La pregunta,
que removió recuerdos enterrados hacía tiempo, le produjo una punzada
inesperada en el corazón. Le sorprendió que después de tanto tiempo, de tantos
años, aún fueran tan poderosos, que todavía pudieran despertarle un anhelo tan
intenso.
—Sí —admitió
al fin. —Sí, he conocido vaqueros, pero de eso hace muchos años. Además, era
muy niña, y puede que mis recuerdos estén teñidos de juventud e inexperiencia.
Mi madre me dice constantemente que tendemos a recordar las cosas como mucho
más agradables de lo que eran en realidad. Los incesantes
recordatorios de su madre solían seguir a alguno de los frecuentes comentarios
de Lali de que le gustaría volver a Texas.
—Cuéntanos lo
que recuerdas —le pidió lady Cassandra. Lauren recordaba una sonrisa lenta que
le había acelerado el corazón y unos ojos pardos que evocaban los de un
cachorro al que hubieran pateado tantas veces que tuviese miedo de confiar en
nadie. Recordaba una actitud distante y un gesto desafiante en un rostro que
parecía más joven de lo que era. Un pelo negro como el carbón, largo y greñudo,
siempre necesitado de recortes. Manos sucias y estropeadas, ropas polvorientas,
un cuerpo alto, delgado, ágil y sorprendentemente fuerte.
—Vamos —la
urgió lady Blythe. —No nos tortures así. Dinos cómo es un vaquero.
Lali cedió
sólo porque pensó que aquélla sería la forma más rápida de librarse de ellas.
Empezaba a dolerle la cabeza y quería tumbarse un poco antes de tener que
empezar a prepararse para la cena.
—Son
respetables —dijo. Aunque el suyo no siempre lo había sido.
—Saludan a las
damas ladeando el sombrero. —Aunque el suyo nunca lo había hecho.
—Son parcos en
palabras. —El suyo no solía serlo.
—Prefieren
recorrer la calle, cualquier calle, a caballo en lugar de a pie. —El suyo lo
habría hecho si hubiera tenido caballo.
—Sonríen con
facilidad y les cuesta enfadarse. —Aunque las sonrisas del suyo siempre
tardaban en llegar; las comisuras de sus labios se elevaban lentamente, como si
disfrutaran tanto del trayecto como del resultado final.
—Adoran a las
mujeres. —Sobre todo el suyo. A todas las mujeres, jóvenes y viejas, guapas y
feas. Nunca discriminaba. Soltó una risita vergonzosa.
—Al menos eso
es lo que recuerdo de los vaqueros. Del suyo.
—Me encanta lo
de que adoran a las mujeres —confesó lady Blythe. —Nuestros caballeros no nos
valoran, creo yo. Aun cuando dan los pasos adecuados, lo hacen sólo porque es
lo que se espera de ellos, no porque deseen hacer el esfuerzo. Lo único que
realmente les preocupa a los hombres es que la mujer sea capaz de
proporcionarle en seguida un heredero o dos. Muy poco romántico.
—Aunque los
vaqueros no son tan refinados como los caballeros ingleses —admitió Lali. —Sus
obsequios suelen ser cintas pata el pelo, flores robadas de algún jardín al
pasar o versos atroces.
—Pero si los
obsequios se hacen de corazón... —insinuó lady Anne con voz triste.
—Supongo que
este lord vaquero no robará flores —intervino lady Blythe—Como digo, se rumorea
que es bastante pudiente. Por lo visto, aun sin su herencia. Menuda envidia.
—¿Envidia?
—repitió Lali. —¿Envidia porque ha alcanzado el éxito trabajando mucho?
¿Porque debe dejar atrás todo lo que conoce y vivir en un país tan distinto de
aquel con el que está familiarizado?
—No somos tan
distintos —replicó lady Blythe. —Además, lo que es envidiable es su riqueza.
—Fruto de su
esfuerzo.
—Y que su
afortunada esposa tendrá el placer de gastar.
—Hace un
momento pensabas que le costaría casarse —le recordó Lali.
Lady Blythe
sonrió como si de pronto se sintiera superior.
—Nunca se
sabe. Cuando un hombre lleva suficientes monedas en el bolsillo y además
dispone de un título, se pasan por alto muchas cosas desagradables.
—Aunque no se
puede negar, como bien nos ha recordado la señorita Fairfield, que su dinero es
fruto de su esfuerzo. Algo terriblemente lamentable —señaló lady Cassandra.
—Pero ganó ese
dinero antes de saber que era conde —apuntó lady Blythe—, de modo que
seguramente el inconveniente se puede perdonar.
Lali sintió
de pronto una gran simpatía por aquel hombre, al que sin duda le iba a caer encima
una vida nueva y extraña, del mismo modo que le había caído a ella. Tal vez lo
buscara y le aconsejara que volviera a Texas tan pronto como pudiera, antes de
que lo convirtieran en un aristócrata idéntico a todos los demás y dejara de
ser el hombre que era, con sus pensamientos, sus ideas y sus sueños.
Oyó su voz,
sorprendido de poder identificarla después de tantos años. Había cambiado un
poco, no lo negaba. Ahora era más suave, tenía un timbre tan dulce que podía
atraer a un hombre antes de que éste se supiera total y absolutamente
cautivado.
Así era como
se sentía peter lanzani. Cautivado. Y tenía tan
seguro como el infierno que no quería estarlo. No había
muchas cosas en la vida que a Peter lo asustaran, pero había temido aquel
encuentro desde que había sabido que tarde o temprano se produciría. Lo había
pospuesto tanto como había podido, y ahora que estaba a punto de suceder, se
debatía entre desear que hubiera ocurrido ya o que jamás ocurriera. Mientras el
mayordomo, ofendido porque peter no disponía de tarjeta de visita, había ido a
comunicarle al conde de Ravenleigh su presencia, él esperaba de pie en el
vestíbulo. Pero no lo hacía pacientemente. Acostumbrado a ser quien daba las
órdenes y a que éstas se obedecieran sin rechistar, no solía esperar nunca.
Entonces había
oído las voces, casi demasiado rápidas para descifrarlas... luego la de ella.
Había perdido buena parte del acento que un día fuera música para sus oídos,
pero aún podía detectarlo en determinadas palabras, como un acorde memorable desprendido
de un violín. Así, se encontró escuchando intencionadamente a la espera de algo
que le fuera familiar. Se había
acercado con cuidado a la puerta, se había apoyado en el quicio, y, desde allí,
las espió. Una reunión de mujeres, tan absortas en el motivo de su visita que
ni siquiera se habían percatado de su presencia. Recordó momentos de su vida en
los que había anhelado tanto la presencia de
una mujer que había creído que el deseo lo mataría. No sólo su tacto, sino
también su fragancia, su suavidad, el consuelo que podían ofrecerle. Sabía que
estaba mal escuchar, que debía hacer notar su presencia, pero no estaba seguro
de lo que ocurriría cuando Lali lo viera.
¿Lo recordaría
siquiera?
El no había
sido capaz de olvidarla.
CHICAS AHORA SE VIENE LO MEJOR..... COMENTEN BESOS
Hayy que amor....los dos se recuerdan...mas lindos
ResponderEliminarbesitos
Marines
Tanto tiempo y se recuerdan
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