Ni siquiera
pudo pensar en salir corriendo, su oreja fue una vez más presa de un doloroso
pellizco que lo hizo bailar de puntillas para sofocar la agonía. ¿Cómo podía
una mujer provocar semejante tormento con un simple pellizco?
Antes de que
le diera tiempo a protestar, ella ya estaba arrastrándolo por el callejón.
—¡Alguacil
Montgomery!
Como no podía
girar la cabeza, Peter miró de reojo y vio al hombre a la puerta de la oficina
de telégrafos. La madre de Lali lo obligó a cruzar la polvorienta calle.
—Señora...
—Lo estaba
haciendo otra vez. Le estaba desabrochando el corpiño a mi Lali.
El alguacil
miró a Peter furioso.
—Te dije
que...
—He cumplido
los dieciséis hoy —se apresuró a explicar él—, y usted me dijo que podía echar
un vistazo si ella estaba dispuesta a aceptar el dinero. Le he dado veinticinco
centavos.
—¿Usted le
dijo que podía desabrocharle el corpiño a mi hija si le pagaba?
—No
exactamente. Ha malinterpretado mis instrucciones —intentó explicarse el
alguacil.
—¡Inútil hijo
de perra! —gritó mientras empujaba a Peter hacia el alguacil. —Lo quiero
encerrado, y a usted con él. Voy ahora mismo al ayuntamiento.
Peter la vio
alejarse con paso resuelto, henchida de una justa indignación. Lali lo miraba
por encima del hombro, con una expresión de angustia que le encogió el corazón.
Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por él.
—¿Cómo te
llamas, chaval? —preguntó el alguacil.
—Juan Pedro.
—Prefería Peter, pero había aprendido que lo trataban mejor cuando usaba una
versión de su nombre que lo hacía parecer más joven e inocente. A juan pedro lo
protegían; a Peter lo metían en la cárcel.
—¿Dónde
demonios están tus padres?
—Muertos.
El alguacil
suspiró con fuerza.
—Ven conmigo.
Maldición. Su
truco nunca le había fallado. Alzó la barbilla, desafiante. Últimamente había
salido de muchos aprietos tirándose el farol.
—No me da
miedo la cárcel.
—No te llevo a
la cárcel.
Mientras
avanzaba por el entarimado, los pasos del alguacil resonaban en las planchas de
madera. Peter sabía reconocer el sonido
de la furia cuando lo oía. Esta vez se había metido en un buen lío. Pensó en
correr, pero estaba harto de huir. Además, si escapaba, quizá nunca volviera a
ver a aquella chica de ojos azules.
El alguacil
abrió de un empujón la puerta de la cantina.
—¿Va a
mentirles y a decirles que soy lo bastante mayor para beber? —preguntó Peter,
esperanzado.
El hombre lo
miró con dureza. No era tan dandi como Peter
había pensado.
Normalmente se le daba bien calar a la gente, pero aquel tipo lo confundía.
El chico se
encogió de hombros con insolencia.
—Supongo que
no.
—Wyndhaven
—dijo un hombre que se acercaba a ellos despacio, apoyándose en un bastón.
Peter lo identificó como el dueño de la cantina. Hablaba igual de raro que el
alguacil. —¿Qué traes ahí?
—A un huérfano
con mucho tiempo libre. ¿Qué hago con él?
El otro echó
un vistazo al chico, que apretó la mandíbula. Odiaba que lo miraran así, que lo
examinaran, que lo juzgaran.
—¿Sabes algo
de ganado, chaval?
—Lo sé todo
—respondió él con descaro. Sabía lo que les ocurría a los tipos inseguros.
Recibían una buena paliza.
—¡Qué vas a
saber tú, mentiroso! —replicó el dueño de la cantina. —Pero lo sabrás antes de
que acabe el mes.
—¿Qué vas a
hacer con él? —quiso saber el alguacil.
—Ponerlo a
trabajar en el Texas Lady Cattle Venture.
Al anochecer,
Peter ya tenía el estómago lleno, un catre blando en el que dormir y, por
primera vez en mucho tiempo, la esperanza de una vida mejor.
Diez años
después, allí estaba, dispuesto a darle las gracias al responsable, Ravenleigh,
entonces vizconde de Wyndhaven, por darle una oportunidad cuando vivía en
Fortune. El destino había querido que no fuera el alguacil a quien la madre de
Lali lo entregaba cada vez, sino al hermano gemelo de aquel hombre, que estaba
allí de visita y que, al marcharse de Fortune, se llevó consigo a la madre de
Lali, a Lali y a sus hermanas.
No sabía bien
si por algún ruido o simplemente porque había detectado su presencia, Lali se
levantó con mucha elegancia, lo miró y se quedó paralizada, como quien se topa
con un peligro desconocido.
¡Cielo santo!
Estaba aún más hermosa de lo que él recordaba. Y la había recordado muchas
veces durante todos aquellos años. Entonces supo con una seguridad tan poderosa
que casi lo asfixiaba que no había ido allí a darle las gracias a Ravenleigh,
sino a algo completamente distinto. Su orgullo le impedía suplicar, admitir el
daño que le había hecho su silencio, pero no tenía tanto orgullo como para no
cobrarse lo que le debían.
Lali había
oído un levísimo ruido y había supuesto que por fin uno de los criados les
traía el té que habían pedido antes. Pero al levantarse y mirar hacia la
puerta, se quedó sin aliento. Apenas se percató de los aspavientos de las otras
damas, ni del chillido de una de ellas.
No era el té.
Era un vaquero.
Y lo habría
reconocido fuera donde fuese.
Alto, fuerte
pero esbelto, con un caminar suelto que no transmitía prisa alguna, se acercó a
ella con audacia, irradiando confianza a cada paso, con la decisión del que
sabe lo que quiere. El estruendo de los tacones de sus botas sobre el pulido
suelo de madera resonaba por toda la estancia. Se quitó el sombrero negro,
manteniéndola presa de sus oscuros ojos pardos.
Su pelo negro
como la noche, más dócil de lo que se lo había visto nunca, le rozaba el cuello
de la camisa blanca, casi oculta bajo la sencilla chaqueta negra. Llevaba un
corbatín de seda negra atado en un lazo flojo. El bigote era una novedad, tan
espeso como su pelo, enmarcándole el arco superior de la boca y las comisuras
de los labios, extendidos por completo para ofrecerle una de sus sonrisas
lentas y sensuales.
Lali no creía
que el entrecerrar los ojos ante el sol y el viento implacables de Texas
hubiera marcado aquellas líneas en su rostro, en los rabillos de los ojos, en
la trente. Eran fruto de una vida dura, y probablemente de una dura apuesta por
salir adelante. Peter no era de los que hacían las cosas a medias. A pesar de
lo mucho que había cambiado, lo que permanecía intacto le permitía
identificarlo fácilmente.
La miraba como
si ella le perteneciera. Y tal vez le pertenecía.
Era la última
persona a la que esperaba volver a ver, la única a la que se había resignado a
perder de vista para siempre. Quizá fuera un espejismo, un producto de su
imaginación, una débil esperanza a la que se había aferrado al creerse
derrotada.
Pero cuando se
detuvo justo delante de ella, su aroma (una mezcla de cuero y tabaco, con un
toque de whisky y algo de polvo) revivió en ella recuerdos olvidados de las
noches que habían pasado juntos bajo las estrellas. Era real. Y estaba allí.
Por fin. Casi no podía creerlo.
El corazón le
palpitaba con tanta fuerza que estaba convencida de que todos lo oían, de que
todos lo veían golpearle el pecho a cada enérgico latido.
—¿Peter?
—susurró por fin.
—Hola, Lali.
—Su voz, grave, áspera, sensual, la atravesó, llegando a todos los áridos y
solitarios rincones de su corazón.
—¿Qué estás
haciendo aquí? —preguntó ella.
—He venido a
cobrar una deuda.
¿Una deuda?
¿De qué hablaba?
—Cielo santo,
Peter, ¿quién te debe...?
—Tú, querida.
Ya se encontraron lindos
ResponderEliminarBesitos
Marines