viernes, 14 de junio de 2013

Capitulo 37



Lali contempló los magníficos jardines desde la ventana. Pensó que a su madre le encantaría verlos. Sin duda eran fruto de muchos años de cuidados. Se preguntó si la madre o el padre de Peter habrían influido en su diseño. Probablemente su madre, decidió. Demasiado hermosos para haber nacido del deseo de un hombre con la reputación de crueldad que tenía el padre de Peter. En cambio, todas aquellas esculturas de parejas haciendo cabriolas... ésas seguro que habían sido idea de su padre.
—Nicolas y yo estamos al fondo del pasillo —informó Eugenia. —Pasaremos por tu habitación dentro de una hora, para acompañarte...
—No es necesario. Tengo previsto bajar pronto.
—¿Cómo de pronto? Reajustaré mi horario.
Lali dejó de mirar por la ventana para encarar a su prima.
—Eugenia, tu labor de carabina es por el bien de mi madre y de la sociedad, no por el mío.
Se acercó a la cama y estudió el vestido que su doncella le había preparado. Perfecto para la velada.
—No esperarás que mire para otro lado mientras te conduces de forma indecorosa, ¿verdad? —preguntó Eugenia.
—Claro que no —respondió Lali con indiferencia —Espero que esperes que me comporte con decoro. Por eso no hará falta que me vigiles de cerca. Relájate y disfruta de tu estancia aquí con Nicolas, y si estamos todos juntos, estupendo, pero... si no es así, no quiero que te preocupes.
—No tienes intención de comportarte con decoro, ¿no es así?
—Tampoco he previsto comportarme de forma indecorosa, pero si se presenta la ocasión, no estoy segura de que vaya a resistirme.
Su prima suspiró.
—Tía Elizabeth me matará si llegas a verte en una situación comprometida.
—Te mataré yo si no es así —replicó Lali con una sonrisa.
—Cielo santo, ¿en qué me he metido? —Eugenia alzó los brazos. —Me rindo. Voy a hacerlo lo mejor que pueda, pero no seré una carabina tan diligente como tenía previsto. Nicolas sin duda lo verá de otra forma. Procuraré entretenerlo cuando anochezca.
—Buen plan.


Mientras estudiaba su reflejo en el espejo, Peter se preguntaba cuándo lo había abandonado el sentido común.
—Se lo puedo recortar un poco más, señor —dijo su asistente.
—No —repuso él al tiempo que movía el labio superior por ver si así su bigote resultaba más presentable. —Me parece que ya está bastante recortado.
—Podríamos levantar un poco más las puntas.
—No, están muy bien así. —Quizá habría sido preferible que se lo afeitara del todo, pero sabía que, sí lo hacía, no parecería lo bastante mayor para dar órdenes, menos aún para dirigir una finca de la magnitud de aquélla. Resistió la tentación de estirárselo con el pulgar y el índice. No se veía más inglés. Se veía... cerró los ojos. No quería seguir mirándose. La próxima vez que pensara en complacer a Lali, se limitaría a regalarle flores, en vez de empeñarse en cambiar su imagen.
—¿Va a terminar de prepararse para la cena? —le preguntó su asistente.
—En efecto.
—Se lo ve cautivador, milord.
Ese término le hizo pensar en rejas y grilletes.
—Gracias —contestó.

Lali llegó a la biblioteca antes que nadie, gracias a las indicaciones de los diversos lacayos y sirvientes a los que había preguntado. Como se había criado en la casa de los Ravenleigh, la grandiosidad y el servicio abundante ya no la impresionaban tanto como cuando había llegado a Inglaterra, pero podía imaginar que a Peter le habría parecido, como mínimo, abrumador. La biblioteca era una estancia inmensa, con paredes forradas de estanterías y, en un rincón, una escalera de caracol que conducía a otro piso, asimismo forrado de estanterías, con una pequeña salita delante de una ventana, desde la que, suponía, la vista de los jardines y el campo circundante sería tan asombrosa como la que se disfrutaba desde la habitación de invitados en la que la habían instalado.
Curioso que ahora considerara imponentes aquellas interminables colinas verdes que siempre había ignorado.
Delante de la gran chimenea había un escritorio muy grande en el que imaginó a Peter trabajando, examinando los libros de cuentas, mientras ella, acurrucada en una silla próxima, leía a Dickens, a Austin o a Alcott. La habitación rezumaba tranquilidad, como si no hubiera retenido un ápice de la aspereza y la crueldad por las que era famoso su antiguo dueño. Quizá no hubiera ocupado aquella estancia muy a menudo. Tal vez fuera la favorita de la madre de Peter. No podía haberla frecuentado la anterior lady Sachse, dado que hacía poco que había aprendido a leer.
Oyó cómo la puerta se abría despacio y, al abandonar sus meditaciones y volverse, vio entrar a Peter, el señor de la casa, con paso firme, vestido con chaqué y pantalón negro, todo lo demás, chaleco de seda, camisa y pañuelo, de un blanco inmaculado que resaltaba su tez morena. Se preguntó si, con los años, el bronceado de su piel se desvanecería por pasar cada vez más tiempo en interiores, o si siempre sería un hombre de exteriores, incluso allí.
Cuando Peter se fue acercando, Lali notó que había algo distinto en él...
—¡Oh! —Se llevó la mano a la boca para evitar que se le escapara una carcajada ofensiva.
Se había recortado el bigote y lo llevaba levantado por los extremos, y, a juzgar por la fuerza con que apretaba los labios, no se sentía precisamente satisfecho con el resultado de su esfuerzo por agradarla. Había sido un funesto error. ¿Cómo se le había ocurrido sugerírselo siquiera? No lo hacía parecer más inglés o menos americano, sino sencillamente, menos Peter.
Lali se mordió el labio inferior para no hacer ningún comentario que pudiera incomodarlo, aunque, por el rubor repentino de su rostro, podía decirse que ya se sentía algo abochornado.
—¿Dónde están los otros? —inquirió él.
—Supongo que aún se están arreglando.
Pasó por delante de ella en dirección a una mesa donde había alineadas varias licoreras.
—¿Coñac? —le preguntó.
—Un poquito —contestó.
Se acercó a donde estaba él, y observó la tuerza con que sujetaba la licorera mientras servía las copas. Cuando dejó el recipiente de cristal en la mesita, Lali le tocó el brazo y él se volvió.
—No está tan mal —comentó.
—Es espantoso. Me hace parecer ridículo. Ahora entiendo cómo se sintió Sansón cuando le afeitaron la cabeza: débil y...
—Tú no eres débil, Peter. Tu fuerza no depende del vello de tu rostro. —Alargó la mano para tocarle el labio superior y notó cómo su cálido aliento le acariciaba los nudillos mientras recorría despacio lo que le quedaba de bigote hasta llegar a los extremos rizados y, con mucho cuidado, se los desenroscaba para que volvieran a enmarcarle las comisuras de los labios. Vio cómo la nuez le subía y bajaba al tragar. Al levantar la vista, observó que sus ojos se habían oscurecido hasta adquirir el tono de un cielo sin estrellas. —No tardará mucho en volver a estar como estaba, ¿no? —le preguntó, sorprendida por el tono ronco de su voz.
—No. —La de él era grave, áspera. —En este instante, nos vendría bien no tener carabina.
Ella retrocedió un paso, el aroma de él tan embriagador como la bebida que acababa de servir.
—Por desgracia, aparecerá en cualquier momento.
Peter asintió con la cabeza, cogió la copa, se bebió el contenido de un trago largo y se dispuso a servirse otro.
—¿Qué te parece la casa? —preguntó volviendo a llenar la copa y sirviendo otra para ella. Cogió las dos y le ofreció a Lali la suya.
—«Casa» no es palabra suficiente para este lugar. Mansión, residencia...
—Pero no «hogar» —señaló él mientras se acercaba a la ventana, consciente del peligro de tenerla demasiado cerca mucho más tiempo, de que sus huéspedes entraran en la habitación y encontraran a Lali en una situación comprometida.
—No, hogar no. Pero podría serlo, creo.
—Hace frío, el aire siempre es fresco.
—Eso es corriente en las mansiones antiguas. Como si absorbieran el invierno y lo fueran soltando poco a poco durante el verano. Yo solía llevar un chal o una manta por encima de los hombros en casa de Ravenleigh y se encendía el fuego en casi todas las habitaciones, incluso en verano. —Dio un sorbo a su coñac. —Tienes un jardín precioso.
—No puedo atribuirme el mérito. Casi nada de lo que hay aquí es mérito mío.
—Lo que era no es mérito tuyo, pero sí lo que llegará a ser con tus hábiles manos.
Él la miraba tan fijamente que llegó a preguntarse el sentido que podían haber tenido sus palabras... Entonces se dio cuenta: sus hábiles manos. Sí, tenía unas manos muy hábiles, y lo sabía bien, y sin duda estaba recordando lo que ella no podría olvidar jamás.


1 comentario:

  1. Lindos <3
    Jajaja Euge y Nico pensaron lo mismo jajaja que buenas carabinas son. :)
    Muy lindo el capitulo
    Besitos
    Marines

    ResponderEliminar