La tormenta empeoró. El viento fuera aullaba.
Un trueno especialmente sonoro había hecho que Eleanor subiera a toda prisa a
la habitación de su hijo para comprobar que se encontraba bien a pesar de que
tenía una institutriz que se ocupaba de él, convencida de que lo había oído
llorar. Lali no había oído nada, salvo el viento y los truenos y, al mirar a
Weddington, éste, encogiéndose de hombros y sonriendo, se había limitado a
decir:
—Los oídos de una madre son especiales. Yo ya
he aprendido a no cuestionarla.
Unos minutos más tarde, Eleanor volvió con su
hijo cogido en brazos. El niño iba en camisón y descalzo. Parecía mucho más
vulnerable que aquella tarde, cuando había llegado a hombros de su padre.
—Como suponía, lo estaba pasando fatal. Las
tormentas lo asustan un poco —declaró Eleanor.
—¿Y qué hacía la institutriz? —quiso saber
Weddington.
—Estaba haciendo su trabajo, meciéndolo,
arrullándolo, pero a veces un niño necesita a su madre.
Weddington se inclinó hacia Lali, sentada en
un sofá del salón.
—Y otras es la madre quien necesita a su hijo.
Es Eleanor la que tiene miedo de las tormentas.
—¿Qué murmuras, Weddy?
—La verdad, mi amor —contestó él, guiñándole
un ojo a Lali.
Entonces ésta vio un aspecto de Peter que
jamás habría imaginado que existía. Su marido se levantó de su silla cerca del
fuego y se acercó a Eleanor, pero se dirigió al niño.
—Hola, Richard —dijo en voz baja—. Soy tu tío Peter.
No nos han presentado oficialmente, pero me alegro de conocerte.
—¿A ti te dan miedo las tormentas? —preguntó
Richard.
—Muchísimo. ¿Sabes lo que creo? Creo que
deberíamos tener un perro aquí que nos protegiera.
—Nosotros no tenemos perro.
—Yo sí. Llevo uno en el bolsillo. Pero tengo
que advertirte que, si lo saco a jugar, saldrán también otros animales.
¿Quieres verlo?
Richard asintió con la cabeza, entusiasmado.
—Me gustan los perros.
—Y a mí. Pero a mi perro no le gusta mucho la
luz. Si a tu madre no le importa, voy a bajar una de las lámparas al suelo.
—Claro que no me importa —espetó Eleanor—. Yo
también quiero conocer a esa mascota tuya.
Igual que Lali, que observaba Fascinada cómo
su marido bajaba la lámpara y la colocaba cerca de la pared. Luego, Peter se
sentó en el suelo.
—Ven a sentarte aquí, Richard —le dijo al niño
dando una palmada en el espacio que había a su lado.
El pequeño escapó del regazo de su madre y,
sin miedo, se acercó a Peter y se sentó a su lado, mirándolo con absoluta
confianza. Éste se rebuscó en los bolsillos.
—Ah, aquí está.
Sacó los puños muy apretados y le hizo una
seña con la cabeza.
—Mira a la pared.
Richard hizo lo que le decía.
Peter abrió las manos y las colocó delante de
la lámpara de tal modo que formaron la sombra de una cabeza de perro en la
pared.
—¡Es un perro! ¡Lo veo! ¿Lo ves, mamá?
—exclamó Richard entre risas y palmas.
—Por supuesto —respondió Eleanor, sentada en
el sofá junto a Lali—. ¡Qué tío tan listo tienes!
—No es su tío de verdad, ¿no? —susurró Lali,
preguntándose si quizá no había entendido bien la relación que había entre
ellos.
—De sangre, no; sólo de corazón. Hubo un
tiempo en que Peter y Weddy eran como hermanos, y sospecho que pronto volverán
a serlo.
—Peter
no me
ha contado la causa de las desavenencias entre tu marido y él.
—Una pequeña maldad que ya hemos olvidado. No
tiene sentido darle más vueltas.
Lali no podía imaginar que su esposo fuera
capaz de ninguna maldad, pero, a juzgar por la indignación con que Weddington
lo había recibido, debía suponer que Peter era el culpable de su disputa. Eso
le fastidiaba y la intrigaba, pero se obligó a olvidarlo para poder
concentrarse en su marido y en su joven público.
—¿Recuerdas que te he dicho que cuando mi
perro sale a jugar lo acompañan otros animales? Creo que ya los oigo llegar.
—¿Dónde? —gritó Richard, mirando a su
alrededor.
—Aquí —le indicó Peter mientras movía las
manos—. ¿Sabes qué es esto?
—Una tortuga.
—¿Conoces la fábula de la tortuga y...?
—preguntó al tiempo que cambiaba la posición de los dedos.
—¡... la liebre! —gritó Richard.
—La tortuga y la liebre. Muy bien.
—¿Qué más? —lo interrogó el niño, poniéndose
de rodillas y dando botes.
—Bueno, vamos a ver. Algo exótico, creo.
—Recolocó los dedos.
—¡Un elefante!
—¡Qué listo eres!
Lali estaba allí sentada, observando cómo su
marido movía las manos para crear las sombras de un animal detrás de otro: un
ganso, un ciervo, un pato, un cerdo... Su repertorio parecía interminable.
Nunca lo había visto disfrutar tanto con nada, y casi sentía celos de aquel
niño que acaparaba su atención.
—¿Cómo has aprendido a hacer todo eso? —le
preguntó al fin.
—Digamos que hubo una época en que tenía
bastante tiempo —respondió sin apartar la vista de las sombras.
—Algunas son extraordinarias —añadió ella.
Un caracol, un caballo, dos pájaros.
—He practicado bastante.
—¿Y cuándo ha sido eso? —preguntó ella.
—A ratos perdidos.
—¡Enséñame! —soltó Richard de sopetón.
—Encantado. —Se sentó al niño en el regazo y
le pasó los brazos por delante para poder cogerle las manos.
Ver las enormes manos de Peter moldeando con
paciencia las manos diminutas del niño le llegó a Lali muy hondo. Al corazón,
pensó. Las lágrimas empezaron a escocerle en los ojos. Algún día se volcaría
así con sus hijos. Había pensado mucho en la clase de marido que sería, pero
apenas había considerado la clase de padre que podría llegar a ser. Viéndolo
entonces, se dio cuenta de que sería un padre estupendo, y se sorprendió
deseando que no tardaran mucho en tener hijos.
—No parece que la tormenta vaya a amainar en
seguida —le dijo Eleanor inclinándose hacia ella—. ¿Por qué no pasáis la noche
aquí? Tendréis una ala entera para vosotros, y como está claro que a Peter le
sirve la ropa de mi Weddy, mañana le podemos buscar más. En cuanto a ti, tú y
yo debemos de usar una talla parecida.
—No queremos abusar.
—Peor será si tenemos que salir bajo la
tormenta a desatascar vuestro carruaje.
—Si de verdad no es molestia.
—No es molestia en absoluto. Estamos
encantados de que Peter haya vuelto a nuestra vida. Lo echábamos mucho de
menos.
Casi una hora después, Richard, aún acurrucado
en el regazo de Peter, dijo con un bostezo:
—Otro.
Lali había perdido la cuenta de los «otro» que
el niño le había pedido. Se preguntó si Peter lamentaba haberle enseñado el
primer animal, que había llevado al segundo y así sucesivamente.
Lo vio retorcerse para apoyarse en la pared
con el niño acurrucado en sus brazos, mirando al pequeño con inmensa ternura.
Era obvio que adoraba a aquel niño al que acababa de conocer.
—Me parece que es hora de volver a la cama
—dijo Eleanor poniéndose de pie. Se acercó a Peter y se inclinó para coger a su
hijo en brazos.
—Es un chico estupendo —señaló Peter, y a
Eleanor le pareció detectar algo en su voz. Tristeza, quizá. Anhelo.
—Nosotros también lo pensamos —confirmó
Eleanor.
—Te acompaño a acostarlo —comentó Weddington
levantándose.
La pareja salió de la habitación y Peter se
quedó allí sentado, con una pierna doblada, la muñeca apoyada en la rodilla y
la mirada en la ventana, donde las cortinas aún corridas permitían ver el
espectáculo desencadenado por la magnífica tormenta.
¿Era aquello una lágrima?
Peter carraspeó un poco, cerró los ojos, se
presionó el puente de la nariz con el índice y el pulgar y luego se frotó los
ojos.
—¿Te duele la cabeza? —preguntó ella.
Él bajó la mano y le dedicó una intensa
sonrisa.
—No, sólo pensaba.
—¿En qué?
—En lo que sería capaz de hacer por proteger a
mis hijos de cualquier daño.
—¿Y qué harías?
—Cualquier cosa. Todo.
hay mi corazon no puede mas, me imagine todo mas lindo con el Nene lo que van a ser sus hijos.
ResponderEliminarPorque van a tener hijos verdad :) :)
Besitos
Marines