martes, 21 de mayo de 2013

Capitulo 6

Ni siquiera pudo pensar en salir corriendo, su oreja fue una vez más presa de un doloroso pellizco que lo hizo bailar de puntillas para sofocar la agonía. ¿Cómo podía una mujer provocar semejante tormento con un simple pellizco?
Antes de que le diera tiempo a protestar, ella ya estaba arrastrándolo por el callejón.
—¡Alguacil Montgomery!
Como no podía girar la cabeza, Peter miró de reojo y vio al hombre a la puerta de la oficina de telégrafos. La madre de Lali lo obligó a cruzar la polvorienta calle.
—Señora...
—Lo estaba haciendo otra vez. Le estaba desabrochando el corpiño a mi Lali.
El alguacil miró a Peter furioso.
—Te dije que...
—He cumplido los dieciséis hoy —se apresuró a explicar él—, y usted me dijo que podía echar un vistazo si ella estaba dispuesta a aceptar el dinero. Le he dado veinticinco centavos.
—¿Usted le dijo que podía desabrocharle el corpiño a mi hija si le pagaba?
—No exactamente. Ha malinterpretado mis instrucciones —intentó explicarse el alguacil.
—¡Inútil hijo de perra! —gritó mientras empujaba a Peter hacia el alguacil. —Lo quiero encerrado, y a usted con él. Voy ahora mismo al ayuntamiento.
Peter la vio alejarse con paso resuelto, henchida de una justa indignación. Lali lo miraba por encima del hombro, con una expresión de angustia que le encogió el corazón. Hacía mucho tiempo que nadie se preocupaba por él.
—¿Cómo te llamas, chaval? —preguntó el alguacil.
—Juan Pedro. —Prefería Peter, pero había aprendido que lo trataban mejor cuando usaba una versión de su nombre que lo hacía parecer más joven e inocente. A juan pedro lo protegían; a Peter lo metían en la cárcel.
—¿Dónde demonios están tus padres?
—Muertos.
El alguacil suspiró con fuerza.
—Ven conmigo.
Maldición. Su truco nunca le había fallado. Alzó la barbilla, desafiante. Últimamente había salido de muchos aprietos tirándose el farol.
—No me da miedo la cárcel.
—No te llevo a la cárcel.
Mientras avanzaba por el entarimado, los pasos del alguacil resonaban en las planchas de madera. Peter  sabía reconocer el sonido de la furia cuando lo oía. Esta vez se había metido en un buen lío. Pensó en correr, pero estaba harto de huir. Además, si escapaba, quizá nunca volviera a ver a aquella chica de ojos azules.
El alguacil abrió de un empujón la puerta de la cantina.
—¿Va a mentirles y a decirles que soy lo bastante mayor para beber? —preguntó Peter, esperanzado.
El hombre lo miró con dureza. No era tan dandi como Peter   había   pensado. Normalmente se le daba bien calar a la gente, pero aquel tipo lo confundía.
El chico se encogió de hombros con insolencia.
—Supongo que no.
—Wyndhaven —dijo un hombre que se acercaba a ellos despacio, apoyándose en un bastón. Peter lo identificó como el dueño de la cantina. Hablaba igual de raro que el alguacil. —¿Qué traes ahí?
—A un huérfano con mucho tiempo libre. ¿Qué hago con él?
El otro echó un vistazo al chico, que apretó la mandíbula. Odiaba que lo miraran así, que lo examinaran, que lo juzgaran.
—¿Sabes algo de ganado, chaval?
—Lo sé todo —respondió él con descaro. Sabía lo que les ocurría a los tipos inseguros. Recibían una buena paliza.
—¡Qué vas a saber tú, mentiroso! —replicó el dueño de la cantina. —Pero lo sabrás antes de que acabe el mes.
—¿Qué vas a hacer con él? —quiso saber el alguacil.
—Ponerlo a trabajar en el Texas Lady Cattle Venture.
Al anochecer, Peter ya tenía el estómago lleno, un catre blando en el que dormir y, por primera vez en mucho tiempo, la esperanza de una vida mejor.

Diez años después, allí estaba, dispuesto a darle las gracias al responsable, Ravenleigh, entonces vizconde de Wyndhaven, por darle una oportunidad cuando vivía en Fortune. El destino había querido que no fuera el alguacil a quien la madre de Lali lo entregaba cada vez, sino al hermano gemelo de aquel hombre, que estaba allí de visita y que, al marcharse de Fortune, se llevó consigo a la madre de Lali, a Lali y a sus hermanas.
No sabía bien si por algún ruido o simplemente porque había detectado su presencia, Lali se levantó con mucha elegancia, lo miró y se quedó paralizada, como quien se topa con un peligro desconocido.
¡Cielo santo! Estaba aún más hermosa de lo que él recordaba. Y la había recordado muchas veces durante todos aquellos años. Entonces supo con una seguridad tan poderosa que casi lo asfixiaba que no había ido allí a darle las gracias a Ravenleigh, sino a algo completamente distinto. Su orgullo le impedía suplicar, admitir el daño que le había hecho su silencio, pero no tenía tanto orgullo como para no cobrarse lo que le debían.
Lali había oído un levísimo ruido y había supuesto que por fin uno de los criados les traía el té que habían pedido antes. Pero al levantarse y mirar hacia la puerta, se quedó sin aliento. Apenas se percató de los aspavientos de las otras damas, ni del chillido de una de ellas.
No era el té. Era un vaquero.
Y lo habría reconocido fuera donde fuese.
Alto, fuerte pero esbelto, con un caminar suelto que no transmitía prisa alguna, se acercó a ella con audacia, irradiando confianza a cada paso, con la decisión del que sabe lo que quiere. El estruendo de los tacones de sus botas sobre el pulido suelo de madera resonaba por toda la estancia. Se quitó el sombrero negro, manteniéndola presa de sus oscuros ojos pardos.
Su pelo negro como la noche, más dócil de lo que se lo había visto nunca, le rozaba el cuello de la camisa blanca, casi oculta bajo la sencilla chaqueta negra. Llevaba un corbatín de seda negra atado en un lazo flojo. El bigote era una novedad, tan espeso como su pelo, enmarcándole el arco superior de la boca y las comisuras de los labios, extendidos por completo para ofrecerle una de sus sonrisas lentas y sensuales.
Lali no creía que el entrecerrar los ojos ante el sol y el viento implacables de Texas hubiera marcado aquellas líneas en su rostro, en los rabillos de los ojos, en la trente. Eran fruto de una vida dura, y probablemente de una dura apuesta por salir adelante. Peter no era de los que hacían las cosas a medias. A pesar de lo mucho que había cambiado, lo que permanecía intacto le permitía identificarlo fácilmente.
La miraba como si ella le perteneciera. Y tal vez le pertenecía.
Era la última persona a la que esperaba volver a ver, la única a la que se había resignado a perder de vista para siempre. Quizá fuera un espejismo, un producto de su imaginación, una débil esperanza a la que se había aferrado al creerse derrotada.
Pero cuando se detuvo justo delante de ella, su aroma (una mezcla de cuero y tabaco, con un toque de whisky y algo de polvo) revivió en ella recuerdos olvidados de las noches que habían pasado juntos bajo las estrellas. Era real. Y estaba allí. Por fin. Casi no podía creerlo.
El corazón le palpitaba con tanta fuerza que estaba convencida de que todos lo oían, de que todos lo veían golpearle el pecho a cada enérgico latido.
—¿Peter? —susurró por fin.
—Hola, Lali. —Su voz, grave, áspera, sensual, la atravesó, llegando a todos los áridos y solitarios rincones de su corazón.
—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó ella.
—He venido a cobrar una deuda.
¿Una deuda? ¿De qué hablaba?
—Cielo santo, Peter, ¿quién te debe...?
—Tú, querida.

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