Llegaron a la
finca de la familia de Peter a última hora de la tarde. Mientras los criados
trasladaban a la casa las cosas de Peter y las disponían en su dormitorio, ella
y Peter pasearon por las tierras, hablando de los planes de su viaje de bodas.
Al día siguiente partirían para Liverpool, desde donde embarcarían en un vapor
que los llevaría a Texas. Sólo por unos meses. Sí ella se quedaba embarazada, Peter
quería que el heredero de los Sachse naciera en Inglaterra y, a juzgar por cómo
tenía previsto él que pasaran casi todo el tiempo, Lali estaba casi segura de
que ese heredero no tardaría en llegar. Y ella sabía que nada la complacería
más.
Después de la
cena, se retiraron a sus respectivos dormitorios, y Lali sintió un leve
hormigueo en el estómago ante la perspectiva de su primera noche con Peter como
esposa. Sabía lo que debía esperar y, como bien les había dicho a las damas,
estaba impaciente.
Sentada
delante del tocador de su habitación, después de haber despachado a Molly en
cuanto había terminado de ayudarla a prepararse, Lali se cepillaba el pelo y
recordaba lo que habían dicho aquellas jóvenes damas la primera tarde, cuando,
hablando de lord Sachse, comentaron que ese noble criado en América no sabría
valorar su herencia. Ella estaba descubriendo que Peter sentía un aprecio
increíble por la tradición, ya fuera la del lugar en el que había nacido o la
del entorno en el que se había criado. Era un hombre complejo, una combinación
de todo lo que había vivido, de todo lo que había perdido y después recuperado.
Alguien que valoraba absolutamente todos los aspectos de su vida. Lali lo amaba
por ello, y por muchas más cosas. Por ser el hombre que era, un hombre que
jamás había renunciado a su amor. A veces la abatía saber que él había seguido
escribiéndole fielmente mucho después de que ella hubiera dejado de hacerlo.
Tan sólo esperaba ser siempre digna de él.
Dejó el
cepillo y cogió con ambas manos el joyero, que Molly había dejado sobre el
tocador cuando había deshecho su equipaje. Se lo puso en el regazo, abrió muy
despacio la reluciente caja de madera y sonrió al ver el contenido. Quizá
tampoco ella había perdido la esperanza, pero había elegido otro modo de
manifestarla.
Levantó la
mirada y vio a Peter reflejado en el espejo, a su espalda, vestido con un batín
negro de seda. El camisón que llevaba ella no era en absoluto como los que
solía ponerse cuando se escapaba por la ventana. Este era de un tejido etéreo,
transparentaba más de lo que ocultaba y, a juzgar por el ardor de la mirada de Peter,
no lo llevaría puesto mucho tiempo.
—¿Qué tienes
ahí? —preguntó con una voz ronca, muestra de la intensidad del efecto que Peter
le causaba, lo que hizo que ésta hincara los dedos de los pies en la gruesa
moqueta.
—Ven aquí —le
dijo ella con un gesto subrayado por un dedo encogido.
Él se
arrodilló a su lado, paseando la vista por su rostro, como si le costara creer
que de verdad ella estaba allí en aquel momento, como si todo lo que había
deseado siempre corriera el riesgo de desaparecer y temiera que el tiempo que
podían pasar juntos a partir de entonces fuera a ser tan pasajero y efímero
como todo lo demás.
Peter había
empezado su vida allí y se lo habían llevado, pensó Lali. Había tenido una vida
en Nueva York, pero tampoco aquélla había durado. Una vida en Arkansas que,
aunque breve, había resultado demasiado larga. Y, para rematarlo, una vida en
Texas con una chica que lo había abandonado. Después, un rancho que se había
visto obligado a dejar atrás para volver a lo que jamás había sabido que fuera
suyo. Se había pasado la vida perdido, y ella deseaba con desesperación que
supiera que lo que tenían en aquel momento duraría para siempre. Que ella nunca
lo abandonara. Que nunca más volverían a sentirse solos.
—Te quiero, Juan
Pedro Lanzani —le dijo, peinándole con los dedos el espeso cabello. —Siempre te
he querido.
Le presentó el
joyero para que él pudiera ver lo que había dentro, y lo vio esbozar una
sonrisa.
—¿Es eso lo
que creo que es? —preguntó, mirándola. —Me dijiste que...
—No te dije
que no lo conservara. Sólo te pregunté dónde creías que podía encontrar uno en
este país.
Lali alargó la
mano, cogió el cuarto de dólar y se lo puso en la palma. Parecía tan pequeño y
sin importancia, y sin embargo, significaba tanto.
—¿Éste es el
que yo te di? —inquirió.
—Por supuesto.
—Sacó del joyero la raída cinta de pelo azul en la que la moneda estaba
envuelta. —Y también guardé esto.
Él sostuvo el
cuarto de dólar entre el pulgar y el índice.
—Pero podías
habérmelo devuelto. Podías haber cancelado la deuda en cualquier momento —dijo
él, sonriendo.
Lali, con una
sonrisa tierna, le arrebató la moneda de la mano y arqueó las cejas.
—Podía haberlo
hecho, pero ¿qué mujer en su sano juicio habría preferido devolverte el cuarto
de dólar a que le desabrocharas el corpiño?
La profunda
carcajada de él resonó entre los dos y, mientras dejaba la cinta y la moneda en
el joyero y devolvía éste al tocador, Peter estiró su cuerpo grande, fuerte y
atlético y la cogió en brazos.
Ella enroscó
los suyos en su cuello.
—Tú eres lo
que siempre he querido, Peter. No sé cómo he tardado tanto en darme cuenta de
que eras tú lo que echaba de menos de Texas. No la tierra, ni los arroyos, ni
los olores. Ni siquiera las estrellas por la noche. Sólo tú.
La llevó hasta
la cama y la dejó de pie en el suelo, junto a ésta. Luego hizo algo de lo más
inesperado. Se sentó a los pies, se apoyó en el grueso poste, se cruzó de
brazos y, con una sonrisa de medio lado, le dijo:
—Desabróchate
el camisón.
Ella se lo quedó
mirando.
—Peter, no
sólo he saldado ya mi deuda desabrochándome el corpiño sino que, además, he
demostrado que puedo devolverte la moneda...
—No quiero que
lo hagas por ninguna deuda, quiero que lo hagas porque me encanta verte, ver
cómo se sonroja toda tu piel, cómo se te oscurece la mirada con cada botón que
sueltas, cómo separas los labios y tu respiración empieza a acelerarse ante la
expectativa de desnudarte para mí, de que te acaricie.
Lali tragó
saliva.
—¿Querrías
apagar las luces?
La media sonrisa
de Peter se transformó en una sonrisa completa.
—No.
—Peter...
—Lali, ¿sabes
que sólo verte me roba el aliento? —le preguntó él en voz baja, solemne. —Siempre
ha sido así.
Ella se llevó
las manos al camisón para desabrocharse un botón más.
—Haces que me
estremezca entero, que tiemble como un hombre no debería temblar. —Ella se
desabrochó uno más. —Me aterras, porque pienso que sí me dejaras...
—No voy a
dejarte, Peter. Nunca te abandonaré.
(—No voy a dejarte, Peter. Nunca te abandonaré.)
ResponderEliminarme mato <3
hermoso
Besitos
Marines