viernes, 14 de junio de 2013

Capitulo 41


Él la besó suavemente, con ternura, como si siguiera manteniéndose a raya, como si temiera desatar el ansia que antes los había devorado a los dos. Ella no lo permitiría, no permitiría que aquellos recuerdos desenterrados destruyeran la pasión que él era capaz de sentir. Nunca la había forzado, jamás lo haría, porque la crueldad no era propia de él, como tampoco era propio de él hacer daño porque sí. Y, aunque fuera el último regalo que le hiciera, borraría todas aquellas dudas de su mente.
Sería ella la agresora. Aunque no podía negar que también había sido ella quien había tomado la iniciativa la noche en que se había presentado en su casa. Tal vez se hubiera mostrado tímida al enfrentarse a la realidad de lo que deseaba, pero no había hecho nada que no quisiera hacer.
Empezó a desabrocharle la camisa, consciente de que los dedos de él manoseaban torpemente los botones de su camisón. Le produjo una sensación de satisfacción, de poder, saber que podía hacerlo temblar.
La prenda se le descolgó de un hombro. Él le rodeó el pecho con la mano y, con la lengua, le lamió el pezón, haciendo que se endureciera. Luego se lo atrapó con la boca y lo succionó primero con vehemencia, después suavemente. Ella le abrió la camisa y recorrió con sus manos los músculos firmes de su pecho y su estómago.
Estalló un relámpago, que lo iluminó como si la naturaleza aprobara el espécimen que se exhibía. Llenó de besos su cuello empapado en sudor, el pecho.
—Lo siento, querida, pero no puedo esperar.
Antes de que ella entendiera la razón de su disculpa, él ya la tenía contra la estantería, con el bajo del camisón levantado hasta la cintura y los pantalones desabrochados. Acto seguido, la estaba levantando con las manos debajo de su trasero... zambulléndose en el núcleo cálido y húmedo de su ser.
Lali apenas pudo proferir un breve grito ahogado antes de que él le cubriera la boca con la suya, capturando el resto mientras su lengua se retorcía y la penetraba con la misma fuerza e idéntica vehemencia que sus caderas.
Hasta entonces Peter había sido paciente, pero ya no lo era. Tampoco ella. Ya sabía lo que era estar con él, y después sin él. Enroscó los brazos alrededor de sus hombros y las piernas en su cintura, mientras Peter se movía en su interior.
Las sensaciones empezaron a crecer como las ondas de una piedra arrojada a un estanque, más y más, hasta que Lali se estremeció de alivio en sus brazos. Peter separó sus labios de los de ella, enterró el rostro en su pelo, en la curva de su cuello, al tiempo que su cuerpo se convulsionaba, y su intenso gemido resonaba entre los dos.
La respiración agitada de él los envolvió mientras besaba la sien, la comisura de los labios, la barbilla de Lali.
—La próxima vez iremos más despacio, querida, te lo prometo.
Ella apoyó la cara a un lado de su cuello.
—Ay, Peter, me voy a encargar de que cumplas esa promesa.


A la luz de la luna que se colaba por la ventana, contemplaba a la mujer, que yacía dormida, acurrucada contra su costado, con la cabeza apoyada en el hueco de su hombro y la mano al abrigo del latido violento de su pecho. Había cumplido su promesa. La había llevado a su cama y le había hecho el amor despacio la segunda vez, desnudándola con calma mientras ella lo desnudaba a él.
Le recorrió con un dedo la parte superior del pecho. Suspirando, Lali se acurrucó aún más contra él. Peter pensó que nunca se cansaría de oír sus leves suspiros, de mirarla mientras dormía, del modo en que le frotaba la pantorrilla con la planta del pie hasta quedarse dormida, como un bebé que necesita el movimiento repetitivo de quien lo mece para dormirse.
No es que ella fuera un bebé, ni mucho menos. Lástima que Inglaterra le desagradara tanto. Habría sido una condesa ejemplar. La esposa de su elección, una buena compañera. Pero la vida con él disminuiría sus sonrisas, reduciría sus risas y los haría desgraciados. No podía hacerle eso.
Lali pestañeó, abrió los ojos y, elevando las comisuras de los labios, esbozó una soñolienta sonrisa.
—¿Qué haces? —preguntó en voz baja.
—Verte dormir.
—¿No estás cansado?
—Puedo dormir luego. —Cuando sólo su recuerdo le hiciera compañía.
—Probablemente debería volver a mi habitación —dijo ella, bostezando.
—Quédate un poco más.
Empezó a darle golpecitos con el dedo en el pecho.
—Le dije a Rocio que en Texas no había carabinas porque todo el mundo se comportaba. No se comportan, ¿verdad?
—Supongo que depende de lo que entiendas por no comportarse.
—Para mí esto es no comportarse. —Lo dijo con un acento arrastrado que hizo reír a Peter.
—Me gusta cuando no hablas con propiedad.
—Ah, ¿ahora te gusta?
—Pues claro, también me gusta cuando hablas con propiedad, sobre todo cuando me atacas. Sigues siendo muy fácil de sulfurar.
—Tú sigues dándome motivos para que me sulfure.
—¿Qué te parece si hago algo que no te sulfure en absoluto?
Ella se estiró lánguidamente contra él.
—Eres insaciable, ¿lo sabes?
—¿Eso te supone un problema?
Lali sonrió.
—Creo que no, porque yo también lo soy. —Dejó de sonreír. —No me había dado cuenta hasta ahora.
—Eso es porque soy un amante muy habilidoso.
—Amante. Supongo que eres mi amante. Eso hace que todo esto parezca tan perverso...
—Sólo lo sabremos nosotros, querida.
Ella rodó sobre él, le besó el pecho, se deslizó un poco hacia arriba y le pasó la lengua por el pezón. Con un gemido profundo, Peter le acarició la espalda hasta llegar a sus nalgas desnudas. Miró hacia la ventana, vio un atisbo de luz y sonrió. La tormenta se había desplazado y había dejado tras de sí un cielo despejado.
—Ven, querida —le dijo, dándole una palmadita en el trasero.
—Ya estoy aquí —replicó ella levantando la cabeza.
—Me refiero a que te levantes de encima de mí.
—Ahora ya estoy despejada, y me apetece un poquito de amor.
Le dio otra palmada en el trasero.
—Y yo te lo quiero dar, pero primero vamos a levantarnos de la cama.
—¿Lo vamos a hacer contra la pared en lugar de contra la estantería esta vez?
—No exactamente. Ven, Lali.
—Peter...
—Mira por la ventana.
Ella se incorporó y giró la cabeza.
—¿Eso ha sido una estrella fugaz?




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