dirigió a la mesa auxiliar.
Elizabeth se miró las manos estropeadas.
—Me alegra que no te jugaras el cuello saltando por la ventana cuando vino a buscarte anoche. Imagino que esto no se convertirá en un ritual nocturno.
—Mamá, tienes que dejar que viva mi vida y cometa mis propios errores.
—Entonces, ¿admites que es un error?
¿Cómo podía ofrecerle independencia con una mano y grilletes con la otra?
—Nunca lo sabré si sigues cortándome las alas.
La mujer parecía haberse quedado sin palabras, pero Lali no quería seguir hablando del asunto.
Un intenso aroma a rosas invadió la sala. Ambas se volvieron y vieron entrar al mayordomo seguido de dos lacayos con un enorme ramo de rosas cada uno, uno blanco y el otro amarillo.
—Milady —dijo Simpson con una pequeña reverencia—, han llegado estas flores con instrucciones de que se entreguen las blancas a la señora de la casa y las amarillas a la mayor de sus hijas.
Al ofrecerles los ramos a Lali y a su madre, el mayordomo les dio también un sobre a cada una. En el suyo, Lali encontró una nota que decía: «Un poquito de Texas». Enterró la nariz en el oloroso ramo, que debía de contener al menos dos docenas de rosas, y miró a su madre de reojo.
—¿Qué dice tu nota?
—«Sin rencores».
Qué texano y qué directo.
—Por si te interesa, me dijo que sólo había escrito una o dos frases en cada carta —dijo Lali.
Su madre carraspeó y se levantó de la mesa.
—Bueno, si sus palabras eran tan sinceras como éstas, con eso le habría bastado. Voy a encargarme de que las pongan en agua.
Salió de la habitación, y Lali miró al extremo de la mesa donde su padrastro se había sentado en silencio, sin empezar a comer aún.
—No lo hizo con mala intención —le dijo en voz baja.
—Lo sé. —Todavía abrazada al ramo, se levantó y se dirigió hacia él, luego se inclinó y le dio un beso en la mejilla. —Te quiero, papá.
Peter había conseguido darle un poquito de Texas dos veces. Mientras salía del comedor, se preguntó si esos poquitos de Texas no habrían estado siempre allí y ella no había sido capaz de verlos.


—¿Milord?.- Peter se volvió hacia el mayordomo, al que no había oído entrar en el comedor. Todavía lo desconcertaba que el servicio se moviera por la casa con tanta discreción y sigilo, como fantasmas. Eso volvía cardíaco a cualquiera. Era una de las razones por las que había dejado de llevar el arma encima ya antes de las palabras de Lali. Su asistente lo había asustado la mañana anterior, Peter había sacado el arma, lo había apuntado con ella, y el pobre hombre se había desplomado, inconsciente.
Miró al mayordomo y la bandeja de plata que le tendía. En ella descansaba una tarjeta de impresión elegante. Peter leyó el nombre. Por lo visto, se había corrido la voz de que estaba en la ciudad.
—Hazlos pasar.
—Como desee, señor —dijo el mayordomo con una pequeña reverencia.
Peter se limpió la boca y las manos con la servilleta de lino, la tiró a la mesa, empujó la silla hacia atrás y se levantó. No llevaba chaqueta, algo indecoroso para recibir visitas, pero suponía que aquellas personas serían condescendientes.
La mujer, más elegante de lo que la recordaba, con una sonrisa que podría rivalizar en luminosidad con el sol, entró airosa en el comedor, seguida de un caballero de pelo oscuro vestido como Peter sabía que él debía vestir.
—Peter Lanzani, mírate —dijo Eugenia, cogiéndole las manos con las suyas enguantadas y apretándoselas. —¿Cómo no nos has avisado de que estabas en la ciudad?
Notó que el reproche lo acaloraba.
—Hace sólo un par de días que llegué. Aún no domino la práctica de las visitas.
Lo sorprendió lo mucho que a ella pareció complacerle su respuesta.
—Quiero presentarte a mi marido —dijo Eugenia, retrocediendo un poco, con un amor y un orgullo inmensos reflejados en su mirada. —Nicolas Rhodes, duque de Harrington. Peter Lanzani, conde de Sachse.
Le gustó lo que vio en Harrington. Sus ojos, de un gris plateado, revelaban una franqueza que Peter compartía y respetaba. Era uno de esos hombres en los que se podía confiar; de los que sabía que cumplirían su palabra sin otro compromiso que un apretón de manos.
—Sachse —dijo Harrington, con voz grave y refinada.
—Harrington —replicó Peter estrechándole la mano. —Debo confesar que encuentro extraña esta costumbre de no llamarse por el nombre de pila.
—Créeme, no tardarás en habituarte a usar los títulos. ¿Sabe mi padrastro de tu buena fortuna? —inquirió Eugenia.
Su padrastro, Grayson Rhodes, era otro de los ingleses que habían negado a Texas después de la Guerra de Secesión. Peter había ido a visitarlo cuando volvió de su visita a Inglaterra, con su familia, hacía un año, por eso sabía que el marido de Eugenia era su hermanastro, heredero legítimo del ducado, y que Rhodes era el hijo bastardo del duque. Era mayor, el primogénito, de hecho, pero por ser hijo natural no había recaído en él la herencia de su padre. A veces, las conexiones familiares eran tan complejas, que Peter creía que necesitaría un gráfico para aclararlas. Y ahora, ahí estaba él, en Inglaterra, para sumarse a todas aquellas complicaciones.
Negó con la cabeza.
—No avisé a nadie antes de marcharme de Fortune. No me pareció necesario. Seguía creyendo que, cuando llegara aquí, descubriría que todo era un error.
—Es increíble.
—Totalmente de acuerdo.
—¿No tenías ni idea?
—Ni la más remota... —Peter miró la mesa, luego a ellos, no sabía si era correcto, pero se lo ofreció de todas formas. —Estaba desayunando, si os apetece acompañarme...
—Me encantaría —dijo Harrington. —En cuanto Eugenia ha caído en la cuenta de que te conocía, no ha parado hasta que hemos venido a verte. Mi estómago protesta desde entonces.
—Sírvete lo que quieras —le ofreció Peter.
Cuando todos los platos estuvieron llenos y todo el mundo sentado a la mesa, Eugenia le preguntó con una mirada penetrante:
—Entonces, ¿qué vas a hacer con Lali?
Peter estuvo a punto de ahogarse con la endemoniada salchicha. Tragó el bocado, se limpió la boca, miró a Eugenia y respondió sinceramente:
—Aún no lo he decidido.
Pero no era del todo cierto. La tendría a su lado durante la Temporada social, luego... bueno, se preocuparía de eso cuando llegara el momento.
—¿Ha sido ella quien os ha dicho que estaba aquí? —preguntó.
Euge asintió con la cabeza.
—¿Sabíais que tenía previsto volver a Texas?
Eugenia titubeó, como si no estuviera del todo segura de cuánto podía revelar.
—En los primeros años —contestó al fin—, después de llegar aquí, me escribía a menudo. Sus cartas siempre estaban manchadas de lágrimas. Le costó mucho adaptarse, pero parecía haberse asentado, ya no se quejaba... La verdad es que, hasta hace poco, no me he percatado de que sigue soñando con volver a Texas.
Peter meneó la cabeza afirmativamente.
—Lo que sí sé es que te va a ayudar con la Temporada social —prosiguió la joven. —En ese tiempo, podrías convencerla de que se quede —sugirió.
Sin dejar de mirarla, Peter le dijo lo que pensaba.
—No sé si quiero hacerlo.
No sólo porque parecía cruel retenerla si ella no quería estar allí, sino porque ya no estaba seguro de sus sentimientos. Diez años. Los dos habían cambiado. No sabía si lo que había habido entre ellos podía prosperar en Inglaterra, pero tenía claro que no prosperaría si Lali no estaba donde quería estar.

—¿Cómo es que no ha venido todavía?
—Llegará en cualquier momento.

—Tal vez ya se haya marchado.

1 comentario:

  1. Tan lindo Peter
    Como que no esta seguro de sus sentimientos??
    Muy bueno el capitulo
    Besitos
    Marines

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