martes, 24 de septiembre de 2013

Capitulo 47




—Aunque me asegures lo contrario, ya veo que anoche seguiste felizmente mi consejo.
De pie junto al coche, esperando a que su esposa se despidiera de Eleanor, Peter ignoró a su amigo.
Era media tarde, la lluvia había cesado y los cielos grises se habían tornado azules. Después del rescate de la noche anterior, Weddington y él habían dormido hasta hacía apenas una hora. Peter habría preferido no salir de la cama, porque Lali estaba en ella, durmiendo a su lado. Le encantaba verla dormir. Tenía la costumbre de frotarse los pies durante la noche. Se preguntaba si ésa sería la razón por la que los esposos dormían en camas separadas, aunque debía admitir que él había agradecido la proximidad y había encontrado reconfortantes aquellas pequeñas manías.
—¿Sin comentarios? —preguntó Weddington.
—No me había dado cuenta de lo pesado que eres.
—Y útil también. Quiero que te lleves esto.
Peter miró el estuche de madera que Weddington le ofrecía.
—No, gracias. No creo que vuelva a batirme en duelo. A Lali le disgusta demasiado.
—Como medio de protección. Te has fugado de Pentonville. También tu hermano podría hacerlo. Es tan listo como tú.
Peter no podía negarlo. En algunos aspectos, lo era incluso más.
—¿Le has contado la verdad a Lali? —quiso saber Weddington.
Peter hizo una mueca, nada orgulloso de la respuesta que se veía obligado a dar.
—No.
—Dudo que le importara —repuso Weddington.
¿Cómo no iba a importarle?, se preguntó Peter.
—A Eleanor le gusta.
—Y a ella Eleanor.
Al poco, Lali ya estaba por fin lista para partir. Peter se despidió de Weddington, subió al carruaje detrás de su esposa y se sentó a su lado. Ella le dedicó una sonrisa tímida. Él le tomó la mano. El coche inició el recorrido por el camino que salía de la mansión Drummond. Peter se contuvo mientras le fue posible, luego ya no pudo evitarlo.
Lali empezaba a saber cuándo el deseo desenfrenado se apoderaba de su marido, pero después de la noche anterior ya no tenía motivos para refrenarse, así que no lo hizo.
La besó, insistente, exigente, pero ya no aterrador. Había tanta bondad en él, tanto afecto... Y tanta pasión...
Empezó como una cerilla sostenida en alto, la llama apenas un destello de luz, pero después se transformó en un fuego, como la hoguera de una noche invernal, que arde con tanta intensidad que no hay quien la contenga. Ella quería sus besos, sus caricias. Lo quería todo.
Él la arrastró hasta su regazo para poder llegar mejor a su cuerpo, para estrecharla entre sus brazos, para besarla con mayor pasión, despeinándola con las manos. Y a ella no le importó.
Peter lanzó el sombrero de Lali al otro asiento, y ella supuso que el alfiler iba enganchado en él, y pensó en la reacción de su marido al sentarse encima la otra vez. Sólo que no se rió. No podía reírse porque apenas le quedaba aliento para afrontar aquella embestida de pasión.
Deseaba a su marido, lo deseaba con vehemencia.
Oyó el tintineo de sus horquillas al caer al suelo del carruaje, y notó que el pelo suelto se le derramaba por los hombros.
—Cielo santo, Lali, no debería haber empezado lo que no puedo acabar. —Respiraba con dificultad, su boca le abrasaba el cuello mientras iba desabrochándole los botones.
—Puedes acabarlo.
—No, aquí no, en el coche no. Te quiero en una cama, debajo de mí. Quiero que estemos completamente desnudos. Lo quiero todo. Pero la espera será una dulce tortura.
Ella accedió. Estaba ardiendo, y ardía aún más dondequiera que él ponía las manos.
—¿Cuánto queda? —preguntó Lali, con la voz ronca de deseo.
—Una hora, creo. No más. Quizá algo menos.
—Pues atormentémonos hasta entonces.
Y él la atormentó con exquisitez. Le bajó el escote y besó cada fragmento de su piel que quedaba al descubierto, tocándola, acariciándola, abrazándola. Cuando inclinó la cabeza y le besó el pecho, ella estuvo a punto de caerse de su regazo.
Quería que parara, quería que siguiera, quería que encontraran una cama. ¡Ya! En aquel mismo instante.
Lali le devolvió el favor desabrochándole la camisa, besándole el pecho, saboreando la salinidad de su piel. Él gimió su nombre, y sus dedos le rodearon los pechos. Ella pudo sentir su dureza contra la cadera, y pensó que, si se levantaba las faldas, si se daba la vuelta y se sentaba a horcajadas encima de él, su parte íntima que pedía a gritos atención podría encontrarla en la parte de él que demandaba lo mismo.
Ese deseo de fundirse en uno era instintivo. Como si fueran a perecer si no lo hacían. Sin embargo, mientras consideraba las maniobras necesarias para lograrlo, se dio cuenta de que él tenía razón.
En el coche no podían, retorcidos, dando tumbos.

El carruaje empezó a detenerse. Peter se apartó bruscamente de su esposa y miró por la ventanilla.

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