Por el tono
remilgado del hombre, tan suave y elegante, Peter pensó que no era de por allí.
Parecía un dandi. Seguro que, si echaba a correr, podría dejarlo atrás. Y no
tenía muy claro lo que era una arpía, pero por la forma en que el hombre lo
preguntaba y el modo en que la mujer se había dirigido a él, suponía que no era
nada bueno.
—La viuda de
Esposito—respondió Peter, imaginando que aquél era el nombre más adecuado,
teniendo en cuenta que su marido había muerto y la chica se llamaba Lali
esposito.
—¿Cuántos años
tienes, chaval? —preguntó entonces el alguacil.
Peter levantó
la barbilla, desafiante.
—Quince, y no
tengo miedo a la cárcel.
—No te voy a
meter en la cárcel por curioso, pero no vuelvas a desabrochar ningún corpiño
hasta que tengas los dieciséis. Y asegúrate de que la mujer es mayor, o de las
que están dispuestas a aceptar dinero por satisfacer tu curiosidad natural. —El
hombre lo soltó. —Anda, lárgate.
No hizo falta
que se lo dijera dos veces. Peter salió corriendo, dio la vuelta a la esquina,
bajó por el callejón, rodeó la otra esquina y se detuvo detrás de la tienda.
Cogió su sombrero, se lo caló y recogió con cuidado lo que quedaba de su
cigarrillo. Podría terminárselo por la noche, cuando el hambre empezara a
apretar de nuevo. A menos que pudiera encontrar algo que comer. Se preguntó qué
tirarían por la puerta trasera de la cantina.
—Veo que
sigues robando.-Peter se terminó la galleta antes de levantar la mirada desde
el sitio donde solía sentarse, detrás de la tienda de ultramarinos. Allí estaba
otra vez Lali Esposito. Con un vestido azul, abotonado por delante hasta la
barbilla, que debía de estar ahogándola.
—También me he
dado a la bebida —dijo él con una sonrisa. Le gustaba lo grandes y redondos que
se le ponían los ojos cada vez que la escandalizaba.
—Y, por lo que
veo, sigues mintiendo.
—No miento. La
semana pasada encontré una botella medio vacía detrás de la cantina y me la
terminé.
—¿Y a qué
sabía? —preguntó ella, claramente intrigada.
A pis, pero no
se lo dijo, porque entonces le habría preguntado cómo conocía el sabor del pis
y habría tenido que revelarle ese lamentable aspecto de su vida. De modo que
optó por:
—He probado
cosas mejores.
—Se supone que
debes quitarte el sombrero y ponerte de pie en presencia de una dama.
—Te preocupan
demasiado los modales.
—Como a todo
el mundo.
—A mí no.
—¿Y eso por
qué?
—No les veo
utilidad.
—La utilidad
es que no te pongan el trasero como un tomate.
—¿Quién va a
hacer eso?
—Tus padres.
—Están
muertos.---De todas las cosas que le había dicho, aquel comentario pareció
impresionarla más que ningún otro.
—¿Eres
huérfano?
El se encogió
de hombros.
—¿Dónde vives?
Volvió a
encogerse de hombros.
—¿Por eso
robas?
—Haces muchas
preguntas —replicó mirándola fijamente. —¿Qué sabes de ese alguacil?
—Que a mamá no
le gusta. Ni sus amigos tampoco.
—Habla raro.
—Es de
Inglaterra. El y sus amigos se trasladaron aquí después de la guerra, para
ayudar con las plantaciones de algodón, para reemplazar a los hombres que
habían muerto.
De Inglaterra.
No conocía a nadie de Inglaterra. De eso estaba seguro. Sin embargo, la forma
de hablar de aquel hombre le traía vagos recuerdos. No podía quitárselo de la
cabeza, pero tampoco podía quitarse de la cabeza a Lali. Se dormía pensando en
ella, en ella y en aquel único botón que le faltaba por desabrochar.
—¿Por qué te
interesa tanto? —inquirió la chica.
—No me
interesa. Es sólo curiosidad. Me recuerda algo, pero no sé muy bien qué.
—Siento que mi
madre te llevara con él.
Peter se
retiró el sombrero con el pulgar.
—Me dejó
marchar en cuanto os fuisteis. No pasé la noche en la cárcel.
—Me alegro
—sonrió Lali.
Cielo santo.
El corazón le latía con fuerza contra las costillas. Cuando sonreía, estaba
preciosa.
—¿Aún tienes
catorce?
Ella se rió y,
de algún modo, consiguió robarle el aliento al mismo tiempo.
—Pues claro,
tonto. ¿Por qué lo preguntas?
—Porque hoy es
mi cumpleaños, y quería regalarme algo.
Ella sonrió y
se le iluminó la mirada.
—¿Qué te vas a
comprar?
—Un corpiño
desabrochado.
Ella frunció
el cejo, los ojos y la boca.
—Creía que no
tenías dinero.
—Ya te dije
que tenía un poco.
—Pensaba que
lo guardabas para una emergencia.
El corazón le
latía con fuerza.
—Esto es una
emergencia.
—Mi madre se
enfadó mucho...
—Porque yo no
sabía que había que pagar. —Se levantó del suelo con dificultad, se quitó el
sombrero y sacó el cuarto de dólar que llevaba en el bolsillo. —El alguacil me
dijo que podía hacerlo si pagaba.
—¿Por qué
estás tan empeñado en desabrocharme el corpiño?
—Porque nunca
he visto un pecho, y he oído decir que es increíble.
Ella se mostró
recelosa, así que él desplegó los dedos para mostrarle lo que estaba dispuesto
a ofrecerle esta vez.
—¿A quién se
lo has oído?
—A los
chavales del tren de los huérfanos.
—¿Has ido en
el tren de los huérfanos?
Peter asintió
con la cabeza.
—Desde Nueva
York. No hasta aquí, claro. Aquí vine andando. No me gustaba la familia que me
había acogido.
—¿Y por qué?
—Porque no.
¿Quieres esto o no? —preguntó impaciente. No le apetecía pensar en todo lo que
había ocurrido tras la muerte de sus padres. Quería tener un buen recuerdo de
su decimosexto cumpleaños, algo que pudiera recordar si llegaba a los cien.
Lali torció el
gesto, algo que Tom pensó que la haría parecer fea, pero no. Sólo le hizo
querer provocarla más, tenerla a su lado más tiempo.
—¿Lo único que
quieres es desabrocharme el corpiño?
El asintió con
la cabeza, con la boca de pronto tan seca que creyó que no podría hablar si
tenía que hacerlo.
—No puedes
tocar nada —dijo ella.
—No lo haré
—logró contestar, a pesar del nudo que la emoción le había hecho en la
garganta. —Sólo voy a mirar.
—Supongo que
no pasa nada porque mires.
—Nada en
absoluto.
Le tendió la
mano, y él depositó la moneda en ella, deseando que la suya no pareciera tan
sucia de repente. Tras apartarse el sombrero, se limpió de nuevo las manos en
los pantalones, y se maldijo por empezar a temblar otra vez. No quería pensar
en lo mucho que podrían temblar si llegara a tocar algo más que botones. Y no
era que pensara tocar algo más que lo que ella le había dado permiso para
tocar. Aunque fuera un ladrón, un mentiroso, un blasfemo y, más recientemente,
un borracho, no era un sinvergüenza. Bueno, a lo mejor un poco. Tal vez
desabrocharle el corpiño lo situara justo al límite, pero no iba a traspasarlo.
Un hombre debía tener principios.
Sosteniéndole
la mirada, ella elevó la barbilla. Peter tragó saliva y deseó que el corpiño no
tuviera tantísimos botones. El primero pareció costarle una eternidad pasarlo
por el diminuto ojal. Al soltarlo, reveló un fragmento mínimo del cuello de
Lali. El chico dejó de respirar, luego pasó al siguiente botón.
—¡Lali
Esposito!
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