domingo, 30 de junio de 2013
jueves, 27 de junio de 2013
Capitulo 2
Hola chicas perdon por no subir pero estoy a full con la U y no se cuando les vuelva a subir, pasa que mi compu no funciona y no se cuando la arregle ahora estoy de la compu de mi hermana espero poder subir mañana otra cosa, vieron Aliados yo si les juro que me encanto esta muy buena la trama todo ya espero con ansias el Websodio 2 y el cap 2 bueno chicas COMENTEN Besos
Señaló la chapa de bronce de la pechera de su
camisa, que pronto sería de su hermano.
—En prisión, se pierde el nombre. Sin nombre,
no eres nada. Nada. Sólo un número. El preso D3-10. El del corredor D, galería
tres, celda diez. Y ahora, ese preso ha desaparecido.
»¿Vendrá a avisarte el celador al que has
sobornado, porque seguro que le has pagado a alguien para lograr tu propósito,
o huirá por temor a que lo descubran? En cualquier caso, no me preocupa:
estarás en Pentonville antes de que amanezca, con esto puesto en la cabeza
—añadió agitando el capuchón.
»Sé lo que estás pensando, que sabrán que eres
tú y no yo. —Rió por primera vez en años, pero su risa carecía de entusiasmo o
alegría, y se preguntó si le produciría a su hermano el mismo escalofrío que a
él; si estaba más cerca de la locura de lo que pensaba—. Es lo bueno de mi
plan. No se darán cuenta porque no saben qué aspecto tengo. No saben si esta
mañana llevaba pelo largo o barba, porque el único momento en que los presos no
llevan capuchón es cuando están en la celda, solos. Solos, siempre solos.
Trabajamos en nuestra celda, dormimos en nuestra celda, comemos en nuestra
celda.
»El nuevo sistema de reclusión individual que Inglaterra
ha adoptado para la reforma de los delincuentes es un auténtico infierno, John.
Pronto serás testigo de su inhumanidad. Ni siquiera cuando nos dejan pasear por
el patio con el capuchón puesto se nos permite hablar. La segregación y el
aislamiento están al orden del día, y así deben seguir. ¿Sabes lo que es no
poder compartir una broma, una preocupación, un miedo, una sonrisa, una
carcajada?
»Te regalo lo que he aprendido con mi
experiencia: ponte el capuchón y calla. Ni te molestes en decirles que no
deberías estar allí. No te escucharán. No les digas que ha sido un error. Te
ignorarán.
»Sólo se te permite hacer uso de la voz para
cantar himnos en la capilla todos los días. He visto a hombres emocionarse por
poder al menos cantar.
Peter miró la odiada capucha, del mismo color
que su túnica y sus pantalones. Había conseguido escapar mientras estaba en la
capilla. Los bancos eran cubículos de altas paredes con un preso en cada uno.
Una noche, mientras rezaba, Peter observó que, cuando bajaba la cabeza, ya no
veía a los guardias y, por lógica, ellos tampoco lo veían a él. En aquellos
instantes, se volvía invisible. Durante semanas, con paciencia había dedicado
ese tiempo a soltar las tablillas del suelo de su cubículo. Finalmente, había
logrado por fin quitar suficientes tablillas como para abrir un pequeño agujero
por el que colarse. Ese mismo día, había reptado por debajo de la capilla hasta
llegar al edificio principal. Allí, un estrecho orificio de ventilación lo
había conducido al exterior, a su libertad.
Miró a John y volvió a agitar el capuchón.
—Tendrás que llevarlo, hermano, porque si no
te azotarán hasta que te lo pongas. Entonces te lo pondrás para ocultar la
vergüenza de la paliza. Estarás completamente solo mientras te preguntas cuándo
iré a buscarte.
»Ten por seguro que lo haré en cuanto
encuentre el modo de demostrar que yo soy Peter y tú eres John. Reza para que
eso ocurra pronto.
Llamaron a la puerta. El corazón le golpeó las
costillas con una intensidad casi dolorosa. Su hermano se esforzó de verdad por
romper los nudos que lo amarraban a la cama; el pañuelo sofocaba sus gritos de
socorro. Para silenciarlo aún más, Peter le quitó la almohada de debajo de la
cabeza, se la puso en la cara y corrió las gruesas cortinas de terciopelo que colgaban
del dosel.
Se acercó a la puerta y habló a través de
ella.
—Estoy indispuesto. ¿Qué ocurre?
—Lamento molestarlo, señoría, pero acaba de
llegar un tal Matthews y parece muy agitado. Insiste en que debe verlo
inmediatamente por un asunto urgente relacionado con la prisión de Pentonville.
Se obstina en...
—Dile a Matthews que me reuniré con él en la
entrada de servicio, y encárgate de que no haya ningún criado rondando por esa
zona de la casa.
—Todos los criados duermen ya.
Salvo el hombre que había ante su puerta.
Bien.
—Entonces, dale mi recado a Matthews y
acuéstate tú también.
—Sí, señoría.
Oyó alejarse los pasos del mayordomo. Volvió a
la cama, corrió las cortinas, apartó la almohada de un tirón, miró a su hermano
y sonrió.
—Por lo visto, John, tienes un fiel aliado en
Matthews. ¿Cuánto tuviste que pagarle para que al preso D3-10 jamás se le
concediera la libertad?
Mientras miraba a su hermano, por un momento,
estuvo a punto de cambiar de opinión, de decirle: «Vamos a hablar y a
solucionar esto. Soy el heredero legítimo, pero cuidaré de ti. Siempre pensé en
ocuparme de tus necesidades sin cuestionarlas».
Pero en ese momento se vio en el espejo. John
le había arrebatado ocho años de su vida. No tenía intención de ser tan cruel,
de dejar que su hermano se pudriera en el infierno tanto tiempo, pero unas
semanas no le vendrían mal.
Varias horas más tarde, Peter se despertó
sobresaltado y desorientado. La cama era demasiado blanda, la habitación
demasiado grande. Poco a poco, empezó a recordar. Se había fugado. Se había
ocultado en las sombras e introducido furtivamente en la casa. Había encontrado
a John dormido, confiado.
El celador había venido poco después de
medianoche a comunicarle al duque que el preso D3-10 había escapado. El fuerte
puñetazo con que había dejado inconsciente a John le había servido para aplacar
su ira en aquel momento, pero ahora, la furia que había estado enconándose en
su interior lo revolvía de nuevo, por más que se esforzara en aplastarla. Había
sucumbido a ella la noche anterior, se había servido de ella para ejecutar su
venganza.
Siempre había pensado que ésta sería dulce. Le
sorprendió encontrarla amarga. Se sacudió la culpa. Le había dado a John su
merecido. Era justo, y no se obsesionaría pensando en las medidas que había
tomado, aunque la crueldad de su hermano se hubiese encargado de condenarlo,
por partida doble.
Tumbado, inmóvil, escuchó su propia
respiración acelerada, el vibrante latido de su corazón en las sienes. Después
oyó el melodioso canto de una alondra fuera, en la ventana. ¿Sería eso lo que
lo había despertado?
Relajando sus tensos músculos, inspiró
profundamente, una fragancia tan pura que, de haber sido un hombre sentimental,
podría haber llorado. Pero, por desgracia, lo habían despojado brutalmente de
cualquier tendencia al sentimentalismo que pudiera haber llegado a albergar.
Aun así, apreciaba el aroma a limpio y la
comodidad del blando colchón de plumas sobre el que reposaba su espalda.
Aquella noche disfrutaría del tacto de la piel suave y cálida de una mujer bajo
su cuerpo. Se permitiría todos los vicios que le habían negado injustamente los
ardides de su hermano. Ése era un aspecto de aquella insostenible situación que
lo atormentaba.
¿Había hecho algo para merecer el abusivo
trato de John? No había cometido ningún delito, ni había hecho daño a nadie.
Había ido a la escuela y había estudiado mucho. Había aprendido modales,
etiqueta y protocolo. Se había preparado para ocupar el lugar de su padre
cuando éste falleciera —algo que suponía que tardaría mucho en suceder—, pero
hasta ese momento había atendido sus obligaciones y responsabilidades con el
decoro propio del heredero.
Un primogénito ejemplar. ¿Habría sido su
empeño en satisfacer a sus padres lo que había puesto a John en su contra? ¿O
era sólo por haber nacido antes? No lo había decidido él. De hecho, había
decidido pocas cosas en su vida. Se le habían impuesto obligaciones, y el deber
le exigía su aceptación y su cumplimiento ineludibles, sin evasivas.
A pesar de todo, aquel injusto castigo lo había
colocado en la desagradable tesitura de tener que demostrar quién era y de
tomar medidas que le garantizaran el ducado. No dudaba de que John intentaría
usurparle de nuevo el título mediante alguna clase de traición, pero la próxima
vez estaría preparado. No volvería a pillarlo desprevenido.
Distendió los músculos, disfrutando la
extraordinaria sensación de la seda en contacto con su piel; se puso las manos
en la nuca y contempló el dosel suspendido sobre su cama mientras los primeros
rayos de sol se colaban en el dormitorio. Había dejado descorridas las cortinas
de la ventana y las del dosel. No quería perderse nada. Tenía previsto darse
algunos caprichos en su primer día y su primera noche como duque de
Killingsworth: un humeante baño con jabón de sándalo seguido de un enérgico
masaje de paños calientes por todo el cuerpo; ropa limpia; un copioso desayuno
mientras leía el Times; una tranquila excursión por
Londres; un brioso paseo a caballo por Hyde Park; una escapada en carruaje;
otra comida; otro baño; más ropa limpia; y luego una noche de disipación para
celebrar su recién adquirida libertad. Una botella del mejor vino, un puro,
quizá una partida de cartas, y una mujer; hermosa, de curvas voluptuosas y
cabello sedoso. Por fin sabría lo que era introducirse por completo en una,
perderse en su calor y su suavidad mientras su cuerpo alcanzaba el alivio.
Aquella noche lo tendría todo después de tanto
tiempo de privación. La tomaría una y otra vez hasta sentirse satisfecho,
exhausto, incapaz de moverse.
Haría lo mismo la noche siguiente. Y la otra.
Debía recuperar la juventud perdida. Luego se ocuparía de su ducado, pero
primero lo haría de su hombría.
Por un instante, cuando le había llevado a
Matthews a su hermano inconsciente, había temido que se descubrieran sus
planes. El guardia sólo lo había reconocido como el hombre que le había pagado.
El miedo de Matthews se había puesto de manifiesto al balbucear sus sinceras
disculpas por la fuga del preso, y Peter se había quedado pensando si aquel
hombre se habría convertido en secuaz de John por algo más que unas monedas.
Matthews se había mostrado más que dispuesto a aceptar la explicación de Peter de
que el preso había ido a su casa para hacerle daño, y que debía llevarlo de
nuevo a Pentonville y devolverlo a su estado anterior: el de un preso sin
promesa de libertad.
Sintió que la culpa enturbiaba de nuevo la
alegría de la mañana, y trató de no pensar en ello. Por egoísta que pareciera,
nadie lo privaría de aquel día. Lo merecía: beber, pasar la noche con mujeres y
saciar por fin los apetitos de su cuerpo. Mientras mantuviera la boca cerrada y
la capucha puesta, John sobreviviría perfectamente hasta que Peter decidiera la
mejor manera de demostrar la verdad de lo ocurrido.
Se abrió la puerta que llevaba del baño al
dormitorio, y Peter contuvo la respiración. No había tardado en llegarle la
siguiente prueba. Una vez, había formulado la teoría de que los criados no
miran verdaderamente a sus amos, sino que desvían o bajan la vista. Si su
teoría resultaba ser cierta, le iría bien, de lo contrario... bueno, tendría
preocupaciones mayores.
El criado entró sigilosamente en la
habitación. Era su ayuda de cámara, o mejor dicho el de su hermano, y de pronto
se dio cuenta de que estaba en un pequeño apuro, porque no reconocía a aquel
hombre. Era alto, delgado y de buen porte, y aunque parecía bastante joven, era
algo calvo, y en la coronilla se le reflejaba el sol que inundaba la
habitación.
Peter había esperado que Edwards, en su día su
fiel criado, siguiera sirviendo a su hermano, pero pensándolo bien era lógico
que lo hubiera despedido. El hombre podría haber detectado sutiles diferencias
en el heredero y, aunque seguramente habría callado sus sospechas, debía de ser
un riesgo que John no estaba dispuesto a asumir.
Aquel ayuda de cámara desconocido quizá
advirtiera leves diferencias entre el duque de ayer y el de hoy; por ejemplo,
que el de hoy no tenía ni idea de cómo se llamaba.
—Buenos días, señor —dijo el hombre mientras
cruzaba la habitación.
—Buenos días —refunfuñó Robert. Su tono era
indeciso, inseguro, en absoluto el que solía emplear un hombre al mando, un
hombre al que se trataba con respeto aunque sólo fuera por su rango.
El criado se detuvo de pronto en el centro de
la habitación, como consciente de que ocurría algo. Miró la cama (no tanto al
hombre que yacía en ella), las ventanas, e inmediatamente después las paredes,
el techo y el suelo. Peter se preguntó si, como él, tendría la sensación de que
el dormitorio se le echaba encima. Se mordió la lengua y guardó silencio.
—No estoy acostumbrado a ver las cortinas ya
corridas —aclaró el criado—. Debe de estar deseando empezar el día.
—Ciertamente. —No le costaba admitirlo. Era la
primera vez en años que, al despertar, había ansiado empezar el día cuanto
antes.
—He pedido que le preparen el baño. —El hombre
se dirigió al armario, abrió las puertas, y empezó a reunir prendas.
Peter contempló la posibilidad de quedarse en
la cama un poco más, incluso de que le sirvieran allí el desayuno, pero la
cantidad de comida que tenía previsto ingerir la cogería mejor desde un
aparador. Salió de la cama. De pie, con un camisón de dormir que había sacado
de un cajón y descalzo, se sintió de pronto vulnerable.
El criado aún no lo había mirado bien, y
cuando lo hiciera... ya sería el duque. Cerró los ojos y recordó la voz
autoritaria de su padre. Con él, nunca había la menor duda de quién estaba al
mando, ni siquiera antes de heredar el ducado de su propio padre. Era un hombre
seguro de sí mismo. Peter tan sólo debía seguir el ejemplo y las enseñanzas de
su progenitor. Sintió que la calma lo invadía. Podía hacerlo. Lo haría. Abrió
los ojos.
—Me gustaría dar un paseo a caballo por el
parque esta mañana —dijo—. Encárgate de que me preparen el caballo.
El hombre se volvió ligeramente, con el cejo
tan fruncido que parecía que la calva se le fuese hacia la frente, y Peter pudo
ver en seguida que no se atrevía a hablar.
—¿Qué ocurre? —espetó impaciente, como solía
mostrarse su padre cuando un sirviente tardaba en responder.
—Con el debido respeto, señoría, no estoy
seguro de que le quede tiempo para dar un paseo a caballo esta mañana.
—¿Y cómo es eso? ¿Acaso tengo algún compromiso
ineludible?
—Sólo su boda, señoría.
martes, 25 de junio de 2013
Capitulo 1
Hola chicas bienvenidas a las Nuevas Lectoras Angie y Abril y obio a Marines que siempre esta pendiente, espero que les guste la Nove y que la COMENTEN besos nos estamos leyendo mañana...aa y esta nove es una Adaptacion...
Londres, 1852
Peter Lanzani contempló un rostro que llevaba
ocho largos años sin ver.
Un rostro que apenas reconocía. La última vez
que lo había mirado, no había visto más que el semblante inmaculado de una vida
sin estrenar, unos rasgos que carecían de arrugas, de carácter y de profundidad.
Una cara sobre la que no se había escrito, y que ahora, por desgracia, narraba
una increíble historia de inconcebible crueldad.
Las patas de gallo y las arrugas de expresión
eran fruto de la agonía, una angustia no necesariamente provocada por el malestar
físico, sino más bien por el trastorno emocional, que puede grabarse con la
misma o mayor intensidad, y dejar bien visible su sello para cualquiera que se
atreva a mirar. En efecto, el tormento físico y psíquico sufrido eran tan
evidentes como el paso del tiempo.
La oscura barba que un día fuera tan suave
como la pelusilla de un recién nacido, se veía ahora gruesa, áspera y
descuidada. Su pálida piel parecía casi enfermiza, pero ¿cómo iba a ser de otro
modo si llevaba años sin que le tocase el sol?
Esa palidez malsana podía suponerle un pequeño
problema.
Sin embargo, mientras estudiaba aquel
semblante que tenía ante sí, Peter decidió que eran los ojos lo que más lo
impresionaba. No el color, de un azul como el de un cielo justo antes de que el
atardecer dé paso a la noche. No, el color seguía siendo exactamente como lo
recordaba, pero lo que podía verse en ellos había cambiado notablemente.
Reflejaban las consecuencias de una traición
devastadora. También eso podía suponerle un problema, porque un hombre no puede
ocultar lo que revelan sus ojos. Al menos, un hombre bueno no.
Peter apartó la vista del espejo donde se
reflejaba el hombre al que había sujetado a la cama con cintas de seda tomadas
de varios camisones que colgaban del armario. Los ojos de aquel hombre eran del
mismo azul intenso que los suyos, pero en ellos ardía una mezcla de furia y
odio. Se preguntó por qué nunca antes había detectado en él aquellos
sentimientos.
Había tenido ocasión de mirarlo a los ojos
durante los primeros dieciocho años de su vida. Seguramente, en alguna de
aquellas miradas, había tenido que descubrir al monstruo que ocultaban.
—¿Por qué, John? —preguntó, con la voz rota de
no usarla durante los años en los que no se le había permitido hablar—. ¿Por
qué me encerraste? ¿Qué hice para merecer tamaña injusticia?
El pañuelo con sus iníciales bordadas que le
había metido en la boca le impedía hacer otra cosa que gruñir, y aunque fuera
un poco injusto, no quería arriesgarse a que gritara y despertara al servicio.
Además, dudaba de que John fuera a proporcionarle una respuesta veraz.
No obstante, las preguntas habían atormentado
a Peter durante más de tres mil días:
mientras recorría nervioso su celda, cuando yacía en el catre, al oír los
gritos de los hombres que sucumbían a la tentadora y enloquecedora promesa de
libertad.
Le aterraba recordar la frecuencia con que él
mismo había estado a punto de rendirse a la locura. Pero había logrado escapar,
y allí estaba por fin, haciendo frente a un rival que no sabía que lo fuera hasta
que fue demasiado tarde, y con sólo una vaga idea de qué haría para recuperar
lo que le habían arrebatado.
No podía negar que John siempre había sido un
libertino, que disfrutaba de su propia perversidad, y cuyas transgresiones se
toleraban como bromas inofensivas. En su juventud, los había engañado a todos,
pero a Peter no le consolaba no ser el
único que lo había juzgado mal.
Deseaba sentir deleite ante la lucha de su
cautivo por librarse de los lazos que lo mantenían atado a los cuatro postes de
la magnífica cama en la que había nacido, pero lo único que experimentaba era
un profundo desasosiego. Como si pudiese contemplar su propia alma y la
encontrara marchita y vacía, totalmente desprovista de valor.
—Pensaba que éramos algo más que hermanos.
Creía que éramos amigos. Compartíamos confidencias. Te habría confiado mi vida.
Más aún, con gusto habría sacrificado... —Inspiró con fuerza, apretando los
dientes, y se volvió, casi incapaz de soportar aquel inmenso dolor. Había
querido a su hermano (aún lo quería, del modo en que sólo se quieren los
hermanos), y ese mismo amor incondicional hacía más dolorosa la traición.
Si no podía confiar en John, ¿de quién iba a
fiarse?
Por un momento, agradeció que sus padres ya no
vivieran, porque así nunca sabrían la verdad de lo sucedido, pero su gratitud
era fugaz, como la vida, y sólo deseaba poder regresar a los maravillosos días
de su juventud, cuando toda su preocupación consistía en satisfacer las
elevadas expectativas de su padre, algo que había logrado con asombrosa
regularidad.
Si pensaba demasiado en sus actuales
circunstancias, empezaba a sentirse desorientado, perdía el norte. La
recuperación de lo que le correspondía por derecho era crucial, no sólo a nivel
personal sino también patrimonial. No podía desentenderse de lo que, a ojos del
deber, del honor y de los que lo habían precedido, era su obligación enmendar
sin cejar en su empeño. Se lo debía al pasado, y también al futuro.
Impulsado por una energía que ignoraba poseer
hasta que se lo habían robado todo, se concentró en la tarea que tenía por
delante, consciente de que debía ejecutarla cuanto antes.
—Deja de revolverte, John. Así sólo
conseguirás hacerte daño. Confía en el consejo que te doy, fruto de la
experiencia: no conviene que estés debilitado cuando recibas tu justa
recompensa. Te aseguro que tengo previsto dispensarte algo más de compasión que
tú a mí, pero debo tomar medidas para proteger mi persona, mi patrimonio y a
mis herederos.
Meneó la cabeza con una mezcla de tristeza e
incredulidad. Después de tanto tiempo, aún no alcanzaba a comprender cómo había
sucedido todo aquello.
—No me explico cómo lograste llevar a buen
término tu engaño. ¿Cuánto tiempo estuviste maquinando deshacerte de mí y
ocupar mi lugar? Sólo la planificación debió de resultarte muy dificultosa, con
tan numerosos detalles. Casi admiro tu astucia.
Peter dejó el espejo en la mesilla de noche,
apoyado en una pila de libros que su hermano sin duda debía de haber disfrutado
leyendo antes de dormirse; ambos deleites —el de leer el libro que le
apeteciera y el de descansar tranquilo— pronto se le negarían, igual que muchos
otros placeres.
Ajustó el ángulo del espejo para poder verse
bien desde la silla de respaldo alto forrada de terciopelo color vino, que
había acercado a la cama. Se preguntaba en qué momento se había modernizado la
casa con la iluminación de gas, y qué otros cambios encontraría. Resultaba
desconcertante darse cuenta de que la vida había continuado como si no pasara
nada. Un instante después, lo consoló el mismo pensamiento, porque significaba
que volvería a suceder: la vida continuaría sin que nadie, salvo los dos
hermanos gemelos, se percatara del increíble cambio que había tenido lugar.
Con unas tijeras que encontró en el vestidor,
junto a su dormitorio, se cortó las guedejas morenas siguiendo el contorno de
las orejas y la nuca.
—Ni un piojo —murmuró—. Después de todo, ésa
es la finalidad del aislamiento, supongo. Un hombre aislado no puede contagiar
enfermedades, ni rebeldía. Tiene sus ventajas.
Además de un sinfín de desventajas que pocos
hombres podían soportar mucho tiempo. Aún lo asombraba que él hubiera logrado
mantener la cordura. No quería ni pensar que quizá no hubiera sido así, que su
fuga fuera sólo una compleja ilusión y que, al despertar, descubriera que
seguía siendo el preso del corredor D, galería tres, celda diez.
Se obligó a apartar de su mente aquellos
pensamientos perturbadores y, concentrándose en lo que sabía que era real, se
miró al espejo y estudió sus mechones recortados. El corte de pelo estaba lejos
de ser perfecto, pero eso no lo inquietaba. Le pediría a su asistente que se lo
retocara por la mañana. Dudaba que el criado dijera nada si el cabello de su
señor le parecía más rebelde de lo habitual.
Después de todo, no se cuestionaba a un duque.
A continuación,Peter usó las tijeras para recortarse la larga barba
hasta dejarla manejable, luego cogió el cuenco de afeitar, batió en él la
brocha y empezó a aplicarse generosamente el espumoso jabón. Al inhalar su
fragancia, recordó la primera vez que su asistente lo había afeitado, ante la
mirada orgullosa de su padre.
—Estás a punto de convertirte en un joven
caballero —le había dicho.Peter había
escuchado las palabras de su padre no con vanidad, sino con la tranquilidad del
que se sabe merecedor de dicha consideración.
No recordaba que su padre le hubiera dicho lo
mismo a John en su primer afeitado. Tal vez ése fuera el origen del problema.
John siempre había sido el segundo: el segundo en nacer, el segundo a los ojos
de su padre, el segundo en la línea hereditaria.
Peter escudriñó a su hermano menor, menor por
menos de un cuarto de hora, y aun así nacido no sólo un día más tarde sino en
un año distinto:Peter había venido al
mundo antes de la medianoche del 31 de diciembre, mientras que John había
llegado el primer día del nuevo año. Sin embargo, en materia de primogenitura,
los minutos contaban tanto como los años.
—No puedo decir que me entusiasmen tus
patillas, tan largas y pobladas. ¿Son la última moda o es que sigues siendo un
granuja que hace las cosas a su manera sin importarle si son o no de recibo?
—Se inclinó sobre él y añadió—: O legales. Pero ¿cómo voy a demostrar la verdad
si es tu palabra contra la mía? He ahí mi dilema y la razón por la que debo
tratarte tan injustamente como tú a mí.
Ignorando los gruñidos de John,Peter devolvió el cuenco a la mesa, cogió la navaja
de barbero y, con mucho cuidado, empezó a retirar lo que le quedaba de barba,
dejándose unas patillas muy parecidas a las de John. Después de dejarse ver por
Londres al día siguiente o al otro, se las cambiaría por un estilo que le
gustara más. No quería que al principio su aspecto fuera muy distinto para que
nadie pensara que pasaba algo, aunque, en realidad, lo único que iba a hacer
era corregir lo que llevaba años sucediendo.
Ansiaba darse un baño de jabón perfumado, pero
para eso tendría que pedir a los criados que le subieran agua caliente, de modo
que dejaría ese lujo para la mañana siguiente. Aquella noche, se conformaría
con lavarse como pudiera con el agua que encontrara en su dormitorio y en el
vestidor.
—Para explicar mi palidez, tendré que decir
que estoy algo indispuesto. Con eso bastará hasta que pueda tomar el sol. Por
tu aspecto, diría que has disfrutado de buena salud. Pero eso cambiará pronto,
hermano.
Concluyó su tarea y apoyó el filo de la navaja
bajo la barbilla de John. No tenía claro qué reacción debía esperar: ¿miedo,
remordimiento, arrepentimiento? Por el contrario, John se mostró aún más
rebelde, como si fuera él el traicionado.
—¿Por qué no te limitaste a matarme, John? ¿No
podías mirar un rostro tan parecido al tuyo y ver cómo le arrebatabas la vida?
¿Fue el recuerdo del seno materno que habíamos compartido lo que te detuvo? ¿O
acaso algo muy distinto? —Terriblemente entristecido, apartó la navaja de la
garganta de su hermano. ¿Cómo había llegado a suceder aquello?
Se alejó de la cama y empezó a moverse con
mayor premura. Tenía mucho que hacer antes de que amaneciera y poco tiempo para
hacerlo. Cuando se había colado en la residencia familiar de Londres y en el
dormitorio de su hermano, había encontrado a John dormido. Ahora tenía que
hacerle a su hermano lo mismo que éste le había hecho a él.
Se volvió hacia la cama.
—¿Por qué me drogaste y me encarcelaste? ¡Qué
pregunta tan tonta! Lo hiciste para heredar el ducado.
La historia de Inglaterra estaba plagada de
historias de hombres que habían liquidado a quienes se interponían entre ellos
y la corona, asesinado a sobrinos en torres, a hermanos en el campo de batalla
y a padres durante el sueño. Para algunos, un título era tan preciado como una
corona. Mientras no se descubriera el engaño, ¿qué importaba cómo uno se
convirtiera en heredero?
—Pero ¿cómo demonios conseguiste salirte con
la tuya? ¿No sospecharon nuestros padres? ¿Y el servicio? ¿Mis amigos y
conocidos?
»Alguien tuvo que darse cuenta de que te
hacías pasar por mí. ¿Cómo pudiste explicar que sólo uno de los dos regresaba a
casa después de una noche de parranda?
Habían salido a celebrar su decimoctavo
cumpleaños.Peter recordaba haber bebido,
el perfume de una mujer... y haberse despertado solo, en prisión. Primero la
rabia, seguida inmediatamente de la desesperación. Hasta que averiguó la
verdad...
—Tuviste suerte de que nuestros padres
enfermaran poco después de que te deshicieras de mí. Rezo para que fuera así,
porque, querido hermano, temo que nunca podría perdonarte el que hubieras
segado sus vidas.
»Debo decir que aprecio que me hicieras llegar
el periódico en el que se publicaba su necrológica, junto con tu sucinta nota.
De lo contrario, habría perdido el tiempo buscándolos en lugar de venir
directamente a por ti.
Le habían pasado un sobre por entre los
barrotes del ventanuco de la puerta. Casi incapaz de creer que le enviaran
alguna comunicación —y sin sospechar que nadie salvo su carcelero sabía dónde
estaba—, había contemplado cómo el sobre caía al suelo describiendo una
trayectoria ondulada.
En el interior, había encontrado un recorte
del Times que anunciaba la repentina muerte de los
duques de Killingsworth a consecuencia de una gripe. En plena pugna con su
difícil situación, todavía incapaz de saber cómo había llegado hasta allí, leyó
el artículo tres veces, impasible, como si se tratara de meros conocidos.
Después, había desplegado la nota que
acompañaba la necrológica.
He pensado que querrías saberlo.
Peter Lanzani,
duque de Killingsworth.
Se había quedado mirando aquellas palabras
hasta que se habían emborronado, sin encontrarles sentido. Cuando por fin lo
había comprendido, le había costado creer en la magnitud de su significado.
—Debo reconocer la brillantez de tu plan. Era
mucho más fácil hacer desaparecer a John que a Peter . A John nadie lo
buscaría, ¿verdad? Después de todo, él no era el heredero. Eso tuvo que
fastidiarte, saber que la desaparición de John no desencadenaría reacción
alguna. Sin embargo, si desaparecía Peter , la cosa cambiaba, ¿no es así?
Habrías necesitado una prueba concluyente de mi defunción para poder ocupar mi
lugar.
»Así que, aunque lograste deshacerte de mí, no
podías seguir siendo John. Eso te habría complicado las cosas, porque sólo con
mi muerte conseguirías el ducado, y, como ya he dicho antes, no tienes valor
para matarme, por lo que supongo que tendré que estarte siempre agradecido.
Espero que me disculpes si no lo manifiesto debidamente.
Se metió la mano por dentro de la camisa y
sacó la capucha de color marrón que había llevado durante su arriesgada fuga.
Estaba diseñada de modo que, cuando el preso se la ponía en la cabeza, la tela
caía hasta la barbilla, ocultando su rostro y su identidad por completo, salvo
por los ojos, que asomaban por dos agujeros.
—A estas alturas, ya habrán descubierto que el
preso D3-10 ha escapado. ¿Recuerdas cuando visitamos las instalaciones con
papá, cuando concluyeron las obras, antes de que empezaran a acomodar a los
presos? Claro que sí. ¿Fue entonces cuando empezaste a concebir tu plan?
martes, 18 de junio de 2013
Prologo
Bueno Bueno Bue... Marine calmaté un poco Che.... ya que lo ´pediste te dejo el prologo Nada chicas espero que les Guste la nove bueno Comenten de eso depende que siga la Nove... besos
Peter Lanzani, duque de Killingsworth, fue injustamente encarcelado por su hermano gemelo John, quien durante ocho años le ha estado suplantando con el fin de quedarse con su legado. Tras una arriesgada fuga, Peter logra recuperar su patrimonio sin levantar sospechas. En su primer día de libertad, sin embargo, el duque debe contraer matrimonio con una mujer a la que no conoce y evitar que ella descubra su verdadera identidad antes de que consiga demostrar que él es el legítimo heredero.
Mariana Esposito sabe que no tiene elección. Ella no ama al duque, pero sabe que es el mejor partido de todo Londres.
El día de la boda, Mariana se encuentra con un peter muy distinto, más considerado y agradable, y descubre en él un atractivo sexual que la impulsa a tomar la determinación de convertirse en una tentación que su marido no pueda resistir.
lunes, 17 de junio de 2013
Epilogo Promesa de Amor Eterno
Bueno bombonas llegamos al final espero que les aya gustado la nove que las hayan disfrutado y que les haya encantado tanto como yo... Gracias infinitas a las que leyeron y especialmente a Marines por siempre comentar y porque me haces reír un Montón de verdad Muchas Gracias.... bueno pasando a Otro tema les parece que después de esta nove les suba otra digo si quieren obvio, si es Así les subo el Prologo y si les gusta le damos para delante si no hay la cortamos.
Cerca de Fortune, Texas 1889.
—¡Eres inglés!
—¡No lo soy!
—¡Claro que sí!
—¡De eso nada!
—¡Que sí!
—¡Que no!
—¡Basta ya, niños! —gritó Lali, exasperada.
Le lanzó una mirada furiosa a Peter, que estaba tumbado en la manta, a su lado, bajo un roble inmenso junto al arroyo, con una sonrisa de oreja a oreja y negándose a intervenir en la acalorada discusión que sus hijos sostenían con frecuencia. Se limitó a encogerse de hombros, con un gesto inocente de «son cosas de niños».
—Mamá, por favor, dile que yo no soy inglés. Nací aquí, o sea que soy texano.
—Sam...
—No soy inglés. No quiero serlo.
—Si no eres inglés, no puedes ser el segundo heredero —dijo Edward con altivez y un acento aterradoramente inglés para sus ocho años.
—Claro que puedo. Pero me da igual —replicó su hermano—, porque no quiero ser el segundo heredero. Cuando crezcamos, tú puedes ser conde, que yo seré ranchero. —Sam era dos años más joven, y siempre que iban a Texas tendía a dejar atrás todo lo inglés, incluido cualquier indicio de haberse visto sometido a la más mínima disciplina. El niño se tiró en el suelo, junto a su padre. —Yo puedo ser ranchero, ¿verdad, papá?
—Eso creo —le respondió Peter, alargando el brazo para revolverle el pelo. —Edward tiene que ser conde porque nació primero, pero tú puedes ser lo que quieras.
Sam frunció el ceño.
—Eso no es justo papá. Que Edward no pueda elegir. Y lo dijo con un acento texano que dejó a Lali pasmada. Lo curioso era que, en cuanto pisaban suelo inglés, todo aquello desaparecía. En ese aspecto, Sam era una especie de camaleón que se adaptaba al entorno para poder integrarse en él sin llamar la atención. Era algo verdaderamente notable.
—No me importa —intervino Edward, sentado en la manta, sin olvidar en ningún momento que un día sería lord como su padre, mientras que, al parecer, Sam sería vaquero, también como su padre. —Quiero ser conde. Y también puedo hacer otras cosas además. Como papá. No tengo por qué ser sólo conde, ¿no es cierto?
—Cierto. No tienes por qué ser sólo conde, y Sam no tiene por qué ser sólo ranchero. Los dos podéis ser lo que os dé la realísima gana —dijo Peter guiñándoles un ojo.
Los niños se cayeron de espaldas, muertos de risa, y olvidaron sus diferencias al encontrar algo en lo que estaban de acuerdo: su padre iba a tener problemas con su madre por hablar en un tono tan vulgar.
—Yo también puedo hacer lo que quiera.
—Por supuesto, querida —le contestó Peter a su pequeña de cuatro años, revelando en su sonrisa lo mucho que la quería.
La niña se colgó del cuello de su padre y lo abrazó con fuerza.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, pequeña. Os quiero a todos.
—Vamos, tenemos peces que atrapar —espetó Edward al percibir que la conversación empezaba a ponerse muy sentimental. Siempre ocurría lo mismo cuando estaban a punto de volver a Inglaterra. Cogió las cañas y condujo a su hermano menor y a su hermana hasta el arroyo.
Peter se incorporó y se apoyó en el árbol. Luego dio unas palmaditas en el suelo que tenía entre las piernas. Lali se desplazó hasta el círculo que formaban sus brazos, con la espalda apoyada en su pecho, disfrutando del tacto de sus labios en la piel sensible de debajo de su oreja.
—¿Triste porque nos vamos mañana? —le preguntó él en un murmullo ronco.
—Son sólo unos meses. Después volveremos.
Se había convertido en una costumbre, unos meses aquí, unos meses allí.
—Si quieres quedarte más tiempo...
Ella negó con la cabeza.
—No sería justo para Edward. Adora Inglaterra. Será un lord ejemplar.
—Sam va a ser un buen ranchero.
Peter se volvió para mirarlo.
—Gracias, Peter, por darme este poquito de Texas de vez en cuando.
—Gracias a ti, querida, por darme un poquito de tu corazón, siempre.
—Ay, Peter, tienes más que un poquito, y lo sabes endemoniadamente bien.
Él respondió a aquella expresión con una carcajada, que Peter interrumpió con un beso que habría terminado en algo más si los niños no estuvieran delante. La asombraba que, después de tantos años, aquellos besos lentos y perezosos que él le daba fueran aún capaces de derretirla y despertar su deseo.
—Nos vemos aquí esta noche para buscar una estrella fugaz —dijo él cuando ella se apartó.
—No me queda nada que desear. Ya tengo todo lo que podría querer.
—Reúnete conmigo de todas formas —insistió él. —Yo sí tengo algunos deseos que pedir.
—¿Y qué quieres pedir?
—Un corpiño desabrochado —le respondió con un guiño.
Lali suspiró y se acurrucó en su regazo.
—Eso lo puedes tener sin necesidad de pedirlo.
—Pero, querida, si algo me has enseñado, es que un hombre debe creer que los deseos se cumplen.
En los años siguientes, Lali y Peter dividieron su tiempo entre Inglaterra y Texas. La mitad de sus hijos eran texanos de nacimiento. Y aunque el rancho Corazón Solitario se distribuyó a partes iguales entre toda su progenie, se mantuvo intacto, y así pasó de generación en generación.
En las dos guerras mundiales, sus descendientes sirvieron en los ejércitos británico y estadounidense, según su lugar de nacimiento. Varios recibieron condecoraciones por su valor, entre ellas, la Cruz Victoria y la Medalla al Honor del Congreso.
Sesenta y dos años después de su matrimonio, Peter se llevó a Lali a Texas para que pasara allí sus últimos días y descansara en el rico suelo texano, cerca del arroyo donde se habían enamorado. La visitó todos los días hasta que seis meses después lo enterraron a su lado. En su lápida conjunta, bajo las fechas de su nacimiento y defunción, se había esculpido una sola palabra: «Siempre».
Peter había prometido a Lali que la amaría siempre. Y había cumplido su promesa.
FIN
Cerca de Fortune, Texas 1889.
—¡Eres inglés!
—¡No lo soy!
—¡Claro que sí!
—¡De eso nada!
—¡Que sí!
—¡Que no!
—¡Basta ya, niños! —gritó Lali, exasperada.
Le lanzó una mirada furiosa a Peter, que estaba tumbado en la manta, a su lado, bajo un roble inmenso junto al arroyo, con una sonrisa de oreja a oreja y negándose a intervenir en la acalorada discusión que sus hijos sostenían con frecuencia. Se limitó a encogerse de hombros, con un gesto inocente de «son cosas de niños».
—Mamá, por favor, dile que yo no soy inglés. Nací aquí, o sea que soy texano.
—Sam...
—No soy inglés. No quiero serlo.
—Si no eres inglés, no puedes ser el segundo heredero —dijo Edward con altivez y un acento aterradoramente inglés para sus ocho años.
—Claro que puedo. Pero me da igual —replicó su hermano—, porque no quiero ser el segundo heredero. Cuando crezcamos, tú puedes ser conde, que yo seré ranchero. —Sam era dos años más joven, y siempre que iban a Texas tendía a dejar atrás todo lo inglés, incluido cualquier indicio de haberse visto sometido a la más mínima disciplina. El niño se tiró en el suelo, junto a su padre. —Yo puedo ser ranchero, ¿verdad, papá?
—Eso creo —le respondió Peter, alargando el brazo para revolverle el pelo. —Edward tiene que ser conde porque nació primero, pero tú puedes ser lo que quieras.
Sam frunció el ceño.
—Eso no es justo papá. Que Edward no pueda elegir. Y lo dijo con un acento texano que dejó a Lali pasmada. Lo curioso era que, en cuanto pisaban suelo inglés, todo aquello desaparecía. En ese aspecto, Sam era una especie de camaleón que se adaptaba al entorno para poder integrarse en él sin llamar la atención. Era algo verdaderamente notable.
—No me importa —intervino Edward, sentado en la manta, sin olvidar en ningún momento que un día sería lord como su padre, mientras que, al parecer, Sam sería vaquero, también como su padre. —Quiero ser conde. Y también puedo hacer otras cosas además. Como papá. No tengo por qué ser sólo conde, ¿no es cierto?
—Cierto. No tienes por qué ser sólo conde, y Sam no tiene por qué ser sólo ranchero. Los dos podéis ser lo que os dé la realísima gana —dijo Peter guiñándoles un ojo.
Los niños se cayeron de espaldas, muertos de risa, y olvidaron sus diferencias al encontrar algo en lo que estaban de acuerdo: su padre iba a tener problemas con su madre por hablar en un tono tan vulgar.
—Yo también puedo hacer lo que quiera.
—Por supuesto, querida —le contestó Peter a su pequeña de cuatro años, revelando en su sonrisa lo mucho que la quería.
La niña se colgó del cuello de su padre y lo abrazó con fuerza.
—Te quiero, papá.
—Yo también te quiero, pequeña. Os quiero a todos.
—Vamos, tenemos peces que atrapar —espetó Edward al percibir que la conversación empezaba a ponerse muy sentimental. Siempre ocurría lo mismo cuando estaban a punto de volver a Inglaterra. Cogió las cañas y condujo a su hermano menor y a su hermana hasta el arroyo.
Peter se incorporó y se apoyó en el árbol. Luego dio unas palmaditas en el suelo que tenía entre las piernas. Lali se desplazó hasta el círculo que formaban sus brazos, con la espalda apoyada en su pecho, disfrutando del tacto de sus labios en la piel sensible de debajo de su oreja.
—¿Triste porque nos vamos mañana? —le preguntó él en un murmullo ronco.
—Son sólo unos meses. Después volveremos.
Se había convertido en una costumbre, unos meses aquí, unos meses allí.
—Si quieres quedarte más tiempo...
Ella negó con la cabeza.
—No sería justo para Edward. Adora Inglaterra. Será un lord ejemplar.
—Sam va a ser un buen ranchero.
Peter se volvió para mirarlo.
—Gracias, Peter, por darme este poquito de Texas de vez en cuando.
—Gracias a ti, querida, por darme un poquito de tu corazón, siempre.
—Ay, Peter, tienes más que un poquito, y lo sabes endemoniadamente bien.
Él respondió a aquella expresión con una carcajada, que Peter interrumpió con un beso que habría terminado en algo más si los niños no estuvieran delante. La asombraba que, después de tantos años, aquellos besos lentos y perezosos que él le daba fueran aún capaces de derretirla y despertar su deseo.
—Nos vemos aquí esta noche para buscar una estrella fugaz —dijo él cuando ella se apartó.
—No me queda nada que desear. Ya tengo todo lo que podría querer.
—Reúnete conmigo de todas formas —insistió él. —Yo sí tengo algunos deseos que pedir.
—¿Y qué quieres pedir?
—Un corpiño desabrochado —le respondió con un guiño.
Lali suspiró y se acurrucó en su regazo.
—Eso lo puedes tener sin necesidad de pedirlo.
—Pero, querida, si algo me has enseñado, es que un hombre debe creer que los deseos se cumplen.
En los años siguientes, Lali y Peter dividieron su tiempo entre Inglaterra y Texas. La mitad de sus hijos eran texanos de nacimiento. Y aunque el rancho Corazón Solitario se distribuyó a partes iguales entre toda su progenie, se mantuvo intacto, y así pasó de generación en generación.
En las dos guerras mundiales, sus descendientes sirvieron en los ejércitos británico y estadounidense, según su lugar de nacimiento. Varios recibieron condecoraciones por su valor, entre ellas, la Cruz Victoria y la Medalla al Honor del Congreso.
Sesenta y dos años después de su matrimonio, Peter se llevó a Lali a Texas para que pasara allí sus últimos días y descansara en el rico suelo texano, cerca del arroyo donde se habían enamorado. La visitó todos los días hasta que seis meses después lo enterraron a su lado. En su lápida conjunta, bajo las fechas de su nacimiento y defunción, se había esculpido una sola palabra: «Siempre».
Peter había prometido a Lali que la amaría siempre. Y había cumplido su promesa.
FIN
Capitulo 51
Botón. Botón.
Botón.
—¿Sabías tú
que sólo verte me roba el aliento a mí? Siempre ha sido así.
Botón. Botón.
Lali vio con
satisfacción cómo su marido se levantaba despacio, se desataba el cinto del
batín y se lo quitaba con un movimiento de los hombros. La seda se deslizó por
su cuerpo y aterrizó en el suelo.
Botón. Botón.
Ella se soltó
el camisón de los hombros y notó que se le escurría del cuerpo para amontonarse
a sus pies. Peter suspiró hondo y la pasión le encendió los ojos.
—Creo que
nunca me cansaré de mirarte —dijo.
—Yo sé que
nunca me cansaré de mirarte.
—Eres mi
esposa, Lali.
Ella asintió
con la cabeza, sin saber muy bien qué decir, porque esta vez estaba tardando
bastante más de lo que esperaba en llevarla a la cama. ¿Era aquél uno de sus
experimentos, uno de sus exámenes para demostrar su fuerza de voluntad?
Obviamente no.
Sólo saboreaba el momento. Dio un paso adelante y le cogió la cara con ambas
manos.
—Ni te
imaginas lo mucho que he soñado con este instante. Con que llegaría un momento
en que pasaría todas las noches contigo. No quiero volver a pasar una noche sin
ti en toda mi vida, ni un solo día más sin poder verte cuando quiera. De ahora
en adelante, nada nos separará. A partir de ahora, estaremos siempre juntos. Te
doy mi palabra.
—¿Vamos a
sellar el trato con un apretón de manos? —preguntó ella.
—Querida, ya
sabes cómo cierro yo mis tratos con damas.
—Pues
adelante, vaquero.
Cubrió con su
boca la de ella mientras la rodeaba con un brazo para atraerla hacia sí, hasta
que sus cuerpos se tocaron, muslo contra muslo, pecho contra pecho, avivando la
pasión. El calor los consumía; empezaba como una chispa y se convertía en toda
una llama. La boca de él, caliente y húmeda, abandonó la de ella para emprender
un recorrido por su cuello, dejando tras de sí un rastro que Lali pensó que le
duraría días. Peter descendió hasta enterrar el rostro entre sus pechos
mientras le lamía el uno y luego el otro, despacio, abanicándole la piel con su
aliento.
Ella se oyó
gemir, echó la cabeza hacia atrás y le clavó los dedos en los hombros. Un
asidero, necesitaba un asidero o protagonizaría Un desmayo perfecto.
Como si le
hubiera leído el pensamiento, él la cogió en brazos, la tendió en la cama y
luego se tumbó encima, con las caderas entre sus muslos. «Cielo santo», pensó Lali.
Le encantaba sentir su peso sobre su cuerpo, su fuerza, la ondulación de sus
músculos y aquella dureza tan característica de él. Se preguntó si habría sido
muy distinto de no haber salido de Inglaterra... y en seguida se dio cuenta de
que no le importaba. Los dos habían emprendido un viaje que los había llevado
hasta aquel instante, hasta su destino.
Si él nunca se
hubiera trasladado a Inglaterra, ella habría sido la esposa insatisfecha de un
lord inglés. En cambio, ahora poseía la confianza y los medios necesarios para
saber estar a su lado con aplomo y seguridad. Todas las lecciones aprendidas en
aquellos años ya no le parecían tan tediosas, ni inútiles, ni molestas. La
habían preparado para su llegada mucho antes de que cualquiera de los dos
supiera la vida tan increíble que los esperaba juntos.
Peter deslizó
la mano por su costado, descendió por su cadera y volvió a subir, le cogió un
pecho, se lo moldeó, le dio forma, lo levantó para poder alcanzar con su boca
ansiosa el pezón erecto. Ella gimió con voz grave cuando el deseo la recorrió
como una estampida de la cabeza a los pies, hasta las puntas de los dedos.
Estirándose lánguidamente, le acarició las pantorrillas con las plantas de los
pies y se deleitó con el tacto áspero del vello que le cubría las piernas.
No había nada
de tibio en el modo en que aquel hombre agitaba sus pasiones con su lengua
experta y sus diestras manos. Todos los años que se les había negado la
celebración de su amor palidecerían al lado de los que les quedaban por
delante.
Peter
proclamaba con voz ronca su amor, la belleza de ella, su deseo... y ella
suspiraba de placer y de satisfacción.
Peter le
hablaba en susurros de su amor, de la potencia y la fuerza de su amado, de lo
mucho que ansiaba todo aquello... y él gemía y se estremecía.
Se alzó sobre
ella como el conquistador que alguno de sus antepasados debió de haber sido y
la penetró con el impulso firme de alguien seguro de su habilidad con la
espada. Le cogió la cara entre las manos y la besó intensamente mientras su
cuerpo iniciaba un movimiento rítmico que desencadenó la pasión de ambos.
Ella se centró
por completo en él, en las sensaciones increíbles que le producía, en la
locura.... Se agitaba y gritaba.
De pronto, Peter
rodó hasta situarse debajo, logrando mantenerse muy dentro de ella, los dedos
clavados en su cadera.
—Móntame,
querida —le pidió, con la voz ronca de deseo, el cuerpo empapado en sudor, los
músculos temblorosos por el esfuerzo de contener su propia liberación hasta que
Peter obtuviera la suya.
Y Londres
consideraba un salvaje a aquel hombre que siempre, siempre era tan civilizado
como para anteponer las necesidades de ella a las suyas. Pensó que era
imposible amarlo más de lo que lo amaba, e incluso mientras pensaba eso, se dio
cuenta de que no podía cuantificar lo que sentía por él; tan rico como la
historia de Inglaterra y tan inmenso e indómito como Texas.
Meció sus
caderas contra las de él, sintió el incremento de la presión, echó la cabeza
hacia atrás al tiempo que Peter le cogía los pechos, le tocaba los pezones y le
provocaba sacudidas de placer que inundaban todo su cuerpo... hasta que sintió
como si recorriera el firmamento a lomos de una estrella fugaz y estalló en
miles de puntos de luz resplandecientes.
El corcoveó
con fuerza debajo de ella, con un gruñido gutural que era música para sus
oídos, los dedos presionando con mayor o menor intensidad al estremecerse y
sacudirse por última vez. Lali se dejó caer y enterró la cabeza en el hueco de
su hombro, escuchando el agitado latido de su corazón, inhalando el aroma
rancio de su intercambio sexual, sin poder dejar de sonreír. Disfrutaría del
milagro de su presencia y de lo que compartían... para siempre. Hasta que fuera
frágil y tuviera la cabeza cana.
Hasta que el
paso de Peter ya no fuera tan enérgico, ni sus músculos tan firmes. Pero su
amor siempre sería fuerte.
Al fin, él
levantó la mano lo bastante como para empezar a acariciarle, aletargado, la
espalda.
—Cada vez que
sucede, me siento como si viera un oscuro cielo texano plagado de estrellas
fugaces —comentó ella satisfecha.
—Querida, ése
es un pedazo de Texas que estaré encantado de proporcionarte siempre que me lo
pidas.
Ella rió en
silencio y lo abrazó con fuerza. Se había equivocado en lo que le había dicho a
su madre. Al día siguiente no volvería a su hogar.
Su
hogar estaba allí, en aquel instante, justo debajo de ella.
Capitulo 50
Llegaron a la
finca de la familia de Peter a última hora de la tarde. Mientras los criados
trasladaban a la casa las cosas de Peter y las disponían en su dormitorio, ella
y Peter pasearon por las tierras, hablando de los planes de su viaje de bodas.
Al día siguiente partirían para Liverpool, desde donde embarcarían en un vapor
que los llevaría a Texas. Sólo por unos meses. Sí ella se quedaba embarazada, Peter
quería que el heredero de los Sachse naciera en Inglaterra y, a juzgar por cómo
tenía previsto él que pasaran casi todo el tiempo, Lali estaba casi segura de
que ese heredero no tardaría en llegar. Y ella sabía que nada la complacería
más.
Después de la
cena, se retiraron a sus respectivos dormitorios, y Lali sintió un leve
hormigueo en el estómago ante la perspectiva de su primera noche con Peter como
esposa. Sabía lo que debía esperar y, como bien les había dicho a las damas,
estaba impaciente.
Sentada
delante del tocador de su habitación, después de haber despachado a Molly en
cuanto había terminado de ayudarla a prepararse, Lali se cepillaba el pelo y
recordaba lo que habían dicho aquellas jóvenes damas la primera tarde, cuando,
hablando de lord Sachse, comentaron que ese noble criado en América no sabría
valorar su herencia. Ella estaba descubriendo que Peter sentía un aprecio
increíble por la tradición, ya fuera la del lugar en el que había nacido o la
del entorno en el que se había criado. Era un hombre complejo, una combinación
de todo lo que había vivido, de todo lo que había perdido y después recuperado.
Alguien que valoraba absolutamente todos los aspectos de su vida. Lali lo amaba
por ello, y por muchas más cosas. Por ser el hombre que era, un hombre que
jamás había renunciado a su amor. A veces la abatía saber que él había seguido
escribiéndole fielmente mucho después de que ella hubiera dejado de hacerlo.
Tan sólo esperaba ser siempre digna de él.
Dejó el
cepillo y cogió con ambas manos el joyero, que Molly había dejado sobre el
tocador cuando había deshecho su equipaje. Se lo puso en el regazo, abrió muy
despacio la reluciente caja de madera y sonrió al ver el contenido. Quizá
tampoco ella había perdido la esperanza, pero había elegido otro modo de
manifestarla.
Levantó la
mirada y vio a Peter reflejado en el espejo, a su espalda, vestido con un batín
negro de seda. El camisón que llevaba ella no era en absoluto como los que
solía ponerse cuando se escapaba por la ventana. Este era de un tejido etéreo,
transparentaba más de lo que ocultaba y, a juzgar por el ardor de la mirada de Peter,
no lo llevaría puesto mucho tiempo.
—¿Qué tienes
ahí? —preguntó con una voz ronca, muestra de la intensidad del efecto que Peter
le causaba, lo que hizo que ésta hincara los dedos de los pies en la gruesa
moqueta.
—Ven aquí —le
dijo ella con un gesto subrayado por un dedo encogido.
Él se
arrodilló a su lado, paseando la vista por su rostro, como si le costara creer
que de verdad ella estaba allí en aquel momento, como si todo lo que había
deseado siempre corriera el riesgo de desaparecer y temiera que el tiempo que
podían pasar juntos a partir de entonces fuera a ser tan pasajero y efímero
como todo lo demás.
Peter había
empezado su vida allí y se lo habían llevado, pensó Lali. Había tenido una vida
en Nueva York, pero tampoco aquélla había durado. Una vida en Arkansas que,
aunque breve, había resultado demasiado larga. Y, para rematarlo, una vida en
Texas con una chica que lo había abandonado. Después, un rancho que se había
visto obligado a dejar atrás para volver a lo que jamás había sabido que fuera
suyo. Se había pasado la vida perdido, y ella deseaba con desesperación que
supiera que lo que tenían en aquel momento duraría para siempre. Que ella nunca
lo abandonara. Que nunca más volverían a sentirse solos.
—Te quiero, Juan
Pedro Lanzani —le dijo, peinándole con los dedos el espeso cabello. —Siempre te
he querido.
Le presentó el
joyero para que él pudiera ver lo que había dentro, y lo vio esbozar una
sonrisa.
—¿Es eso lo
que creo que es? —preguntó, mirándola. —Me dijiste que...
—No te dije
que no lo conservara. Sólo te pregunté dónde creías que podía encontrar uno en
este país.
Lali alargó la
mano, cogió el cuarto de dólar y se lo puso en la palma. Parecía tan pequeño y
sin importancia, y sin embargo, significaba tanto.
—¿Éste es el
que yo te di? —inquirió.
—Por supuesto.
—Sacó del joyero la raída cinta de pelo azul en la que la moneda estaba
envuelta. —Y también guardé esto.
Él sostuvo el
cuarto de dólar entre el pulgar y el índice.
—Pero podías
habérmelo devuelto. Podías haber cancelado la deuda en cualquier momento —dijo
él, sonriendo.
Lali, con una
sonrisa tierna, le arrebató la moneda de la mano y arqueó las cejas.
—Podía haberlo
hecho, pero ¿qué mujer en su sano juicio habría preferido devolverte el cuarto
de dólar a que le desabrocharas el corpiño?
La profunda
carcajada de él resonó entre los dos y, mientras dejaba la cinta y la moneda en
el joyero y devolvía éste al tocador, Peter estiró su cuerpo grande, fuerte y
atlético y la cogió en brazos.
Ella enroscó
los suyos en su cuello.
—Tú eres lo
que siempre he querido, Peter. No sé cómo he tardado tanto en darme cuenta de
que eras tú lo que echaba de menos de Texas. No la tierra, ni los arroyos, ni
los olores. Ni siquiera las estrellas por la noche. Sólo tú.
La llevó hasta
la cama y la dejó de pie en el suelo, junto a ésta. Luego hizo algo de lo más
inesperado. Se sentó a los pies, se apoyó en el grueso poste, se cruzó de
brazos y, con una sonrisa de medio lado, le dijo:
—Desabróchate
el camisón.
Ella se lo quedó
mirando.
—Peter, no
sólo he saldado ya mi deuda desabrochándome el corpiño sino que, además, he
demostrado que puedo devolverte la moneda...
—No quiero que
lo hagas por ninguna deuda, quiero que lo hagas porque me encanta verte, ver
cómo se sonroja toda tu piel, cómo se te oscurece la mirada con cada botón que
sueltas, cómo separas los labios y tu respiración empieza a acelerarse ante la
expectativa de desnudarte para mí, de que te acaricie.
Lali tragó
saliva.
—¿Querrías
apagar las luces?
La media sonrisa
de Peter se transformó en una sonrisa completa.
—No.
—Peter...
—Lali, ¿sabes
que sólo verte me roba el aliento? —le preguntó él en voz baja, solemne. —Siempre
ha sido así.
Ella se llevó
las manos al camisón para desabrocharse un botón más.
—Haces que me
estremezca entero, que tiemble como un hombre no debería temblar. —Ella se
desabrochó uno más. —Me aterras, porque pienso que sí me dejaras...
—No voy a
dejarte, Peter. Nunca te abandonaré.
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